
Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2014.
En 2014, Vladimir Putin se apoderó de la península de Crimea que la emperatriz Catalina la Grande había conquistado en el siglo XVIII y que Nikita Jrushchov incorporó a la república soviética de Ucrania en 1954. Un siglo antes se produjo allí uno de los más heroicos y estúpidos hechos de armas que los tiempos hayan conocido: la carga de la Brigada Ligera
El 25 de octubre de 1854, un grupo de oficiales representó una tragicomedia en Balaclava, Crimea, cerca de Sebastopol, el puerto asediado por una coalición formada por Gran Bretaña, Turquía y Francia contra Rusia.
«¿Atacar, capitán? ¿Atacar qué? ¿Qué cañones, capitán?», preguntó el conde de Lucan, jefe de la división de caballería británica.
El capitán Nolan apuntó de forma imprecisa y descuidada a las posiciones rusas situadas al fondo del valle norte. «¡Allí, señor, está vuestro enemigo! ¡Allí están vuestros cañones!».
Pero hacia dónde había que cabalgar con exactitud, eso nadie lo tenía claro.
Y así las cosas, James Thomas Brudenell, conde de Cardigan, jefe de la Brigada Ligera, sólo alcanzó a decir, lúgubremente, antes de lanzarse con sus hombres contra un objetivo indefinido: «¡Aquí va el último de los Brudenell!».
La guerra de Crimea (1853-1856) condujo a cerca de setecientos jinetes británicos a la gloria, magnificada por el famoso poema de Alfred Tennyson ‘La carga de la Brigada Ligera’, aunque esa gesta que protagonizaron en el llamado ‘Valle de la muerte’ fue realmente el resultado del mal entendimiento y la negligencia de sus mandos.
El escritor y militar Bryan Perret incluye esa acción entre las once victorias imposibles del libro ‘Cueste lo que cueste’ (Salvat Editores), pero ofrece un retrato inmisericorde de quien la encabezó, el conde de Cardigan, a quien describe como «un absoluto imbécil arrogante y violento de la peor especie», cuyo único mérito es haber dado su nombre al tipo de jersey que acostumbraba a vestir.
Sus subordinados salen mejor parados. «Ayudados por la disciplina y el orgullo que sentían por sus regimientos, se tragaron el miedo lo mejor que pudieron», escribe Bryan Perret.
En Crimea, la historia adopta formas caprichosas dependiendo de la época. En el XIX fue el escenario que escogieron el Imperio turco, Gran Bretaña y Francia para impedir que el zar Nicolás I amenazara el Mediterráneo con sus barcos desde el Mar Negro.
«¡La Brigada avanzará… Primer escuadrón del 17º de Lanceros en cabeza!», ordenó el conde de Cardigan en el ‘Valle de la muerte’. Eran las 11.10 horas.
La caballería se había organizado en tres líneas. Delante se situaron el 13º de Dragones Ligeros y el 17º de Lanceros. Detrás, el 11º y el 8º de Húsares y por último, el 8º y el 4º de Dragones Ligeros. Sumaban 678 combatientes (otros dicen que 666) y un perro terrier llamado ‘Jemmy’; era la mascota del 8º de Húsares y corría siempre detrás de sus dueños.
El primero en caer fue el capitán Nolan, alcanzado por un proyectil ruso. Los caballos pasaron sobre su cadáver y se escuchó: «¡Desenvainen… sables!».
La artillería rusa disparó de frente y a ambos lados. Una lluvia de metralla y sangrientos despojos de monturas y hombres británicos comenzó a caer sobre los jinetes que aún vivían. «¡Cerrar filas, cerrar filas hacia el centro!».
Un oficial francés no salía de su asombro. «Por Dios bendito, ¿qué hacen? Soy viejo, he visto muchas batallas, ¡pero esto es demasiado!». El general Bosquet zanjó: «Es magnífico, pero esto no es la guerra».
Cuando la Brigada Ligera llegó a la barrera formada por la infantería enemiga, los caballos se lanzaron de forma espontánea a galope tendido. El sargento Talbot cabalgaba sin cabeza, lanza en ristre, sujetando las riendas.
El origen de la guerra de Crimea fue tan surrealista y majadero como la suerte de los valerosos británicos que acabaron envueltos en ella: dos reyertas en la basilica de la Natividad de Belén entre monjes católicos y ortodoxos: la primera en 1847, a puñetazo limpio y a golpes de candelabro, y la segunda en 1852, con un balance de varios muertos entre los religiosos ortodoxos.
El zar Nicolás usó los incidentes como excusa para erigirse en protector de los millones de fieles ortodoxos del Imperio turco, pero el sultán rechazó sus exigencias. La negativa ofreció a Rusia un pretexto para atacar posesiones otomanas en el continente europeo y amenazar Constantinopla. Entonces Gran Bretaña y Francia se aliaron con el sultán para detener al zar.
«Impulsados por la sed de sangre y venganza -relata Bryan Perret-, el 17º de Lanceros y el 13º de Dragones Ligeros abatieron a la mayoría de los artilleros que ocupaban la batería, luego cargaron contra la desmoralizada caballería rusa que se encontraba detrás (…) No había señales de Cardigan, aunque le habían visto cabalgar hacia la batería».
Cuenta Perret que los cosacos llegaron a rodear al conde, pero se salvó porque un príncipe ruso que lo había conocido en Londres había ofrecido una suma a quien lo atrapara con vida. Los cosacos sólo lo hirieron levemente y Cardigan logró huir, dejando a sus hombres a merced del enemigo.
Cuando todo terminó, sólo pasaron lista 195 soldados de los 678 que atacaron (cálculos posteriores reducen notablemente el número de bajas, y uno de ellos las deja en 110 muertos, 129 heridos y 32 prisioneros). Quinientos caballos murieron o fueron sacrificados y hasta el terrier ‘Jemmy’ había recibido restos de metralla.
El conde de Cardigan reapareció para saludar a los supervivientes: «¡Soldados fue una jugarreta irreflexiva, pero no tuve yo la culpa!».
Una forma surrealista de pasar a la posteridad.

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