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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Solón, reformador de Atenas. / Wikipedia. Dominio público

Publicado originalmente en la serie Batallitas de El Correo en junio de 2013

Hace 2.500 años, el reformador griego reestructuró las deudas que ahogaban a Atenas y logró que la ciudad prosperara, un dilema que afrontó el sur de Europa y ahora Francia

Cuando la última crisis financiera golpeó Europa con fuerza, una corriente de economistas insistió en que tarde o temprano ocurriría lo inevitable, la restructuración de la deuda.

Eso significaba que los bancos alemanes y franceses que habían hecho préstamos arriesgados al sur de Europa para obtener una rentabilidad mayor que la ofrecida por otros préstamos más conservadores deberían condonar parcialmente el principal, como ya se había aprobado con Grecia.

Las matemáticas decían que solo una quita permitiría a España e Italia crecer lo suficiente para devolver una porción del ahorro enterrado a orillas del Mediterráneo. Algunos estimaban que esa quita debería ser del 50%.

Obviamente, el pronóstico no se ha cumplido… todavía, aunque al grupo de países señalados por los prestamistas como posibles morosos se acaba de unir Francia, y el razonamiento que subyace al destino supuestamente inevitable que les aguarda hunde sus raíces en la historia.

¿Cómo deben actuar los acreedores? Las opciones frente a los estados insolventes no son muy diferentes de las que existen frente al moroso que ha dejado sin pagar la hipoteca de su casa, bien porque le ha pillado la crisis o porque ha sido un irresponsable. El banco puede quedarse con su inmueble y, si el mercado inmobiliario retrocede, exigir lo que falte más los intereses, hundiéndole a él y a su familia durante un tiempo o quién sabe si para el resto de sus vidas.

Pero también puede reordenar el préstamo y acordar quitas a la espera de que el titular mejore su solvencia (que encuentre empleo, que cobre una herencia…). Las dos alternativas planearon sobre los debates de la reforma hipotecaria en el Congreso y la dación en pago.

Del mismo modo, cuando el deudor es un Estado, un ‘pool’ de financieros puede embargar ‘de facto’ su economía y convertirlo virtualmente en una colonia, como hicieron los banqueros franceses e ingleses con Egipto y Túnez en el siglo XIX. A los dos países musulmanes les habían prestado dinero -los ‘préstamos turbante’, según el historiador Henri L. Wesseling- para construir infraestructuras, pero quebraron por culpa de la corrupción y el desgobierno. Los prestamistas arrastraron a los ejércitos europeos detrás de ellos y crearon en el norte de África un foco permanente de inestabilidad que desembocó en el actual rechazo a Occidente. De aquellos polvos -«La década de 1870, esa época dorada de la insolvencia islámica», resumieron los historiadores Ronald Robinson y John Gallagher- vienen, en parte, los lodos del radicalismo musulmán.

Sin embargo, frente a esa forma de intentar recuperar la deuda soberana hay otra que a veces funciona: celebrar una conferencia internacional para reestructurar el dinero pendiente de devolver por un estado: así surgió, por ejemplo, la potencia económica alemana que lidera la Unión Europea.

Veintidós gobiernos, incluido el griego, plasmaron esa fórmula en 1953 para sacar del atolladero a la República Federal Alemana (RFA). Los firmantes del denominado Tratado de Londres perdonaron a los alemanes el 50% de su deuda, parte de la cual eran reparaciones de la Primera Guerra Mundial que Hitler había repudiado. También acordaron aplazar los intereses hasta que llegara la reunificación, una posibilidad que en la época del telón de acero equivalía a una moratoria indefinida. Antes del ‘milagro industrial alemán’ hubo, por tanto, otro milagro: un grupo de mandatarios, entre los que se encontraban los de Atenas, se comportaron de forma inteligente, o eso creían entonces. La Alemania unida es hoy el mayor contribuyente de la UE y el que marca la pauta a los demás socios.

