historias en minúscula

Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

En las montañas del norte de Burgos es posible trazar las rutas seguidas por las legiones de Augusto y Agripa para combatir a los cántabros en collados y cumbres

En memoria de Íñigo Muñoyerro Ajuriagoxeascoa

Octaviano era supersticioso, o eso cuentan los historiadores de la Antigüedad. Uno de sus mayores temores era que una tormenta lo sorprendiera durante una travesía. No era para menos, porque en una ocasión estuvo a punto de ser alcanzado por un rayo durante una marcha nocturna. La descarga solo quemó ligeramente su litera, pero mató al esclavo que iba delante, portando una antorcha.

Octaviano creyó que se había salvado gracias a un amuleto de piel de foca que llevaba consigo. Agradecido por su buena fortuna erigió un templo al dios Jupiter Tonans (del trueno) en Roma.

El episodio del rayo, que pudo haber cambiado la historia de Roma, ocurrió entre el 26 y el 25 antes de Cristo, en algún lugar de las Merindades de Burgos, los valles pasiegos de Cantabria y la Montaña palentina.

El Senado acababa de nombrar a Octaviano ‘princeps’ (primer ciudadano) y ‘augusto’ (venerado), dejándole el camino expedito  para convertirse en emperador. Pero antes tenía que dotar a ambos títulos de contenido real, y eso solo lo podía conseguir con una victoria de prestigio. En aquel momento, las puertas del templo de Jano en Roma estaban abiertas, lo que significaba que la paz no reinaba en todas las provincias. Si Octaviano pudiera cerrarlas sometiendo a un pueblo rebelde, se ganaría el apoyo popular.

Una alternativa era conquistar Britania, tarea que había dejado pendiente Julio Cesar, su padre adoptivo. Sin embargo, a Roma llegaron noticias de una revuelta de los cántabros y los planes cambiaron. El norte de Hispania aún no se había rendido, así que era un escenario ideal para la que iba ser la primera demostración de Imperator Caesar Augustus, que es como Octaviano sería conocido en adelante.

Augusto levantó su campamento en Ulmillos de Sasamón, en la comarca burgalesa de Odra-Pisuerga. Tanto él como sus legiones sabían a quiénes se iban a enfrentar. Ya en el siglo II a. C., los soldados romanos se automutilaban para no combatir en la Península, y los que lucharon en el primer enfrentamiento entre Roma y Numancia se dieron a la fuga al enterarse de que los cántabros se acercaban en auxilio de los arévacos atrincherados en la población. Un siglo después, al propio Augusto lo había protegido una guardia formada por vascones de Calahorra hasta la batalla de Actium, en el 31 a. C.

Con esos precedentes, parece lógico que la primera fase de la guerra contra los cántabros durara poco, el tiempo que el hábil caudillo Corocotta tardó en presentarse a cobrar los 200.000 sextercios que Roma había ofrecido por él.

De ese modo Roma zanjó unas hostilidades que Augusto apenas llegó a dirigir sobre el terreno, ya que enseguida delegó el mando en sus generales. Se sintió cansado y enfermo (tuvo problemas de salud durante toda su vida) y marchó los Pirineos a tomar las aguas, antes de instalarse en Tarraco (Tarragona). Hacia el 25 o 24 a. C. cerró el templo de Jano y proclamó formalmente la ‘pax augusta’, aunque las revueltas continuaron en el norte de Hispania.

Una guerra alpina

Dos milenios después, los vestigios de aquellas rebeliones y las rutas de las legiones y sus tropas auxiliares (tribus aliadas y mercenarios) pueden trazarse en las Merindades y las verdes pendientes de la vertiente de Cantabria. Aquel era el frente más oriental de los combates, una línea montañosa punteada de oeste a este por los puertos de Estacas de Trueba, Lunada y la Sía.

De los caminos que cruzaban esa frontera geográfica, unos discurrían de sur a norte desde Ulmillos de Sasamón hacia los valles pasiegos. Otros avanzaban en sentido inverso desde la costa cántabra, arrancando en Suances (Portus Blendium) y Santander (Portus Victoriae Iuliobrigensium), fundada tras la primera victoria de Augusto en aquellas tierras. En ambos puertos atracaban galeras procedentes de Aquitania con hombres y pertrechos destinados al interior.

Las nuevas tecnologías han permitido identificar campamentos romanos en cumbres, cerros, atalayas, acantilados y desfiladeros, desde los cuales los legionarios vigilaron a los cántabros y los persiguieron hasta sus refugios, hasta los castros u ‘oppidum’ que precedieron a las actuales casas de piedra (cabañas) de los pasiegos. Los combates se desarrollaban de marzo a octubre y se parecían a las carreras de resistencia que organizan las federaciones y los clubes de montaña.

Era un nuevo tipo de guerra alpina, parte de la cual se desarrolló en torno a la población cántabra de Reinosa y en las merindades burgalesas de Sotoscueva y Valdeporres. Consistía en largas y agotadoras travesías por cordales y cumbres a fin de empujar al enemigo al fondo de los valles, donde era vulnerable.

