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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Busto del emperador Valente. / Wikipedia. Museos Capitolinos. Dominio público.

Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2014

La Antigüedad expiró con el fallido intento del emperador Valente de absorber a decenas de miles de godos que se agolparon en la frontera del Danubio como hacen hoy los inmigrantes en la frontera sur de Europa

Los miles de seres humanos que desaparecen casi a diario frente a las costas de la península, Canarias, Baleares e Italia son el trágico capítulo de una oleada migratoria provocada por el cambio climático y las tensiones políticas en África y Asia, que empujan a millones de refugiados a las puertas de la Unión Europea.

Algunos intelectuales y políticos han trazado paralelismos entre ese proceso y las crisis migratorias que el imperio romano sufrió en los siglos IV y V, recogidas en los manuales escolares como las invasiones bárbaras. Sin embargo, los historiadores profesionales han alertado contra ese tipo de reflexiones porque les parecen comparaciones simplistas con épocas radicalmente distintas. Otras voces responden, en cambio, que si bien la historia no se repite mecánicamente, a veces rima, en palabras de Mark Twain.

Para dilucidar dónde se oculta la razón se puede examinar un momento crucial de aquellas invasiones, el año 376, cuando los guerreros hunos arrasaron las tierras de los godos, más o menos en las actuales Ucrania y Rumanía, y los empujaron hacia el río Danubio, que entonces era la frontera del imperio romano como ahora lo es el Mediterráneo.

Frente los puestos avanzados de las legiones se agolparon decenas de miles de personas muertas de miedo porque la generación de hunos anterior a Atila había irrumpido en su territorio y no respetaba a las mujeres ni a los niños.

Los desplazados pedían permiso para cruzar el Danubio y lugares donde establecerse, una idea que no le parecía descabellada al emperador Valente, que gobernaba el imperio de Oriente, con sede en Constantinopla. Los recién llegados estaban razonablemente romanizados (muchos profesaban el cristianismo arriano y conocían el griego y el latín) y podían servir de mano de obra o como soldados.

Precisamente, Valente se encontraba en aquel momento en Antioquía (Turquía), reuniendo a sus regimientos de mercenarios godos para luchar contra los partos de Persia. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos en el Danubio decidió organizar un operativo que cualquier gobierno calificaría hoy de regularización masiva de extranjeros, pero la tentativa se frustró por la incapacidad de las legiones para controlar a la multitud que se había concentrado en la frontera y por la corrupción administrativa.

Ambos factores provocaron una rebelión de inmigrantes que, al cabo de dos años, en el 378, acabó con la masacre de las legiones en la batalla de Adrianópolis (la actual Edirne, en la Turquía europea) y con la muerte de Valente, que había tratado de negociar hasta el último momento y posiblemente fue abatido por una flecha (su cadáver jamás se encontró).

La derrota precipitó lo que después se conocería como el fin de la Antigüedad y el comienzo de la Edad Media o, en palabras del historiador del siglo XVIII Edward Gibbon, la ‘Decadencia y caída del imperio romano’, título de su monumental libro, que influyó en la forma en que se interpretaron aquellos acontecimientos hasta hace poco.

Pero los investigadores llevan años desarrollando nuevos enfoques. Un ensayo contemporáneo en particular aborda la oleada migratoria del siglo IV con un lenguaje de nuestra época y un punto de vista moderno. Se titula ‘Adrianópolis’ y fue escrito por el italiano Alessandro Barbero, profesor de Historia y novelista. Además de ser fácil de leer, ayuda a comprender los retos que las migraciones del siglo XXI plantean a la Unión Europea, lejana heredera del imperio romano.

Barbero se basa, como Gibbon, en los relatos de los historiadores del siglo IV Amiano Marcelino (latino) y Eunapio (griego), que escribieron pocos años después de lo que a todas luces fue un desastre humanitario. Pero Barbero sigue un camino distinto del que tomó Gibbon.

¿Realmente era inevitable lo que ocurrió en Adrianópolis? Los hechos pueden dar alguna pista. Al principio, los soldados romanos ayudaron a los godos a cruzar el Danubio y para ello confiscaron cualquier cosa que flotara -barcazas, pontones, hasta troncos ahuecados- a fin de que vadearan el río supuestamente desarmados.

En la otra orilla esperaban unos funcionarios que debían tomarles la filiación, pero había tanta gente que registrar y las aguas bajaban tan crecidas por las lluvias que la frontera se cerró y el trasvase de refugiados se interrumpió. Las patrullas que habían auxiliado a los primeros desplazados se dedicaron a perseguir a los que habían quedado atrás e intentaban pasar por la fuerza.

