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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Voltaire, en un billete de diez francos. / Copyright libre.

Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2016

Es posible aprender Economía a través del caradura Voltaire, que no aguantaba a Rousseau; de John Smith y Pocahontas, del despistado Adam Smith, del Marx autoritario, del ‘bon vivant’ Schumpeter…

Los libros de economía, filosofía y política suelen ser recibidos entre bostezos, aunque de vez en cuando aparece uno escrito con vocación de best-seller. Si un profesor de Bachillerato busca para sus alumnos algo sencillo, ágil e inteligente sobre historia de la Economía, algo que no les quite las ganas de volver a leer un ensayo, ese texto existe y además es barato. Se trata de ‘Mr. Smith y el paraíso. La invención del bienestar’ (Ed. Acantilado).

Su autor, Georg von Wallwitz, es un gestor de fondos de inversión que publicó en la misma editorial ‘Ulises y la comadreja. Una simpática introducción a los mercados financieros’. Ahora se entromete en eso que los expertos llaman Economía, y lo hace en 236 páginas magníficamente escritas, plenas de erudición histórica, de ejemplos literarios bien traídos, de rigor e ironía.

A Von Wallwitz no se le ha ocurrido otra cosa que sostener con la habilidad de un guionista de cine que la ‘ciencia lúgubre’ fue hija del puro azar, la consecuencia inesperada de una paliza que le propinaron a Voltaire por orden de un noble cabreado.

El aristócrata contrató a un grupo de matones para que dieran un tratamiento especial al pensador francés porque le había molestado la manera mordaz con que este respondió a una pregunta suya. En descargo de Voltaire hay que decir que la pregunta (¿cuál era su nombre auténtico?) aludía sibilinamente a la condición plebeya del pensador (el apellido original de Voltaire era Arouet).

Pero al escritor, que además de brillante era mal encajador, la contestación que dio («Lo que importa es el honor») le salió cara. No sólo lo molieron a palos de forma ignominiosa (el noble interpelado presenció el apaleamiento desde un carruaje, pidiendo que no golpearan a la víctima en la cabeza). Para mayor humillación, ningún aristócrata, ni siquiera los que recibían a Voltaire en sus salones, movió un dedo por él.

La élite del Antiguo Régimen dejó claro cuál era el lugar que se le reservaba en aquella sociedad estratificada, el de los advenedizos, y esa constatación le encrespó de tal manera que ardió en deseos de batirse en duelo con su agresor.

Fue un craso error, porque por culpa de esa idea volvió a dar con sus huesos en prisión. Ya lo habían encerrado una vez por algo que escribió, pero como en esta ocasión se trataba de su orgullo sólo permaneció recluido unas semanas.

Voltaire buscó mejor suerte en cuanto pudo, exiliándose a Inglaterra en 1726. Por desgracia, si creía que la mudanza iba a cambiar las cosas, se equivocó. El banco inglés en el que guardaba unas órdenes de pago para canjearlas por dinero quebró y le dejó sin medios de subsistencia (todo era así de simple en aquella época). Durante una temporada vivió a expensas de un negociante local y, según relata Von Wallwitz, la experiencia lo transformó.

Voltaire, el ilustrado, tuvo una visión. Una visión laica y racional, por supuesto. El país que lo había acogido, la Inglaterra que unas décadas antes había experimentado la Revolución Gloriosa y la entronización de un rey originario de Holanda, donde se inventaron la Bolsa y las burbujas financieras, le pareció al escritor un lugar moderno y dinámico. Bastante más moderno que Francia, el reino que se arrastraba bajo el peso de su decadencia por culpa de la Iglesia hipócrita y de la nobleza corrupta que despreciaba a los emprendedores.

Al otro lado del canal de La Mancha, por el contrario, los ingleses iban lanzados como un proyectil hacia la prosperidad gracias a protoburgueses que hacían negocios aprovechando la paz social que la tolerancia religiosa había traído consigo.

Ese espíritu inglés que tanto gustó Voltaire se había cristalizado en la Bolsa, donde actores de procedencias diversas llegaban a tratos civilizadamente a fin de acumular dinero en vez de atacarse fanáticamente, como había ocurrido antaño a causa de la religión.

