
Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2014
La debacle de la Armada Invencible en 1588 condenó a miles de españoles a sufrir una pesadilla de naufragios, pillajes y matanzas en las costas de Escocia y el oeste de Irlanda
A finales de 1588, un centenar de soldados de la derrotada Armada Invencible fueron reclutados a la fuerza por Lachlan MacLean, el caudillo de Mull, una isla situada en la costa noroccidental de Escocia.
Mclean les dejó reunir provisiones pero a condición de que combatieran a su lado contra el clan de los MacDonald de Clanranald, en las islas de Rum y Eigg, y contra el de los McLean de Ardamurchan, que controlaba las islas de Canna y Muck.
¿Quiénes eran y qué hacían aquellos españoles en Mull?
La respuesta es, la verdad sea dicha, un poco larga, pero al mismo tiempo fascinante y estremecedora. Viajaban a bordo del barco ‘San Juan de Sicilia’ y habían llegado a Escocia en el agónico deambular de la Armada Invencible que siguió al desastre de Gravelinas, la batalla que selló el fracaso de la invasión de Inglaterra proyectada por Felipe II.
Dirigidos hasta entonces por el duque de Medina Sidonia, decenas de galeones, urcas y carracas españolas salieron del Canal de la Mancha hacia el Mar del Norte e intentaron bordear Escocia y la costa occidental de Irlanda sin cartas de navegación.
En esa incierta travesía perecieron 5.250 individuos, la mayor parte, ahogados o diezmados por las enfermedades (3.750), y el resto, asesinados por las poblaciones costeras o ejecutados por tropas inglesas y por los irlandeses afectos al virrey (1.500).
Tales estimaciones aparecen en el libro ‘La Armada Invencible’, de Robert Hutchinson, quien calcula que se perdieron, al menos, medio centenar de barcos (una veintena en Irlanda) y que no regresó la mitad de los hombres, aunque aquí no se incluye a los galeotes, ya que esas víctimas no contaban en aquella época.
La ‘San Juan de Sicilia’, de 800 toneladas, mencionada al principio, fue una de las naves que logró mantenerse a flote, pero tuvo que recalar al noreste de la isla de Mull para reparar el casco. Su capitán, Diego Enríquez Téllez, se vio obligado a ceder un centenar de soldados al jefe Lachlan McLean para luchar contra otros clanes escoceses, y un retén de cincuenta españoles hubo de permanecer en Mull durante un año hasta que los dejaron marchar.
Los demás hombres de la ‘San Juan de Sicilia’ abandonaron Escocia antes, pero no en su barco. Una gran explosión lo hundió a medio kilómetro de la costa en un acto de sabotaje perpetrado por un comerciante que suministraba comida a los españoles e informaba al espionaje inglés. Prendió la pólvora puesta a secar en la cubierta de la nave y huyó a tierra antes de que el casco saltara en mil pedazos.
Restos de la ‘San Juan de Sicilia’ reposan hoy diseminados a veinte metros de profundidad. En el siglo XVIII fue izado uno de los cañones, una pieza francesa procedente de la batalla de San Quintín que se exhibe en el castillo de Inverary. En 1906 se recuperó una pequeña fuente de plata.

Luchar en guerras de clanes no fue lo peor que les ocurrió a los pobres expedicionarios de la Armada Invencible. Cincuenta hombres del barco ‘El Gran Grifón’ fallecieron en la isla escocesa de Fair, entre las Orcadas y las Shetland, y fueron enterrados en un lugar todavía conocido como ‘Spainnarts graves’ o tumbas de los españoles.
La costa oeste de Irlanda fue escenario en mayor grado de hundimientos y matanzas. Los hombres de la ‘Trinidad Valencera’, una nave de 1.100 toneladas que encalló en la bahía de Kinnagoe, en Donegal, cayeron en manos de los mercenarios locales de John Kelly y una parte de ellos fue asesinada por arcabuceros.
Antes de disparar obligaron a las víctimas a sentarse desnudas sobre la hierba y a las que intentaban huir las atravesaban con lanzas. Fueron respetados 47 oficiales porque eran útiles para reclamar un rescate, pero sólo dos resistieron con vida el traslado posterior a Drogheda.
Algunos heridos lograron ponerse a salvo con la ayuda del caudillo católico Sorley Boy MacDonnell, que ignoró las órdenes estrictas de no auxiliar a los extranjeros. A la reina protestante Isabel I le inquietaba la posibilidad de que naves de una depauperada flota enemiga erraran sin control por las costas irlandesas y provocaran otra rebelión católica en Irlanda.
Robert Hutchinson cree que la historia ha juzgado con demasiada dureza el trato dispensado por los jefes irlandeses a los náufragos españoles. Algunos, dice, «arriesgaron la vida y las propiedades para proteger a los supervivientes españoles de la venganza inglesa».
La audacia de Sorley Boy MaDonnell lo demuestra, pero la memoria retiene con más fuerza al ‘gallowglass’ Melaghlin M’Cabb, un enorme mercenario escocés al servicio de clanes irlandeses que «descuartizó a ochenta hombres indefensos con su hacha de combate». Es probable, en todo caso, que esa masacre de españoles se haya exagerado o que no sea cierta.
El desastroso final de la Armada Invencible sembró la desolación en los puertos del Cantábrico. Al nuncio del Papa, Annibale de Grassi, le explicaron que el luto que veía por todas partes era por los muertos de la flota. «Nunca se ha visto, en ningún lugar, lamento similar al que hay en Vizcaya y Asturias», afirma un testimonio de la época.
La frustrada invasión de Inglaterra se cobró las vidas de 502 guipuzcoanos, de los cuales 128 eran de San Sebastián. La mayoría de las bajas no se produjeron en enfrentamientos, sino por enfermedades contraídas en Lisboa antes de zarpar.
Irlanda se convertiría después en una tumba para las escuadras guipuzcoana y vizcaína. El sheriff Boetius Clancy ahorcó a sesenta supervivientes del barco guipuzcoano ‘San Esteban’, que encalló en la playa de Doombeg. Los cadáveres fueron arrojados a una fosa en Killilagh. El lugar de las ejecuciones -colgaron también a cuatro tripulantes de la nave ‘San Marcos’- fue bautizado como Cnoc na Crocaire (Colina de la Horca, en gaélico).
Dos días después, la nao almiranta de Vizcaya, el ‘Gran Grin’, chocó contra las rocas en la isla de Clare, en el condado irlandés de Mayo, y del centenar de hombres que sobrevivieron, 64 murieron a manos del jefe Dawdarra Roe O’Malley, que los sorprendió cuando intentaban apoderarse de unos botes para escapar. Otra nave vizcaína, la ‘Concepción’, embarrancó en la bahía de Ard, al oeste de Galway, atraída por las hogueras encendidas por piratas de la costa.
Pero la tragedia más estremecedora se produjo en la playa de Streedagh, en la bahía de Sligo. Allí se ahogaron más de un millar de españoles de los barcos ‘Juliana’, ‘Santa María de Visón’ y ‘Lavia’, todos de la escuadra de Levante. Cientos de cuerpos flotaron en el mar y trescientos prisioneros fueron ahorcados.
Un testigo de la matanza, Pedro de Cuéllar, logró esconderse durante la noche y al amanecer vio los cadàveres de una docena de compatriotas colgados de unas rejas entre las ruinas de un monasterio. En la playa, seiscientos cuerpos servían de alimento a cuervos y lobos.

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