
Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013
El rey Fernando de Aragón perdonó al hombre que le atacó con una espada y estuvo a punto de matarle en Barcelona en 1492, poco después de la conquista de Granada y del descubrimiento de Ámerica, pero el Consejo del monarca ignoró su clemencia y reservó al reo la ejecución más atroz, relatada por el archivero real barcelonés
El Espíritu Santo había prometido a Juan Canyamás que si acababa con Fernando de Aragón, la corona sería para él. Bueno, eso fue lo que dijo mientras lo torturaban; que por esa razón había asestado un mandoble al monarca en la parte posterior del cuello con una espada ancha, corta y afilada.
La herida no fue mortal por poco y tenía dos trayectorias: una hacia la cabeza y otra hacia la oreja.
«No le matéis», ordenó el rey, ensangrentado, cuando su séquito se abalanzó sobre el agresor y lo dejó malherido.
Isabel de Castilla se desmayó al recibir la noticia. «¿Dónde está mi rey y señor? ¿Es muerto o vivo? Seguidme, mis doncellas, y tenedme por las axilas que a pie quiero ir al palacio».
El intento de regicidio tuvo lugar en Barcelona el 7 de diciembre de 1492. La situación política -la local y la exterior- tenía a la Corte con los nervios a flor de piel. Conquistada Granada oficialmente a comienzos de año, aún no se habían cumplido dos meses del descubrimiento de América y las naves de Colón ni siquiera habían emprendido el viaje de regreso.
Si Canyamàs hubiera logrado su propósito -fue reducido cuando se disponía a dar el segundo mandoble-, el navegante genovés se habría encontrado a la vuelta con una Isabel viuda y a saber de qué humor. Pero el episodio se zanjó con siete puntos de sutura, los que su marido recibió en el cuello tras las deliberaciones de los físicos y cirujanos locales.
Los hechos, las frases y, sobre todo, los detalles de aquella aciaga historia fueron consignados por Miquel Carbonell, que entonces era archivero real de Barcelona. No presenció el crimen, pero se encontraba trabajando en un lugar que daba a la plaza donde se produjo el atentado y escuchó el griterío.
Carbonell envió una carta a un amigo en la que relató lo que había pasado. Lo hizo con tosquedad, pero con profusión de datos, describiendo la conmoción de los barceloneses, que daban pábulo a todo tipo de teorías y conspiraciones.
El archivero incluyó ese documento en sus ‘Chròniques dEspanya’, escritas en catalán, y los historiadores Martín de Riquer y Borja de Riquer lo han añadido ahora a una compilación de textos de diferentes épocas que lleva por título ‘Reportajes de la Historia’ y se ha publicado en dos volúmenes (Acantilado).
Cuenta Carbonell que el frustrado asesino se había criado en Francia y que lo habían desterrado allí tras una rebelión de payeses opuestos a las servidumbres y a los abusos de la nobleza (los remensas). El propio monarca había intentado dar carpetazo a aquella querella en 1486, redimiendo a los campesinos de la mayoría de sus obligaciones mediante el pago de una indemnización a los señores.
Se ha mencionado ese conflicto como un posible móvil, entre otros, del atentado de Barcelona, pero las autoridades concluyeron oficialmente que Canyamàs estaba chiflado, pues repetía a sus verdugos que era depositario un mensaje divino.
De todos modos, el archivero advirtió en su carta de que las personas que habían alojado a Juan Canyamàs antes de que atacara al rey no vieron nada raro en él y que «hablaba con buen entendimiento».
Cuerdo o no, el payés decidió matar a Fernando en el Palacio Mayor. Escogió un viernes, el día de la semana que el monarca dedicaba a escuchar las súplicas y lamentaciones de los pobres. Para esconderse eligió una iglesia contigua, de donde salió a las doce del mediodía aprovechando que su víctima hacía acto de presencia en las escaleras de palacio.