Una de las posiciones militares excavadas por los arqueólogos está en La Muela. Es una explanada de hierba sobre laderas boscosas, cerca de Villamartín de Sotoscueva, donde han aparecido restos de tiendas de campaña, clavijas, piezas de instrumentos de agrimensores y monedas datadas a finales del siglo I a. C. Algunos historiadores creen que en esa zona, conocida como los acantilados de Dulla, a tiro de piedra de la enorme esfera blanca del Escuadrón de Vigilancia Aérea 12 de Lunada, se hicieron fuertes los últimos focos de una rebelión que estalló después de la campaña de Augusto y que recuerda a la de Espartaco (73-71 a. C.).

La historia del esclavo tracio derrotado en la península itálica por Marco Licinio Craso, popularizada por el cine de Hollywood, se repitió en el norte burgalés entre el 19 y 16 a. C. Los protagonistas fueron unos cautivos cántabros que habían sido reducidos a la esclavitud y enviados a la Galia, donde asesinaron a sus dueños. Al regresar a casa reunieron partidarios y volvieron a rebelarse contra Roma, agotando la paciencia de Augusto.

Sin embargo, en aquel momento al emperador le preocupaban más la situación de las fronteras de Partia (Persia) y los asuntos diplomáticos en Armenia, de modo que envió al general Marco Vipsanio Agripa desde la Galia para que pacificara el norte de Hispania de una vez por todas.

Los cántabros tuvieron un final como el de Espartaco, terrible hasta para los intelectuales de la Antigüedad. Roma no dejó con vida a un enemigo capaz de empuñar un arma. Según Eduardo José Peralta, doctor en Arqueología por L’Ecole d’Hautes Études de París, un capítulo de aquella tragedia se debió de escribir en La Muela y en sus cinco barrancos -la Mata, Dulla, Valdecastro, Campo de la Corza y Mea-, donde los últimos rebeldes se concentraron a la espera del asalto romano.

La muerte que Agripa les dio fue atroz. “Habiendo sido clavados en la cruz, ciertos prisioneros murieron entonando himnos de victoria”, relata el geógrafo Estrabón, contemporáneo de los hechos que describe.

La contumacia de los derrotados no hizo sino confirmar la imagen despectiva que Roma tenía de ellos. Eran guerreros duros que combatían a lomos de los mismos caballos que hoy pastan en las Merindades (su ADN es similar al de los esqueletos hallados en yacimientos de época romana). A veces cabalgaban dos hombres sobre una montura, el de atrás preparado para arrojarse sobre su enemigo, blandiendo un hacha ‘bipenne’ (de doble filo). Atemorizaban tanto a los legionarios que Agripa tenía que castigarlos para que acataran sus órdenes, y cuando sufrían una derrota los avergonzaba prohibiéndoles usar el título de I Legión Augusta.

No era fácil infundir valor a la tropa, sometida a privaciones en tierra ajena y harta de un enemigo que conocía sus tácticas, incluidos los proyectiles incendiarios. Lo que deseaban aquellos soldados era establecerse en Emerita Augusta (Mérida), la colonia que Augusto ordenó fundar en el 25 a. C. en el sur de Hispania con veteranos de las campañas del norte. El sur era entonces el mundo civilizado, mientras que los cántabros ni siquiera tenían la condición de ‘rustici’, palabra latina que designa al hombre de campo, sino que los tildaban de ‘inhumani’, es decir, desprovistos de humanidad.

Estrabón lo resume gráficamente cuando atribuye a esas tribus “casos de bravura, crueldad y rabia bestiales (…) Las madres llegaron a matar a sus hijos antes de permitir que cayesen en manos de sus enemigos. Un muchacho cuyos padres y hermanos habían sido hechos prisioneros y atados mató a todos por orden de su padre, valiéndose de una espada robada. Una mujer mató a sus compañeros de prisión. Otro, llamado contra unos que se habían embriagado, aprovechó la ocasión para arrojarse a la hoguera”.

Esas reacciones tan extremas, compiladas por el arqueólogo Antonio García Bellido en su ensayo ‘La península ibérica en los comienzos de su historia’, no son realmente tan irracionales si se piensa en el tratamiento que el general Agripa reservaba a los prisioneros. Casio Dión, historiador de una época posterior, siglos II y III d. C., cuenta que los cántabros preferían inmolarse a ser vendidos como esclavos. “Tras incendiar sus parapetos, unos se degollaron; otros prefirieron perecer quemados en las mismas llamas; otros, en fin, acordaron en común envenenarse; de tal modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció”. El veneno lo obtenían del tejo, un árbol que abunda en la cornisa cantábrica (hay muchos en Valdeporres).

