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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Mapa de Ucrania. / Wikipedia. Licencia Creative Commons Genérica de Atribución/Compartir-Igual 3.0.

La Europa que hoy defiende las fronteras de Ucrania se opuso a su independencia hace un siglo, cuando los aliados rehicieron el mapa del continente en Versalles tras la Primera Guerra Mundial, iniciando un proceso que aún no ha terminado y que desmiente a quienes utilizan la historia para sus propios intereses.

«Sólo vi un ucraniano una vez. Es el último ucraniano que he visto y no estoy seguro de querer ver más». La cita es de David Lloyd George, primer ministro del Reino Unido durante las negociaciones del Tratado de Versalles en 1919. Fue su manera de resumir la cuestión ‘Qué hacer en Ucrania’, que los vencedores de la Primera Guerra Mundial formularon entonces y se volvió a suscitar  violentamente en 2014, cuando el presidente ruso Vladimir Putin se anexionó la península de Crimea e inició en el este ucraniano una guerra que se recrudeció en 2022.

La respuesta a ese conflicto tal vez se esconde en las deliberaciones de hace un siglo en Versalles, durante las cuales británicos y franceses se opusieron a la creación de un Estado ucraniano independiente, aunque, a decir verdad, tampoco sabían cómo resolver el galimatías de pueblos en busca de un estado en que se había transformado Europa central y oriental tras el derrumbe de los imperios alemán, austrohúngaro, zarista y otomano.

¿Cómo redistribuir a poblaciones heterogéneas dentro de nuevas fronteras? ¿Por etnias? ¿Por religiones? ¿Por ideologías? Y los países que se iban a crear ¿tendrían unas infraestructuras, unas instituciones y una uniformidad que los hiciera viables? Zanjar esas cuestiones parecía una misión imposible porque el final de la Primera Guerra Mundial no solo no había traído la paz, sino que había desencadenado innumerables enfrentamientos para apoderarse de territorios del este europeo que habían formado parte de los imperios desaparecidos.

Los mapas de colores que conocemos hoy los crearon precisamente en Versalles los aspirantes a constituir un país para que  Occidente identificara claramente sus exigencias territoriales. Trazaban las nuevas fronteras con arreglo al periodo histórico que más convenía a sus intereses, apelando a narraciones de difícil o nula comprobación, o abiertamente legendarias.

Esos relatos obligaban a los aliados a arbitrar en acaloradas disputas, una de las cuales concernía al futuro de Ucrania, que había estado repartida entre Austria-Hungría y Rusia. En el lado ruso surgieron tras la guerra varios gobiernos ucranianos, incluida una república bolchevique con sede en Jarkov. Al oeste, en la antigua Galitzia austrohúngara, donde los ucranianos coexistían con los polacos y otros pueblos, a su vez subdivididos por religiones, surgió una república nacionalista ucraniana, a la que se unió la comunidad rutena, un pueblo eslavo católico.

«No estaba claro de dónde eran los rutenos», escribe la historiadora Margaret Macmillan en su libro ‘París, 1919’, que reconstruye los seis meses de negociaciones previos al Tratado de Versalles. Ni los propios delegados rutenos pudieron precisar «qué era lo que querían», añade gráficamente la autora.

Especialmente enrevesada era la situación en Lviv, una ciudad que hoy pertenece a Ucrania, pero que antes de la Primera Guerra Mundial había sido la capital de Galitzia a la sombra de Viena. En realidad tenía cuatro nombres más, todos ilustrativos de las ambiciones que había despertado en el pasado o empezaba a despertar en 1919: Leópolis, en latín; Lemberg, en alemán, denominación austrohúngara con la que era conocida en Versalles; Lwów, en polaco y Lvov, en ruso.

El control de la ciudad enfrentó a los polacos, liberados de Viena y decididos a restaurar su antiguo reino, con los nacionalistas ucranianos primero y con los soviéticos después. «Nos resulta muy difícil intervenir sin comprender mejor nuestra posición respecto de los ucranianos o los bolcheviques que tienen sitiada Lemberg», confesó el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, en 1919.

Los polacos estaban indignados porque el Reino Unido no aceptaba sus pretensiones territoriales. Su estado de ánimo lo describe gráficamente Margaret Macmillan. «La flor y nata de la sociedad de Varsovia, que había sido invitada a un baile en el domicilio del embajador británico poco antes de la Navidad de 1919, expresó su desprecio cenando, pero negándose a bailar».

En respuesta a ese desaire, el jefe de la misión militar británica propuso enviar «a toda la pandilla a la calle». Se cruzaron invitaciones a batirse en duelo, aunque los ánimos se aplacaron.

Un experto estadounidense que estuvo en Versalles escuchó cómo el líder polaco Roman Dmowski exigía para su país las fronteras que tenía en el siglo XVIII. «Cuando Dmowski expuso las reclamaciones de Polonia -dijo el norteamericano-, empezó a las once en punto de la mañana y en el siglo XIV, y llegó a 1919 y los problemas acuciantes del presente nada menos que a las cuatro de la tarde». El testimonio lo reproduce Margaret McMillan en otro ensayo titulado ‘Juegos peligrosos. Usos y abusos de la historia’.

Al final, Ucrania se quedó sin estado independiente y la nueva Polonia soberana absorbió Galitzia y Lwów. La Unión Soviética perdió los estados bálticos, pero al concluir su guerra civil tuvo su república ucraniana.

Ese ‘statu quo’ cambió al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando los estados bálticos volvieron a la URSS y Polonia fue desplazada en el mapa como un mueble, perdiendo unos territorios en el este a favor de los victoriosos soviéticos y ganando otros en el oeste a costa de la derrotada Alemania. La Lemberg que había sido austrohúngara y después Lwów polaca se convirtió en Lvov soviética. Los judíos habían sido exterminados de la ciudad, los polacos, expulsados y su hueco lo ocuparon pobladores ucranianos.

Los mapas de colores sufrirían otros retoques sustanciales en 1989, año en que la URSS se desplomó tras la caída del muro de Berlín y se independizaron las repúblicas de Asia Central, los estados bálticos, Bielorrusia y por fin Ucrania, que conservó Crimea, unida a esa república soviética de forma arbitraria por Stalin en 1954.

Lo que se desprende de estos vaivenes lo sintetiza sabiamente Margaret MacMillan. «La historia puede ayudarnos a desentrañar un mundo complicado, pero también nos puede advertir del peligro que representa asumir que solo hay una forma de posible de mirar las cosas, o un curso de acción determinado. Siempre debemos estar dispuestos a considerar alternativas y a poner objeciones. No debemos dejarnos impresionar cuando nuestros líderes nos dicen, firmemente, la historia nos enseña esto o la historia demostrará que tenemos razón. Pueden simplificar y forzar comparaciones inexactas, igual que podemos hacer cualquiera de nosotros».

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