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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Imagen creada con IA.

Aquel fue uno de los episodios más divertidos de mi vida, una historia que comenzó hace un montón de años en la redacción de mi periódico, cuando el redactor-jefe me pidió que entrevistara a un personaje de la farándula, torero para más señas, casado con una viuda tonadillera aún más popular que él. Mi reacción inicial fue de perplejidad. ‘¿Qué? ¿A quién?’, pregunté despectivamente, desviando la vista de la pantalla del ordenador. Pronto descubriría que tragarse los prejuicios y las opiniones es la dieta más saludable de un reportero

Pero vayamos por partes.

1.

Hasta entonces, yo había entrevistado a políticos, diplomáticos, historiadores, periodistas, escritores, actores, directores y productores de cine, diseñadores de moda, estrellas del deporte… Una extensa lista de personalidades influyentes o al menos singulares que interesaban a los lectores por derecho propio, o así lo creía yo. Lógicamente, como humanos que eran, tenían su manías y rarezas igual que todo el mundo, y a muchos los conocí en situaciones pintorescas y hasta dramáticas, como el amable y a la vez impasible embajador de un país de Oriente Próximo que no dejó de sonreir cuando charlamos en el salón de una universidad en medio de una protesta estudiantil, protegidos los dos por un corpulento escolta apostado en la puerta, en la que retumbaban las patadas de los manifestantes.

Esos personajes resultaban interesantes incluso en los momentos distendidos en que solo compartías su intimidad, lo que pude comprobar con el premio nacional de poesía que se echaba al coleto copas de aguardiente en un bar a media mañana y fumaba a escondidas en casa cuando su esposa salía a hacer los recados. «Con el dinero del premio nos fuimos unos días a Canarias», me confesó en la sala de su vivienda, poniendo cara de niño travieso. De repente, al oír un tintineo de llaves que llegaba del ‘hall’, el poeta dio un respingo y me rogó que abriera las ventanas, mientras agitaba los brazos para disipar el humo de un cigarrillo.

No menos surrealista fue la entrevista a una simpática pero informal diputada que, tras tenerme una mañana de espera en los pasillos del Congreso, me propuso que le formulara las preguntas en el taxi que nos llevó al aeropuerto de Barajas y después en la terminal, donde tuve que arrastrar su maleta con una mano, sosteniendo la grabadora en la otra, a la vista de decenas de viajeros que se desternillaban.

Yo trabajaba en la sección dominical del periódico, que publicaba reportajes y entrevistas a fondo, siempre sobre asuntos serios o enfocados como tales y presentados con el estilo literario de moda antes de Internet. Disponíamos de documentación abundante, fotógrafo, billetes de avión, hoteles y tiempo para escribir. Los compañeros de las demás secciones nos llamaban burlonamente ‘El club de los poetas muertos’, pero no nos molestaba. Nuestros privilegios, si podíamos llamarlos así, no salían gratis. A cambio se nos exigía la máxima intensidad y dedicación, con el coste personal que ello suponía, pero éramos felices, honestos con el material que caía en nuestras manos y razonablemente osados porque nuestro redactor-jefe creía en nosotros y nos respaldaba. Por las noches quedábamos a tomar copas y encima nos pagaban bien.

En aquella especie de Shangri-La del periodismo en la que vivía, no encontraba la forma de encajar a un torero sin otras credenciales informativas que los chismorreos que provocaba junto a su pareja. Yo estaba empapado de estúpidas ideas preconcebidas sobre la gente y la cultura del sur, y en mi imaginación, dejando aparte la cuestión del maltrato animal, los matadores solo tenían cabida en las crónicas taurinas. Había leyendas del ruedo que se elevaban sobre el resto porque les habían estampado un sello intelectual y por la abundante literatura que ellos y en general la tauromaquia inspiraban. Pero no era el caso de la persona que me pedían que entrevistara esta vez; con su cónyuge cantante y la hija de esta (fruto de un matrimonio anterior) formaban una familia que suministraba carnaza al periodismo faldero que yo miraba con desdén y contra el que protestaba.

2.

«Tú quedas con el torero y no se hable más», zanjó mi redactor-jefe.

En fin, no tuve más remedio que telefonearle de mala gana y con aprensión. Para mi sorpresa, escuché la voz educada y respetuosa de un perfecto caballero que se ofreció a recibirme en su casa, un chalé de un barrio elegante a las afueras de la capital. El tono que empleó, receptivo y acogedor, me tranquilizó; no me iba a enfrentar a una ‘prima donna’ de esas que odiaban a la prensa, y conversaríamos el tiempo que hiciera falta.