En Inglaterra no bullían una, ni dos, ni tres confesiones, sino decenas de sectas, lo que obligaba a todo el mundo a andarse con tiento con las creencias de los demás (también debió de ayudar que desde el siglo XVII los grupos más extremistas se habían ido a Norteamérica, donde aún encontramos vestigios de su obstinación y estrechez de miras).

En el propicio entorno bursátil, Voltaire comprobó que uno podía forrarse demostrando su falta de escrúpulos y no le fue nada mal. A los tres años de llegar a Inglaterra volvió a cambiar de aires,  levantando suspiros de alivio a su alrededor, pero sin problemas económicos y siempre atento a las vibraciones procedentes de París.

Voltaire debía de ser un pájaro de cuidado con el dinero. A veces sus manejos le salieron mal, como cuando se metió en asuntos oscuros con la deuda de Sajonia y tuvo que marcharse de Prusia por piernas. Pero dejando esas minucias aparte, lo importante es que hizo algo crucial para la historia del pensamiento. Puso su experiencia inglesa por escrito y el resultado lo tituló ‘Cartas filosóficas’.

La importancia de esas páginas reside en que el autor agarró la idea del paraíso con el que los hombres soñaban y la desplazó bruscamente desde el ámbito espiritual en el que orbitaba desde hacía siglos al terrenal. Ese nuevo paraíso consistía poseer y acumular cosas aquí y ahora para vivir mejor. Fue así, dice Georg won Wallwitz, como nació la Economía (y como los pobres empezaron a estar moralmente mal vistos).

Llegados a ese punto, por el libro de von Wallwitz comienzan a transitar los personajes de una curiosa tragicomedia filosófica y política sobre la búsqueda del bienestar que Voltaire había redefinido en términos materiales y políticos.

Para empezar, el ensayo da un salto atrás en el tiempo, a la colonia de Jamestown, la de John Smith y Pocahontas, donde a comienzos del XVII unos colonos de Norteamérica quisieron vivir a costa de los indios y sólo salieron adelante cuando les dieron incentivos para trabajar y derecho a voto.

A continuación asoma otro Smith despistado, un escocés que salía de casa sin darse cuenta de que todavía estaba en pijama, cuyo nombre de pila era Adam. Había creado un mundo fantástico poblado por pequeños empresarios laboriosos y honrados, y no podía soportar las sociedades por acciones.

Aparece luego Rousseau, al que Voltaire no aguantaba porque no le entraba en la cabeza que alguien considerara seriamente que era malo ganar mucho dinero y pasar por encima de los demás, aunque fuese a codazos. No faltan a la cita David Ricardo y Marx, dos pensadores tal para cual, de los que lo mejor que se puede decir es que por fortuna no les hicieron caso en Estados Unidos en el siglo XIX, cuando ese recién nacido país trató de industrializarse. Tampoco los tienen en cuenta en la China actual, tan ocupada en su tortuosa transición al capitalismo. De Marx se puede afirmar también que era metódico y autoritario bastante antes que Lenin.

Merecen un aparte en el libro de Von Wallwitz el anarquista Bakunin, que acabó con varias penas de muerte encima, sin dientes y reconociendo que es inútil querer lo imposible, y también Keynes, que observó que las reacciones psicólogicas influyen en la economía más que la sensatez (conocía bien la Bolsa y tenía sentido de la historia).

El ensayo se acerca a su final con Schumpeter, uno de los miles y miles de austriacos que conocieron la Primera Guerra Mundial y las penurias posteriores (Hayek, etc.). Sólo que a él tales desgracias le afectaron menos e hizo ostentación de su riqueza entre los vieneses arruinados. En realidad era un ‘bon vivant’ ambicioso que daba clases a sus alumnos ataviado con ropa de montar y una fusta. Ello no impidió que fuese ministro de Economía en un Gobierno socialdemócrata austriaco formado tras la contienda. Mujeriego desde joven, se arruinó como banquero de inversión, aunque al principio creyó que había triunfado.

Todos esos pensadores y unos cuantos más pululan por el libro de Von Wallwitz, dando vueltas y vueltas alrededor del concepto de bienestar, que es la clave de bóveda de la democracia y el centro de los acalorados debates de la política. Von Wallwitz describe el meollo del asunto a la perfección: «El bienestar goza de una excelente salud y podemos descartar que vaya a desaparecer. Eso sí, parece que tendremos que seguir discutiendo en qué consiste».

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