Relata Carbonell: «Y cuando el rey hubo descendido el segundo peldaño y él, como traidor, andaba detrás, saca la espada desnuda que tenía dentro de la capa y da con ella un golpe entre el cuello y la cabeza al rey, que si no hubiese sido milagro de nuestro Señor y custodia de la Virgen María (el rey aquel día de viernes ayunaba) le hubiera separado la cabeza de las espaldas en un tris».
Fernando volvió a nacer porque en aquel fatídico instante realizó un movimiento descendente en las escaleras que amortiguó el impacto. Además, a Canyamàs le temblaba el brazo. Lo redujeron cuando intentaba rectificar su flojera con un nuevo y más certero intento. «Le dieron tres puñaladas y lo hubieran muerto y dado cuenta de él allí si no hubiera sido por la misericordia del rey que dijo en su castellano: ‘No le matéis’».
Fernando se llevó la mano al cuello y comprobó que manaba sangre de su herida. La cubrió con una prenda que llevaba encima y caminó a palacio, donde le dieron a beber un vino fuerte que le hizo musitar: «Se me va el corazón; tenedme fuerte». Los presentes prorrumpieron en llantos y gritos, pero el rey se reanimó y dijo que no temieran por su vida, un pronóstico confirmado por los cirujanos, que entre curar el corte con «aguas fuertes» o con puntos de sutura escogieron lo segundo. Todos reconocieron que se salvó de chiripa, ya que la espada no tocó «la vena vital» por milímetros. Si lo hubiese hecho, «nuestro señor, allí en el acto, habría caído muerto».
La reina Isabel irrumpió en palacio desencajada, en compañía de sus doncellas y seguida por una multitud. Pero su semblante se transformó cuando le informaron de que Fernando se restablecería. «Parecía resucitada de casi muerta que estaba (…) Era tanta la gente que corría y venía al palacio, que yo creo que ni en Roma, cuando muere el Papa, ni en parte alguna del mundo ha habido tanto lloro, tanto tumulto y tristeza», escribió el archivero.
Juan Canyamàs, entre tanto, estaba en manos del verdugo. «Le han atormentado un poco para que dijese la verdad por si se fingía loco; y cuando le tomaban declaración unas veces decía que Dios y el Espíritu Santo se lo habían mandado hacer; y otras decía que él era el rey legítimo en lugar del rey; y que lo había hecho por el bien común y no sé que otras cosas de loco, orate e insensato».
El monarca dio por sentado que aquel hombre no estaba en sus cabales y decidió que lo mejor era perdonarlo. Sin embargo, el Consejo Real corrigió esa decisión a sus espaldas, antes de que Isabel pudiera mostrar también clemencia. Al reo se le reservó el suplicio más cruel que quepa imaginar: ser mutilado en vivo, lentamente, a la vista de la chusma, durante un macabro paseo por la ciudad de Barcelona.
Lo colocaron desnudo sobre un castillo de madera tirado por un carro. Atado a un palo, fue llevado en procesión, primero al lugar del atentado, donde le cortaron «un puño y medio brazo», y luego a otra calle, donde le arrancaron un ojo. Más allá, le sacaron el otro ojo y le seccionaron la otra mano. «Así caminando lo desmembraron quitándole ora un miembro ora otro, hasta sacarle el cerebro; y así le hicieron morir sufriendo, que era cosa de piedad. Y nunca se movió ni habló ni decía nada ni se lamentaba, como si diesen sobre una piedra; y con gran barullo de muchachos y de gente joven que le caminaban en derredor, delante y detrás».
Los despojos del payés fueron apedreados e incinerados con el castillo de madera. «Y puede decirse -concluyó el archivero- que en estos días habían ocurrido tres milagros seguidos: el uno, que no se nos muriese el rey; el otro, que el loco no hubiese sido muerto también en el acto, pues de morir ambos enseguida, la gran desventura nuestra hubiese sido no saber nunca la verdad de este caso; y el otro milagro, cómo la ciudad estaba toda conmovida y en armas a punto de alborotarse».

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