A los pocos días, a media mañana, un taxi me dejó frente al chalé, un edificio de una planta, estilo años sesenta, y ya entonces me llevé la primera impresión. Delante de la finca se alineaban aparcados varios turismos y furgonetas, junto a los cuales pajareaba una bandada de reporteros que montaban guardia para anotar los nombres de quienes entraban y salían de la propiedad y la hora en que aparecían. Conmigo no hicieron una excepción, y en cuanto me apeé del taxi uno de ellos me abordó para preguntarme con el mayor descaro quién demonios era yo y qué pintaba allí. «Soy periodista. Vengo a entrevistar al torero», contesté, intimidado por el interrogatorio, como un recluta el primer día en el cuartel.

Mi colega se relajó y me dijo, a medio camino entre la complicidad y las excusas: «Supongo que sabes quiénes somos… la prensa de la víscera».

Solo le faltó guiñarme un ojo. Enseguida deduje que me apuntaría en su libreta como un don nadie, así que le ignoré y me fui acercando al chalé, sintiendo su mirada inquisidora clavada en la espalda. Por un momento imaginé mi foto publicada en una revista de cotilleo o divulgada por televisión y me entraron escalofríos, pero no tenía sentido. Con mi aspecto era imposible que nadie me confundiera con otro que no fuera yo.

En esas reflexiones andaba cuando me abrió la puerta una especie de mayordomo. No recuerdo su cara, pero sí cómo vestía; clásico y pulcro, jersey tipo ‘Pulligan’ y pantalones de tergal. Me recibió con sencillez y me informó de que el señor estaba en el jardín, siendo entrevistado para una revista taurina. Yo le avisé de que mi fotógrafa, una reportera ‘freelance’, no tardaría en llegar y él tomó nota. Por lo visto tenía cosas que hacer y me dejó libre para curiosear. Fue entonces, avanzando tímidamente por el pasillo, cuando me topé con el torero. Sonriente y atento, luciendo un jersey de pico y unos ‘Levi’s’ planchados, se acordaba de nuestra conversación telefónica; había hecho un receso con el otro periodista, pero ya quedaba poco para terminar.

3.

Ahí dio comienzo el espectáculo. La sonrisa de mi anfitrión se congeló cuando del fondo del pasillo apareció el marido de su hijastra. El joven marchaba al aeropuerto para recoger a su suegra, que regresaba de una actuación musical en el extranjero. Por el tono seco y distante con el que el matador le dio instrucciones -imposible repetir las palabras exactas- no parecía un miembro de la familia, sino alguien del servicio; y de escasa importancia, además, porque salió del chalé, exponiéndose a los ‘paparazzi’, con la cabeza baja y apesadumbrado. «Es cierto lo que cuentan. No le puede ni ver», concluí.

El torero regresó al jardín y yo me puse a fisgar hasta que asomé la cabeza por la puerta entreabierta de la cocina y una voz me invitó a pasar. La hijastra se estaba preparando un café, si mi memoria no me falla. Llevaba el pelo recogido con rulos y vestía una bata estampada, bajo la cual asomaban las perneras de un pijama, unos calcetines gruesos y unas zapatillas con borlas. Nos observamos intrigados el uno al otro durante varios segundos. A ella no pareció sorprenderle que un desconocido la pillara en su casa recién levantada, más bien al contrario. Era igual que en la televisión, divertida y guapa, incluso con los rulos, y en el trato parecía una persona de lo más convencional, nada que ver con el papel que representaba en público y que, ingenuo de mí, me había tomado en serio.

Tras un momento de vacilación me presenté y nos entretuvimos un rato hablando de banalidades, de mi viaje, mi trabajo… Tanta naturalidad me dejó confundido; no podía separar la realidad de la ficción ante aquella ‘celebrity’ sobre la que solo había leído y escuchado chascarrillos. A decir verdad, allí no pasaba nada del otro mundo, pero eso era lo más interesante.

4.

Entonces llegaron a la cocina unos balbuceos procedentes del pasillo. Salimos los dos y vi a un bebé sin más vestimenta que un pañal, dando tumbos y emitiendo gorgoritos. Era la hija de la joven, seguida por una asistenta de la que, entonces lo recordé, se decía que ejercía de vidente y echaba las cartas. También se ocupaba de la cría, más tarde descubriría cómo.

