
Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013
Los servicios de inteligencia rara vez hacen honor a su pomposa denominación. A lo largo de los siglos han protagonizado sonados patinazos más propios de un sainete que de una novela de John Le Carré
La opinión pública se entretuvo hace años con el relato de unos políticos catalanes que contrataron a la misma agencia de detectives para espiarse unos a otros y montar escuchas ilegales en un restaurante de Barcelona. Anécdotas aún más hilarantes se produjeron durante la transición española, como la del espía que se escondió en un restaurante para grabar la conversación secreta de un ministro de Adolfo Suárez con miembros del PCE.
El hombre se había ocultado en el techo de uno de los reservados, pero la claraboya que lo sostenía no soportó su peso y se desplomó sobre los comensales con gran estrépito de cristales. «Agente del Cesid en acto de servicio», se excusó el funcionario. Antes había pegado un brinco y recuperado el aparato de escucha, que reposaba sobre la ensaladera.
El trabajo de un espía puede ser muy vulgar y exigir pocas neuronas, aunque los gobiernos lo denominen ‘servicio de inteligencia’. En el Congreso de Viena, celebrado entre 1814 y 1815 tras la derrota de Napoleón, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord se enteró de lo que tramaban las demás potencias porque sus agentes recogían las notas que otras delegaciones dejaban olvidadas. Un siglo más tarde, los británicos demostrarían haber aprendido la lección.
En el ensayo ‘París, 1919’ (Ed. Tusquets), la historiadora Margaret MacMillan relata que, cuando acabó la Primera Guerra Mundial y se negoció el Tratado de Versalles, los representantes del Reino Unido tenían órdenes de romper en pedacitos las comunicaciones. El hotel parisino donde se alojaron estuvo custodiado por Scotland Yard y las esposas de los delegados fueron acomodadas en otro lugar. El motivo, explica Margaret MacMillan, era que ellas «habían sido responsables de la filtración de secretos» en el Congreso de Viena.
La Segunda Guerra Mundial también estuvo plagada de patinazos de los servicios de espionaje, errores que hoy parecen ridículos en el contexto de una conflagración global. Un agente novato de la Francia libre estuvo a punto de morir en España por revelar su identidad e intenciones a un supuesto británico al que conoció en el tren París-Hendaya-San Sebastián-Irún Madrid, un hombre culto que hablaba inglés con acento de Oxford y que, según le explicó un empleado de los coches-cama, era el embajador de la Alemania nazi en la capital de España, el barón Von Stohrer.
Según relata Manuel Adolfo Martínez Pujalte (‘Los espías y el factor humano’), el francés locuaz era Alexandre de Marenches, que años después dirigió los servicios secretos franceses con los presidentes Pompidou y Giscard D’Estaing. Cuando llegó a Madrid en 1942 pensó que estaba perdido, pero nunca lo detuvieron sin que él acertara a explicarse por qué. Lo comprendió cuando Von Stohrer apareció entre los implicados del compló contra Hitler de 1944. Marenches cometería antes otra estupidez en España. Nada más llegar a Madrid se alojó en el hotel Florida, frecuentado por los miembros de la Gestapo.
Durante la guerra fría, los servicios de información no sabían a veces si realmente estaban metiendo la pata. Uno de esos casos, relatado por el periodista Frederick Kempe en ‘Berlín 1961’ (Ed. Galaxia Gutemberg), fue la deserción desde el otro lado del telón de acero de un extraño agente polaco apodado ‘el Francotirador’. En enero de 1961, este individuo aseguró que los rusos le habían descubierto y obligó a la CIA a montar una operación para llevarlo a Berlín oeste. A primera vista parecía valioso, porque iba a identificar a espías rusos y polacos. Alertó de una red infiltrada en el Gobierno británico y de un topo en el contraespionaje de Estados Unidos.
Desgraciadamente, en la CIA enseguida surgieron dudas sobre la veracidad de aquellas revelaciones y, en última instancia, sobre el equilibrio mental del espía. Decía ser el teniente coronel Michael Goleniewski, ex jefe del contraespionaje polaco, y no se presentó a los aliados con su esposa, como había anunciado, sino con una amante que creía que él era periodista. Abusaba del alcohol y escuchaba música con el volumen muy alto.
«Más tarde aseguraría ser el hijo del zar Nicolás II, Alexei, el único heredero superviviente de la dinastía de los Romanov, y también que Henry Kissinger era espía de la KGB», escribe Frederick Kempe. «Los más altos cargos de la CIA nunca lograrían ponerse de acuerdo sobre si era un desertor genuino o un provocador soviético».

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