historias en minúscula

Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

El Islam y Occidente lucharon durante el siglo XIX en la inmensa región africana que hoy es escenario de masacres tribales y guerras civiles

La última batalla del general Gordon,
de George W. Joy./ Dominio público

Este texto se publicó en la serie Batallitas en 2014

Gustav Klootz era originario de Berlín y simpatizaba con el socialismo. Le habían concedido la Cruz de Hierro cuando sirvió en los ulanos, los lanceros a caballo del Ejército imperial alemán. Las circunstancias que lo llevaron hasta Sudán a finales de 1883, como ordenanza del barón prusiano Gotz von Seckendorff, darían para una larga historia, pero lo cierto es que el 5 de noviembre de aquel año estaba allí, contemplando con espanto la masacre que los derviches habían perpetrado durante varios días en los bosques de Shaykan.

El espectáculo era aterrador. Miles de cadáveres -soldados egipcios a las órdenes del teniente general británico William Hicks- yacían mutilados a lo largo de tres kilómetros. Los guerreros clavaban sus lanzas en los cuerpos, algunos de los cuales todavía despedían humo por los disparos efectuados a bocajarro. Los restos humanos eran profanados según un ritual establecido y despojados de los objetos de valor. «El cielo había oscurecido rápidamente por las bandadas de buitres volando en círculos», relata Michael Asher, en su libro ‘Jartum. La última aventura imperial’ (Ed. Inédita).

Klootz no era un superviviente del ejército masacrado, sino un desertor que se había convertido al Islam y se había pasado al bando de los verdugos, el de Mohamed Ahmad, conocido como el Mahdi (enviado o mesías), un santón que se estaba apoderando de Sudán y que iba a crear un Estado islámico del tamaño de España, Francia y Alemania juntas.

El régimen del Mahdi era rigorista, aunque él llevaba una vida bastante disipada en el harén. A sus supersticiosos guerreros les ofrecía ese tipo de paraíso cuando murieran y unas migajas después del combate.

Cuando se produjo la deserción de Gustav Klootz, los derviches (término que se podría traducir por pobre, místico errante o monje) estaban expandiéndose. El converso alemán los ayudó en su avance, revelándoles las flaquezas de la tropa de Hicks, que había sido enviada por el jedive de Egipto, un títere británico, para sofocar la rebelión.

La mayor de esas flaquezas era que los soldados egipcios que debían enfrentarse a los derviches detestaban a los británicos o no querían combatir. Ahora, la mayoría estaban muertos y también Hicks, Von Seckendorff y el irlandés Edmond O’Donovan, corresponsal del ‘Daily News’, acreditado dipsómano y quien más había bramado contra el traidor Klootz.

A finales del XIX, así de mal le iban las cosas a Occidente en la inmensa región de Sudán, un vasto espacio surcado por el Nilo, donde a finales del XX buscó refugio Osama Bin Laden y que más adelante ha sido escenario de masacres tribales en los territorios del actual Sudán del sur y de una guerra en el norte.

En 1883, la situación se le había complicado al Reino Unido con la escabechina de los bosques de Shaykan. «Desde aquel día, el Mahdi se convirtió en objeto de veneración. La mismísima agua con la que hacía sus abluciones era repartida y recogida como una medicina para los males. Se pensaba que el Mahdi contaba con la ‘baraka’, la fuerza mística de la vida poseída por los hombres santos, que podía transmitirse mediante el tacto».

No mucho después, en 1885, irrumpiría en escena otro singular personaje, el general Charles George Gordon, que enardeció a la prensa londinense y a la Cámara de los Comunes por el heroísmo, mezcla de valor y exacerbada religiosidad, con que se sacrificó ante el Mahdi en la caída de Jartum. Gordon soportó la embestida de miles de derviches cuando no tenía ninguna posibilidad. Los soldados que debían socorrerlo fueron movilizados demasiado tarde. La cabeza decapitada del general acabó envuelta en una tela y fue exhibida ante el Mahdi.

Cuenta Alan Moorehead, autor de ‘El Nilo blanco’ (Alba Editorial), que el musulmán que mató a Gordon exclamó antes de abatirlo en unas escaleras del palacio de Jartum: «¡Oh, maldito seas, ha llegado tu hora!». Tras la decapitación, el cuerpo fue arrojado a un patio y alanceado por el primero que pasaba.

Según algunas versiones, la cabeza de Gordon fue ensartada en un palo y apedreada por sus enemigos. Pero el atroz final del británico no contentó al Mahdi, a quien hubiera gustado apresarlo y encerrarlo como hacía con otros europeos hasta que abjuraran del cristianismo. A pesar de todo, los musulmanes debieron de admirar al general británico. «Solían decir que, de haber sido seguidor de la verdadera fe, habría sido un hombre perfecto», escribe Moorehead.

El saqueo de Jartum fue implacable. Cuatro mil personas perdieron la vida. «Hansal, el cónsul austriaco, fue asesinado en su casa», relata Moorehead. «Muchas mujeres que se habían cortado el cabello y se habían vestido de hombre fueron capturadas, desnudadas y violadas. Flagelaron a mercaderes y propietarios de casas hasta que confesaron el escondite de sus joyas y, en muchos casos, los criados salvaron la vida traicionando a sus señores». El Mahdi se reservó «a las niñas más jóvenes y bonitas, de cinco años en adelante». Acto seguido les tocó elegir a sus tres califas y los emires.

El imperio británico tardó trece años en regresar al territorio perdido. Una expedición angloegipcia comandada por el general Horatio Kitchener, en la que participó Winston Churchill, puso fin a la aventura islamista de Sudán en otoño de 1898, cuando el Mahdi había muerto y estaba enterrado en Omdurman. Allí tuvo lugar la batalla final, tal y como Alá ordenó a las fuerzas musulmanas. El general Kitchener presenció el combate montado en su caballo, junto a sus jefes y oficiales, bajo la bandera del ejército egipcio.

El califa Abdulah, que entonces lideraba a los musulmanes, huyó en un burro, y treinta mil guerreros se marcharon con él. También se llevó consigo a una de sus mujeres, una monja griega que debía servirle de rehén. Los británicos lo persiguieron, pero no pudieron capturarlo.

La tumba del Mahdi, sobre la que se había construido una gran cúpula, y que atraía peregrinos de Asia central, fue profanada por los vencedores occidentales. A los restos del  Madhi les separaron la cabeza, como a Gordon, y Horatio Kitchener se la quedó como recuerdo de guerra. Se dice que quería usar el cráneo como tintero o un cuenco para beber. Pensó incluso en enviarlo a Londres como una rareza, pero la opinión pública británica no lo aprobó. A la reina Victoria le parecía que las noticias de Omdurman tenían «demasiado regusto medieval».

El cráneo del Mahdi fue depositado una noche en el cementerio de Wadi Halfa, en el Sudán del norte, junto al lago Nubia. Tan lejos lo llevó la ‘baraka’, la buena suerte a la que había contribuido la traición de Gustav Klootz.

Posted in

Deja un comentario