Me agaché para decirle al bebé esas sinsorgadas que soltamos a los niños para hacerles gracia. La cría no entendió nada, como es lógico, y me obsequió con una mirada hosca y un gruñido que no dejaban lugar a dudas sobre lo que sentía al verme. Fue el único miembro de la familia que me consideró un intruso y me lo hizo saber.

La vidente se llevó rápidamente al bebé a otra parte de la casa, mientras yo me despedí de su madre y seguí mi camino hacia el salón, decorado en tonos claros, desde las paredes hasta los sillones. Una enorme cristalera comunicaba la estancia con el jardín, donde pude ver al periodista que me precedía, ya mayor, sentado, haciendo preguntas al torero, que respondía dando vueltas por el césped como un filósofo griego, mientras un perrito blanco, casi un peluche, saltaba a su alrededor llamando su atención.

Yo, entretanto, me fijé en que el salón estaba decorado con multitud de dibujos y fotografías de su esposa, bien sola, bien posando con otras figuras de la canción o políticos ilustres, casi siempre con dedicatorias al pie. El lugar parecía un templo consagrado a la artista, cuya presencia era palpable por todas partes, aunque en aquel momento debía de estar en el aeropuerto con su cariacontecido yerno.

5.

El salón acabó por saturarme y salí al jardín para escuchar la conversación de mi colega con nuestro matador. El periodista utilizaba un tono solemne, un tanto engolado, comenzando cada pregunta con un «Maestro, esto; maestro, lo otro». En absoluto iba a dirigirme a él de esa guisa, pensé, sino con mucho menos teatro, entre otras razones porque la interpretación nunca se me dio bien en el trabajo ni fuera de él. Mientras observaba, repasé mentalmente las preguntas que había preparado la víspera, todas concebidas sin demasiada convicción sobre cuestiones superficiales. No me iba a molestar en repreguntar; grabaría lo que mi interlocutor me dijera y en paz.

En ese momento llegó la fotógrafa, mucho menos sorprendida que yo por los ‘paparazzi’ de la entrada. Como ella tenía prisa, me preguntó si podíamos empezar con la sesión de fotos y a todos nos pareció bien. El otro entrevistador se despidió y el torero se puso gustosamente a disposición de mi compañera, brindándome un momento impagable. Cuando ella le apuntó con su voluminosa cámara, el hombre se transfiguró y se convirtió en una estatuilla de cristal, delicada y sorprendentemente flexible, que sorteaba las embestidas de un toro imaginario con una muleta igualmente invisible. La suavidad y la perfección de sus poses contrastaban con la tensión del rostro, casi cinematográfica. Me quedé embelesado, pero entonces…

6.

… entonces apareció el dichoso perrito, que no estaba nada contento conmigo porque había distraído a su amo. Se aferró a la pernera de mis vaqueros y, al mover las piernas para sacudírmelo de encima, empecé a hundirme en la hierba recién regada. A medida que el torero daba naturales y pases de pecho yo me atascaba más y más en el charco embarrado que se estaba formando bajo mis zapatos. No sabía qué hacer y solo alcancé a componer una sonrisa bobalicona, aparentando que no pasaba nada, pero miraba de reojo a todos lados, calculando si un certero puntapié bastaría para alejar a la mascota.

No llegué a ese extremo porque en uno de mis movimientos desvié la vista hacia el salón y, a través de la cristalera, descubrí a la vidente cambiando de pañal al bebé sobre una elegante y decorativa mesa camilla. Parecía el sueño delirante de una gran resaca: un torero en pleno éxtasis, yo forcejeando con un perro cabreado y una pitonisa aseando a un bebé en la zona noble de la casa. Las tres imágenes se fundían en un mismo plano.

Aquello duró dos o tres minutos. Cuando la situación se normalizó y la fotógrafa se fue, pude realizar la entrevista de forma rutinaria, pero cómoda, aunque el torero, a la vez que respondía con un tópico tras otro, no dejaba de mirar alternativamente mi grabadora y mi calzado lleno de barro, eso sí, sin decir nada. Gracias a su discreción salí airoso del chalé haciendo el ridículo solo lo necesario. Más adelante me consoló ver cómo  mis amigos se divertían cuando les contaba aquella peripecia personal, de la que no escribí ni una palabra.

Con el paso de los años me arrepentí de no haberlo hecho, porque esa historia y no la  entrevista era lo que realmente interesaba al público: es decir, se trataba de mostrarle cómo es y cómo vive la gente famosa. Fue una lección de humildad periodística que aprendí demasiado tarde.

Ahora estoy reparando el desliz, buceando en el recuerdo imborrable de una mañana loca en casa de un torero asediado por los ‘paparazzi’.

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