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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

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Una mujer que marchó al Ártico con su marido en 1934 escribió a su regreso un hermoso relato de supervivencia y exaltación de la naturaleza que se ha convertido en un clásico

¿Qué puede impulsar a una mujer a viajar al Ártico para reunirse con su marido y vivir juntos en una cabaña dejada de la mano de Dios, acompañados por un arponero? Christiane Ritter no ha dejado de hacerse o de escuchar esa pregunta desde que zarpó de Hamburgo. Es el verano de 1934. Todos han tratado de disuadirla, pero cuando oye tres veces la sirena del barco alejándose de Grohuk, punta septentrional de la isla de Spitbergen, ya es tarde para echarse atrás y solo puede contemplar desolada la estructura de cuero acartonado y tablones donde va a vivir un año, lejos de su hijita.

El grupo dispondrá de una estufa destartalada, harina y levadura para hacer pan y unas cuantas provisiones más. Las vitaminas para evitar el escorbuto las proporcionará la caza. Alrededor de la cabaña no se aprecia un atisbo de vegetación, sólo huesos de animales, piedras, silencio… Durante el invierno, el refugio quedará oculto bajo la nieve y Christiane permanecerá sola mientras sus compañeros cazan a varios días de distancia. Solo podrá salir al exterior atravesando un túnel en el hielo, como si la hubieran recluido en una prisión. Con la llegada de la primavera será una persona diferente. El entorno habrá obrado lo que ella denomina «la demolición» de su orgullo. A su regreso a Alemania escribirá sobre esa experiencia. 

‘Una mujer en la noche polar’ (Ed. Península) es un relato maravilloso sobre la resistencia física y mental del ser humano, sobre cómo un individuo es capaz de sobreponerse a las condiciones más extremas, de derrotar psicológicamente a la oscuridad perpetua y a tormentas interminables en la más completa soledad.

El libro fue publicado por primera vez en Alemania en 1938 y se editó hace unos años en castellano. Es un clásico de la literatura de viajes, aunque merece serlo de la ‘nature writing’, género sobre la naturaleza que cada vez cuenta con más seguidores. Sus páginas atrapan por la forma espontánea y poética con que la autora se enfrenta al medio ártico y se rinde a su «abrumadora belleza», a sus colores increíbles -rojos carmesí y azules turquesa que jamás ha visto- y a la indiferencia infantil de los animales salvajes, de las focas y zorros que no se han cruzado nunca con un ser humano.

Christiane se resigna a no prever lo que depara cada jornada y saca a relucir una sabiduría -así la denomina- que Europa enterró hace miles de años. Es la que conservan los cazadores diseminados por las cabañas y cobertizos que salpican Spitbergen; un grupo humano fiel a las costumbres establecidas por sus antecesores rusos dos siglos antes. Hombres solitarios, separados entre sí por grandes distancias, que se visitan de vez en cuando, se inventan huéspedes para no enloquecer por la sensación de vacío que produce el Ártico, acogen a científicos de paso y reciben esporádicamente noticias de una civilización que se encamina al desastre, aunque eso no parece interesarles en exceso.

Tras el desconcierto y temor iniciales, Christiane pasará rápidamente por el proceso de adaptación a Spitbergen. Un simple baño en un barreño con agua helada le infunde una sensación de salud y bienestar que desconocía. Recostada en su litera, percibe el olor del pan horneándose. Se encariña de ‘Mikkl’, un zorro polar que se acerca a la cabaña a husmear sin hacer caso a nadie y  altera la vida de todo el mundo. Hasta las gaviotas se organizan para protegerse y una de ellas se posa en un promontorio para avisar a las demás si el depredador aparece. Christiane pide a los hombres que no cacen a ‘Mikkl’, pero el animal cae en una trampa. Por suerte, logra zafarse y desaparece para siempre.

Christiane acompañará por fin a su marido y al arponero en una de sus salidas. Su carácter se ha endurecido a lo largo del invierno, resistiendo el tedio de estar sola a oscuras y no cayendo en la inmovilidad en la cabaña enterrada bajo la nieve. Le ha bastado con aferrarse a rutinas, a paseos diarios, a tareas inacabables para aguantar las gélidas temperaturas y paliar la falta de compañía en aquel desierto helado.

Pero la primavera deja caer un telón sobre la noche polar. La nieve se retira y el tejado del refugio asoma al exterior. Sus ocupantes se sientan en él para gozar de la vista. Un pinzón de las nieves, la especie cantora de Spitbergen, ha tomado posesión de la chimenea. La niebla se desvanece y deja ver témpanos, gaviotas, focas… Los seres humanos están de sobra en ese teatro natural que gobierna el clima de la Tierra. El paisaje, testimonio geológico de millones de años de antigüedad, se ofrece deslumbrante.

Christiane ha sufrido una transformación, aunque en el libro aclara que el Ártico solo saca a la luz lo que los hombres y mujeres guardan en su interior. Su experiencia es la mejor prueba de ello.

P.D.: Christiane Ritter, pintora, nació en Karlovy Vary/Karlsbad (Chequia) en 1897 y murió en Viena en 2000. ‘Una mujer en la noche polar’ es su único libro.

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