
Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013.
Florence Nightingale creó la enfermería moderna en la guerra de Crimea (1853-1856), pero los compatriotas británicos que lucharon allí preferían el cariño y los remedios de la criolla ‘Mammy’ Seacole
Florence y Mary. La primera, blanca y de la alta sociedad. La segunda, una oronda mulata de Jamaica. Ambas encarnan dos tipos de heroína al lado de los héroes masculinos de la Brigada Ligera, un puñado de soldados cuya carga legendaria en Balaclava, el valle de la muerte, fue una insensatez provocada por la incompetencia militar.
Comencemos con Florence Nightingale, nacida en Florencia (de ahí su nombre), una mujer de familia acomodada, peculiar en su tiempo, que fue educada por institutrices y estudió en Cambridge, recibiendo una formación académica propia de hombres.
A los 24 años se empeñó en ser enfermera contra los deseos de su padre. Ese oficio parecía destinado entonces a mujeres de baja extracción social y reputación discutible -los cirujanos militares creían que la mayoría de las enfermeras eran alcohólicas casquivanas-. Sin embargo, Florence no dio su brazo a torcer. Viajó por Europa y conoció hospitales en Francia y Alemania, experiencias que reforzaron su determinación.
Cuando estalló la guerra de Crimea, Florence realizaba tareas administrativas en un hospital londinense para mujeres. La prensa local denunció que los soldados heridos estaban desatendidos y ella utilizó sus influencias para llevar a orillas del Mar Negro a un destacamento sanitario femenino supervisado por su Gobierno y financiado por los lectores del ‘Times’.
A fin de acallar a las autoridades militares, escogió sobre todo monjas, aunque al principio no le sirvió de nada. Cuando las recién llegadas aparecieron en el hospital de Scutari, en Crimea, los médicos del Ejército no quisieron que intervinieran, de modo que la Brigada Ligera, que para entonces ya había sido diezmada en Balaclava, recibió auxilios de ordenanzas masculinos.
Sin embargo, las bajas y las atroces mutilaciones de la posteror batalla de Inkerman desbordaron a los cirujanos, a quienes no les quedó más remedio que aceptar el concurso de Nightingale y sus enfermeras (38 en total), hasta entonces inactivas. Con los donativos recogidos por el ‘Times’, lo primero que hicieron fue comprar jabones y cepillos para acabar con la suciedad y el caos, montar una lavandería y poner batas a los heridos, que se habían estado cubriendo con mantas acartonadas por la sangre coagulada.
Florence vigiló el consumo de alcohol de sus subordinadas y les ordenó retirarse por la noche porque unas cuantas bebían mucho o se arrimaban a los soldados. A algunas las tuvo que mandar de vuelta a casa.
Terry Brighton cuenta esta historia en su libro ‘El valle de la muerte’ (Edhasa), un minucioso trabajo sobre la carga de la Brigada Ligera que desmitifica a Florence Nightingale, aunque sin restar valor a su decisiva contribución a la enfermería. «Los soldados la adoraban, no porque los estuviese salvando, sino porque estaba allí. Lo más que ella les permitía era que la vieran», escribe Brighton.
El autor desmiente la eficiencia de los métodos de Nightingale. La mortalidad de Scutari, medida por ella misma, no hizo más que aumentar y fue la más alta de todos los hospitales militares. Cuanto más énfasis ponía en la limpieza, más soldados morían; pero no por las heridas del combate, sino a causa del tifus.
El problema comenzó a resolverse cuando se limpiaron las cloacas sobre las que se levantaba el hospital. Un biógrafo de Nightingale, Hugh Small, sugiere que sufrió un ‘shock’ cuando comprendió lo ocurrido. A su regreso a Londres, con nombre ficticio, eludió a la prensa, aunque su altruismo y su prestigio siempre perduraron en la opinión pública. En adelante, los utilizó en provecho de su profesión, escribiendo libros y creando una escuela de enfermeras.
Mary Seacole -Mary Jane Grant antes de casarse- era una mujer radicalmente distinta. Sus padres fueron un oficial escocés y una jamaicana que administraba una posada y que conocía el poder medicinal de las plantas. Aventurera desde su juventud y también comerciante, Mary contrajo nupcias con un ahijado del almirante Nelson, pero enviudó a los ocho años sin haber tenido hijos.
Como su madre, también trabajó de posadera -en lugares muy duros, infestados de enfermedades- y aprendió igual que ella a usar remedios naturales. Con ellos se enfrentó a una epidemia de cólera en Panamá y curó a los soldados británicos acantonados en Kingston (Jamaica) que habían contraído la fiebre amarilla.