De regreso en Roma, Agripa no celebró ningún triunfo (desfile con trofeos y cautivos) para no quitar protagonismo a Augusto. Sin embargo, se había instituido la costumbre de guardar en el templo de Marte Vengador los estandartes romanos recuperados al enemigo, y allí fueron a parar los procedentes de Hispania, junto con los que se habían perdido unas décadas antes en la batalla de Carras contra los partos, una dolorosa derrota que humillaba todavía a Roma y que Augusto consiguió dignificar un poco negociando con los vencedores la devolución de las enseñas militares.

Mussolini y la grandeza del Imperio

Aplastar a los cántabros fue uno de los muchos servicios que Agripa prestó al emperador, como lo había sido casarse con su hija, Julia, cuando ella enviudó y comenzó a escandalizar a Roma con su conducta privada. El general, que tenía 46 años y se tuvo que divorciar, y Julia, de solo 18, se detestaban tanto que a una pregunta sobre su nuevo cónyuge, ella respondió: “Yo no subo más marineros a la nave cuando ya está cargada”.

La cita está tomada de la ‘Historia de Roma’ del periodista y escritor italiano Indro Montanelli, quien en agosto de 1937, durante la Guerra Civil española, cubrió la campaña del Corpo Truppe Volontarie (cuerpo de tropas voluntarias) de Benito Mussolini en las Merindades burgalesas, por los mismos barrancos donde Agripa sembró la muerte y la desolación.

Como las legiones en la Antigüedad, también la división de asalto Littorio -que combatió en el puerto de Escudo, cerca de Reinosa, y tomó Santander- participó en otra gran demostración de propaganda, esta vez la del apoyo del fascismo italiano a la sublevación de Franco, que Mussolini intentó presentar como el regreso de la grandeza de Roma.

Ya antes de zarpar de Italia, los expedicionarios habían servido de extras en la película ‘Escipión el Africano’, un proyecto del dictador italiano sobre el general Publio Cornelio Escipión, vencedor del general cartaginés Aníbal. Publio Cornelio era también el abuelo de Escipión Emiliano, ‘Africano Menor’, que destruyó Cartago y doblegó definitivamente Numancia.

Por ese motivo, algunos de los voluntarios que embarcaron hacia España en los años treinta del siglo pasado creían que serían figurantes en un ‘peplum’, no que los llevaban a combatir en la Guerra Civil. Otros pensaban que iban a Abisinia a trabajar de agricultores.

Su destino no fue diferente del de las legiones. Antes de acuartelarse en las Merindades, la división Littorio sufrió una humillante derrota en Guadalajara, a raíz de la cual el general Anibale Bergonzali, conocido como ‘Barba Eléctrica’, se lamentó de lo pobremente adiestrada que estaba su unidad y la comparó con “comparsas en una película de romanos”.

Por todo Burgos se propagó la leyenda de la cobardía italiana, alentada por los casos de deserción y automutilación (dispararse en el brazo, por ejemplo). En Sotoscueva todavía se bromea sobre la velocidad con que aquellos pobres extranjeros corrían de espaldas.

Acabada la Guerra Civil en 1939, los vencedores inauguraron en el puerto del Escudo una pirámide funeraria romana donde dieron sepultura a los italianos muertos en el norte de Burgos y en Vizcaya. Fue abandonada en 1975, con la llegada de la democracia a España. Por motivos económicos, algunos huesos fueron repatriados y los demás, trasladados al Sacrario Militare de Zaragoza, otro mausoleo erigido en 1940 y compuesto por una torre y una iglesia consagrada a San Antonio de Padua.

Allí reposan los restos de 2.889 soldados del contingente de Mussolini y de 22 compatriotas de las Brigadas Internacionales, estos últimos trasladados por el Gobierno italiano después de la Segunda Guerra Mundial. El lugar es oficialmente suelo italiano. El Duce decidió ubicar el osario en Zaragoza porque fue Augusto quien fundó esa ciudad (Caesaraugusta) en el 14 a. de C., justo después de la campaña de Agripa.

En la actualidad, la pirámide del puerto del Escudo, entre Cantabria y Burgos, nos remite a once o doce años antes de esa fundación, cuando a Augusto lo llamaban Octaviano y casi lo fulmina un rayo. Aseguraba haber restaurado la República, pero sentaba las bases del Imperio. Sumido en el olvido, el monumento se yergue sobre el pantano del Ebro, entre Soncillo y Reinosa, como símbolo de dos tragedias. Una lejana, escrita por las legiones y los cántabros, y otra contemporánea, la de la Guerra Civil, de la cual Indro Montanelli dejó un relato titulado ‘La chica de Soncillo’.

Ambas historias resuenan todavía en las Merindades, en los yacimientos de época romana escondidos en sus montañas, pero también en las palabras y signos que los soldados de Mussolini, un puñado de hombres que creían que iban a ser extras en una película, dejaron grabadas en las casas de labranza y las iglesias de los pueblos del norte de Burgos.

Posted in

Deja un comentario