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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Un neurólogo enloqueció al escuchar por primera vez la grabación de un fonógrafo en 1878. /Licencia de Documentación Libre de GNU

Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2011

Ninguna sociedad por civilizada que sea, ningún periodo histórico ni área de la ciencia y el pensamiento escapan a los estragos causados por la torpeza de juicio. Un neurólogo enloquece ante un fonógrafo en el siglo XIX, unos artilleros disparan a los aviones de su bando en el XX, unos economistas se niegan a reconocer una crisis en el XXI… Nada detiene a los estúpidos por brillantes que sean

«Entre las dos guerras (mundiales) en Europa central existió un insulto favorito, que adoptaba la forma de una pregunta. Solía preguntarse: Dígame… ¿Duele ser estúpido?».

Paul Tabori, periodista y escritor de origen húngaro, aludió a ese chiste para advertir de que si la ausencia de buen juicio fuese como un dolor de muelas, «ya se habría buscado hace mucho la solución al problema».

Por desgracia, no es así. «Y esta es la tragedia del mundo», se lamentó Tabori en su ‘Historia de la estupidez humana’ (1964).

Medio siglo después de la aparición de su ensayo, los episodios que relata, desnudando la estupidez en todas sus facetas y épocas históricas, resultan inquietantemente actuales y confirman que ningún área del saber -ciencia, economía, pensamiento- se libra de los desastres provocados por gente que a primera vista parecía inteligente, sensata y capaz.

En 1878, el neurólogo Jean Bouillaud, conocido por sus investigaciones sobre la relación entre las regiones del cerebro y las funciones del cuerpo, se lanzó al cuello del físico Du Moncel cuando éste hizo una demostración del fonógrafo, recién inventado por Edison. «¡Sinvergüenza!», bramó Bouillaud. «¡Cómo se atreve a intentar engañarnos con esos ridículos trucos de ventrílocuo!».

Un testigo del altercado, ocurrido en la Academia de Ciencias de Francia, aseguró que Bouillaud, que entonces tenía 81 años, murió obsesionado con que el fonógrafo era una farsa. Parece increíble, ¿no?

Si alguna lección se extrae de esa anécdota es que el empecinamiento en algo, más allá de toda evidencia y del sentido común, ignorando las causas y el contexto de las cosas, puede tener efectos devastadores en las personas más brillantes, pero lamentablemente también sobre los demás.

Pensemos, por citar un ejemplo, en la burbuja inmobiliaria de 1998-2008, que hundió la economía española y arruinó a millones de     ciudadanos. Se originó a partir de una premisa empíricamente falsa, que los precios de la vivienda nunca caerían. Mencionar la posibilidad de que se hundieran, tan cierta ayer como lo es hoy y lo será mañana, desencadenaba en cargos públicos, promotores, constructores, inversores, economistas, ejecutivos de banca y periodistas, una reacción similar a la del neurólogo francés ante el fonógrafo.

La personalidad obtusa asoma en todas las culturas y sociedades, incluidas las más pragmáticas y escépticas, como la británica. Durante la Segunda Guerra Mundial, los londinenses pensaban que los terribles bombardeos que sufrían eran ejecutados con gran precisión, aunque los aviadores alemanes rara vez acertaban en el objetivo previsto por más que se lo propusieran, ni siquiera cuando volaban más bajo y se exponían a las baterías antiaéreas.

Paul Fussell, autor de ‘Tiempos de guerra’, recuerda que, en septiembre de 1940, cuando el palacio de Buckingham fue destruido por las bombas nazis, un policía estaba tan convencido de la pericia de los aviadores enemigos que le dijo a la reina al examinar los daños: «Un magnífico bombardeo, si me permite decirlo así».

Junto al heroísmo, entre los habitantes de Londres abundó la torpeza de juicio, que es como la Real Academia de la Lengua Española define la estupidez. Hasta los bombarderos aliados que se dirigían al continente dejaron de sobrevolar la ciudad para no ser abatidos por su propia defensa antiaérea. Un piloto canadiense explicó por qué: «Los artilleros del Ejército siempre descargaban su miedo con nosotros, a pesar de que volábamos de norte a sur y de que éramos ochocientos. Difícilmente podíamos ser alemanes, hasta para la mente menos imaginativa y, sin embargo, abrían fuego».

¿Qué persigue esta disgresión histórica que usted está leyendo? Posiblemente nada. Pero si tras la lectura de la prensa digital alguien se pregunta qué está pasando en el mundo, que se indigne y lo denuncie, por supuesto, pero que no se extrañe. A ellos, a los estúpidos, sigue sin dolerles nada.

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