Cuando supo que en Londres estaban reclutando mujeres para ir a Crimea no se lo pensó. Había cumplido 49 años y tenía cartas de recomendación de militares de Jamaica. Llegó a Inglaterra con un vestido vistoso y un sombrero. Sin embargo, el Departamento de Guerra, primero, y una ayudante de Florence Nightingale, después, rechazaron sus credenciales; en el segundo caso, tras una fría entrevista.
Herida su orgullo, consciente de que la habían discriminado, se plantó en Crimea pagándose el viaje y acudió al hospital de Scutari, donde Florence Nightingale le dijo que no tenía espacio para más gente, salvo un hueco en la lavandería. Pero ella no estaba dispuesta a rendirse y se instaló por su cuenta mucho más cerca del frente.
Mary eligió un lugar llamado Spring Hill, próximo al acuartelamiento de la caballería, muy a mano para los soldados, y construyó el ‘British Hotel’ de su propio bolsillo. Era un conjunto de cabañas levantado con la madera de barcos hundidos que hacía las veces de cantina, almacén y enfermería.
A Mary los soldados la apodaron ‘Mammy’. Les vendía comida, artículos de coser, infusiones y hierbas contra el cólera, la disentería y las diarreas. La recaudación la dedicaba a atender a enfermos y a pagar las medicinas que entregaba gratuitamente a los que estaban sin blanca.
«¿Quién es este nuevo hijo mío?», decía ‘Mammy’ cuando veía a un hombre herido o agotado.
William Russell, corresponsal del ‘Times’, se fijó en aquella singular mujer, tildada por los médicos de curandera, aunque él se refirió a ella como doctora. «La tropa, que acudía en gran número a su hotel, tenía fe en su competencia en el arte de curar, que ella justificaba resolviendo casos tenaces de diarrea, disentería y otras enfermedades del campamento». Una de las imágenes que les quedó grabada a los veteranos de Crimea fue la del soldado que agoniza con la cabeza recostada sobre el voluminoso regazo de ‘Mammy’.
Realmente, Mary Seacole tenía bastante peso, aunque ello no le impidió exponerse a las baterías rusas para asistir a los heridos. «¡Agáchese, ‘Mammy’, agáchese!», gritaron en una ocasión los soldados bajo el fuego de artillería. Ella se arrojó al suelo de bruces y al rato, cuando el peligro había pasado, bromeó con los hombres rudos que la rodeaban sobre lo difícil que resultaba ponerse en pie siendo tan gorda.
Aquella generosa mujer se arruinó cuidando a los muchachos enviados a la muerte Crimea. El ‘British Hotel’ se quedó sin clientela cuando la guerra terminó en 1856. En cuanto puso el pie en Inglaterra, la esperaban los acreedores. Sin embargo, una carta publicada en el ‘Times’ publicó su caso. preguntándose por qué «los humildes actos de la señora Seacole» estaban siendo eclipsados por «las benevolentes hazañas» de Florence Nightingale.
El recordatorio dio resultado. Nueve bandas militares participaron en un festival en honor de ‘Mammy’ celebrado en Londres, al que asistieron decenas de miles de personas y en el que ella fue llevada a hombros por los soldados. Su autobiografía, ‘Las maravillosas aventuras de la señora Seacole en tierras diversas’, fue un éxito editorial.
Mary Seacole murió en 1881, con 76 años, y fue enterrada en la sección católica de un cementerio londinense. William Russell dijo de ella: «Creo que Inglaterra no olvidará a alguien que cuidó de sus enfermos, que fue en busca de sus heridos para ayudarlos y socorrerlos y que administró los últimos sacramentos a algunos de sus insignes muertos».
Con el transcurso de los años, la bondad de Mary Seacole fue perdiéndose en el recuerdo. La Asociación de Enfermeras de Jamaica se acordó de ella en 1973 y restauró su tumba. Pero en su momento, los supervivientes de Crimea no la olvidaron. «Era una mujer maravillosa -aseguró el oficial Frederick Vieth-. Todos los hombres tenían una fe ciega en ella y en caso de cualquier enfermedad buscaban su consejo y utilizaban sus remedios a base de hierbas, prefiriéndolo a presentarse ante sus propios médicos».
En el monumento de la Guerra de Crimea en Londres solo se erigió una estatua de Florence Nightingale.

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