En Atenas brilló otro chispazo de inteligencia hace 2.500 años, y también estuvo relacionado con las deudas, un río que suele fluir escondido debajo de los grandes cambios de la historia. En el siglo VI antes de Cristo, cuando la ciudad se encontraba en una crítica situación económica y política, con las clases más desfavorecidas ahogadas por los acreedores, Solón fue designado arconte o magistrado principal para acometer unas reformas que evitaran un estallido social.

El estadista, que también era poeta, encontró un panorama convulso. La desigualdad se ensanchaba y, lo que es peor aún, los acreedores podían convertir legalmente a los morosos en esclavos. Solón suprimió esa severa legislación, liberó a las personas esclavizadas por ese motivo y condonó o aminoró deudas (una festividad conmemoraría aquel cambio durante generaciones), aunque irritó a muchos al no aceptar el reparto de tierras. El arconte modificó los límites de las tasas de interés y, para incentivar la actividad comercial -Atenas producía aceite del Ática y compraba trigo en el Mar Negro-, reguló las pesas y medidas y jugó con el valor de la moneda. Philip Coggan alude a ese episodio decisivo de la historia en el interesante libro ‘Promesas de papel’ (Editorial El Hombre del Tres), y sugiere: «Es posible que la Grecia de nuestros días acabe llevando una política similar».

Las reformas de Solón, personaje admirado por George Washington, sentaron las bases del florecimiento comercial y político ateniense. La historiadora Barbara Tuchman las menciona en ‘La marcha de la locura’, un ensayo sobre el mal gobierno publicado en los años ochenta del siglo pasado y elogiado entonces por el economista John Kenneth Galbraith. El magistrado griego aparece en el libro como un contrapunto de los gobernantes desastrosos. No era un demócrata (su régimen era censitario), ni defendía el igualitarismo, ni tampoco se oponía a esclavizar a los no atenienses. Su predicamento entre sus coetáneos se debía a que no se había involucrado en los excesos de los poderosos ni aduló a los desfavorecidos.

Escribe Tuchman: «Disfrutaba de una posición poco común, aceptable para ambas partes: para los ricos, según Plutarco, porque era un hombre de riqueza y fortuna, y para los pobres, porque era honesto. En el corpus legislativo que proclamó, el principal interés de Solón no era el partidismo, sino la justicia, la relación justa entre los fuertes y los débiles, así como la estabilidad del gobierno». Gracias a él se ampliaron los derechos de los plebeyos y surgió una Justicia nueva, en la que la persecución del delito no era un asunto particular, sino de la comunidad.

Barbara Tuchman atribuye a Solón las dos cualidades del sabio: sentido común y falta de ambición personal. Cuando concluyó su tarea, se exilió diez años de para que las leyes de Atenas no fuesen alteradas, algo que teóricamente sólo podía hacerse con su permiso (al final no lo pudo evitar). «Día tras día envejeció y aprendió algo nuevo», escribiría el reformador sobre sí mismo.

Una de las lecciones de la Grecia de ayer y de hoy es que el endeudamiento masivo de la gente casi siempre trae tiempos revueltos. Julio César lidió con ese problema en el siglo I antes de Cristo, y reaccionó arbitrando -salvando las distancias- algo parecido a la dación en pago. Según cuenta Theodor Mommsen en su ‘Historia de Roma’, César permitió que el deudor descontara del principal del préstamo los intereses que había pagado; luego podría saldar lo que faltara entregando sus bienes. Ahora bien, a tales bienes había que otorgarles, por tratarse de una garantía, el valor que tenían antes las guerras civiles, ya que desde entonces se habían depreciado. De ese modo, acreedor y deudor compartían riesgos, una solución de compromiso que en su tiempo no contentó a nadie.

La Revolución francesa es otro ejemplo de las consecuencias del peso de las deudas. «La deuda nacional de Francia se triplicó entre 1774 y 1789, de modo que los pagos de los intereses consumían la mitad del presupuesto», recuerda Philip Coggan en ‘Promesas de papel’. «La mala cosecha de 1785 acrecentó el descontento político, al tiempo que las dificultades financieras obligaron al rey a convocar los Estados Generales (el parlamento francés) en 1789, iniciando así el proceso que conduciría a la revolución».

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