No estaba claro lo que debía hacerse con los últimos en llegar, si expulsarlos o acogerlos. Desde luego, ellos no estaban dispuestos a volver a sus tierras amenazadas por los crueles hunos, unos nómadas de  quienes se decía que eran tan salvajes que hacían incisiones en las mejillas de sus hijos para que no les creciera el vello. Casi no se bajaban del caballo y calentaban su ración de carne apretándola con el muslo contra el costado de la cabalgadura.

A pesar de lo aterrorizados que estaban los godos, los militares romanos actuaron de forma expeditiva para impedir que pasara más gente por el Danubio. Sin embargo, quienes dieron esas órdenes fueron castigados porque la consigna oficial era la integración de las tribus. Podría decirse que el emperador Valente había decidido aplicar una política de extranjería relativamente blanda y humanitaria, pero los funcionarios y el ejército no sabían cómo ponerla en práctica.

Los godos que lograron entrar pacíficamente en el imperio fueron confinados en campamentos donde se indignaron cuando el ejército romano comenzó a traficar con sus raciones de alimentos. Hartos de pasar hambre y de que nadie cumpliera las promesas que les habían hecho, se levantaron en armas y, reforzados con los inmigrantes que seguían atravesando la frontera, e incluso con algunos hunos, ocuparon Tracia (Bulgaria), la saquearon y aniquilaron a las legiones a las afueras de Adrianópolis en el 378.

Los desórdenes concluyeron cuando el emperador Teodosio, sucesor de Valente, un hispano elevado al trono en 380 y el último en gobernar las dos mitades del imperio, llegó a un pacto con el líder rebelde Fritigerno para reasentar a su gente e integrarla en la milicia romana. La solución no gustó en Constantinopla, donde surgió una facción contraria a la inmigración, pero la suerte estaba echada. La seguridad del imperio iba a quedar virtualmente en manos de extranjeros.

La cadena de desplazamientos migratorios hacia el oeste que se produjo en las décadas posteriores desembocó en el primer saqueo de Roma en el 410 por Alarico (un mercenario godo), y concluyó con la destitución de Rómulo Augusto, último emperador de Occidente, en el 476. Esa parte del imperio se fragmentó en reinos. Paradójicamente, el trono de Oriente resistió otro milenio.

Barbero sostiene que cuando estalló la crisis  en el Danubio el mundo romano no se estaba desmoronando. Los godos ejercían una fuerte presión en el este, pero los emperadores la controlaban aplicando una estrategia que generalmente daba resultados. A algunos guerreros los reclutaban para las legiones o los contrataban como mercenarios. A los prisioneros de guerra los aprovechaban como esclavos domésticos o los enviaban a trabajar a los latifundios del Estado o de los propietarios privados, y al resto de tribus las procuraban mantener en sus territorios, controladas por sus jefes, a quienes proporcionaban subsidios y grano, y de vez en cuando daban un escarmiento.

El mismo Valente había derrotado a los godos nueve años antes de que lo mataran en  Adrianópolis y había sellado un acuerdo con ellos que saltó por los aires cuando aparecieron los hunos.

Esa política obligaba a los bárbaros a depender del imperio y los hacía vulnerables económicamente. Cuando estallaba una crisis, las familias tenían que vender a sus hijos como esclavos y los precios de los sirvientes podían caer en picado. En tiempos de Valente llegaron a abaratarse tanto que cualquier romano tenía un godo que le llevaba el taburete para sentarse en la calle. Los extranjeros altos y rubios eran vistos como gente tosca y pobre. Los autóctonos, que eran bajitos y morenos, se sentían superiores.

A pesar de esa visión estereotipada, las élites romanas eran conscientes de la necesidad de aplicar una política de extranjería. Barbero relata que en el siglo IV las oficinas que se ocupaban de reubicar a la población autóctona en áreas despobladas del imperio acabaron asentando también a inmigrantes en ellas. Se les podía enviar con sus jefes a una provincia para que se gobernaran a su manera o adscribirlos como colonos a una tierra (así surgieron los siervos de la gleba de la Edad Media).

A lo largo de la historia, Roma había demostrado su capacidad para absorber a otros pueblos, normalmente a través del reclutamiento en las legiones, que eran una vía de ascenso social, y extendiendo la ciudadanía a amplias comunidades.

Ya en el siglo I antes de Cristo, un conservador como Cicerón creía que la inmigración fortalecía la República. A medida que los extranjeros se romanizaban, la población local que convivía con ellos también se transformaba. Pero esa forma de integración se vino abajo en la batalla de Adrianópolis en el 378. Es una lección que la Europa envejecida de nuestros días debería tener en cuenta al contemplar las barcazas que cruzan el Mediterráneo para llegar a Europa.

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