
Un libro olvidado de la escritora escocesa Nan Shepherd describe un modo de entender el montañismo que no se obsesiona con la cima, sino que busca la compañía del paisaje, «igual que se visita a un amigo»
Es una joya olvidada de la ‘nature writing’, la literatura de la naturaleza que cosecha un éxito creciente entre los lectores. Lleva por título ‘La montaña viva’ y fue escrita a finales de la Segunda Guerra Mundial por Nan Shepherd (1893-1981), una profesora escocesa de Literatura que se había hecho popular con tres novelas en los años treinta del siglo pasado; aunque el libro al que nos referimos aquí es una obra distinta: un ensayo sobre sus experiencias en el macizo de los Cairngorms, en el noreste de Escocia.
El texto original permaneció metido en un cajón durante tres décadas hasta que vio la luz en 1977. La editorial Errata Naturae lo ha publicado en castellano, con un estudio previo del escritor Robert Macfarlane, referente de los aficionados al senderismo y la literatura.
Los Cairngorms están formados por varias mesetas de entre 1.000 y 1.200 metros de altitud, de las cuales afloran varias cimas (la más alta es Ben Macdhui, 1.309 metros). Declarados parque nacional desde 2003, Nan Shepherd los recorrió a lo largo de su vida y los describió en su ensayo con minuciosidad y poesía, logrando que paisajes y sensaciones converjan sobre una idea central: el montañero y la montaña –la roca, el agua, las plantas, la fauna, la niebla, la ventisca, las tragedias– forman una misma cosa.
La filosofía oriental recorre estas páginas, de magistral hermosura y que contienen reflexiones atinadas y plenamente vigentes sobre los caminantes y sobre su relación con el medio, ese escenario en el que tantos encuentran la plenitud y unos cuantos la muerte.

Los amantes de los espacios abiertos se identificarán con la forma en que Shepherd contempla la montaña, una visión alejada de la de otros autores centrados en la conquista de la cima. A ella le interesa la observación serena del entorno, mientras otros piensan que las cumbres son una excusa para las competiciones.
«Enfrentarse a la montaña es algo necesario para todo alpinista; pero enfrentarse simplemente a otros ‘jugadores’ y convertirlo en una carrera es reducir al nivel de un juego lo que es, en esencia, una experiencia vital», se lamenta.
La escritora cree que a los apasionados de las alturas los aqueja una enfermedad que «subvierte la voluntad y se impone a la sensatez», y de la que «nunca pedirán curarse». Los síntomas evidentes son la inclinación por los parajes silenciosos y la soledad. Aunque Sepherd considera excesivo calificar esos sentimientos de místicos, no rechaza el adjetivo del todo si se usa de forma coloquial.
«Para un espectador ajeno, ver cómo alguien camina con seguridad por sitios tan peligrosos recuerda más al paso decidido de ciertos condenados a muerte».
«De hecho –explica la autora–, hablando con todo tipo de gente que me cruzo por casualidad en la montaña, me doy cuenta de que la enfermedad del misticismo montañero ataca sin hacer distinciones».
Es una especie de locura crónica que lleva a buscar la compañía de las estrellas en circunstancias en las que cualquiera acaba creyéndose todas las leyendas de Escocia juntas. A la escritora no le extraña en absoluto tal alucinacion. «La magia, las hadas y la brujería no están hechas para quienes se quedan en la cama hasta las ocho».
Según Sepherd, un buen compañero de caminata es «aquel cuya identidad se fusiona con la naturaleza, al igual que sientes que ocurre con la tuya. Así -prosigue-, la charla que surge forma parte de una vida en común y no puede ser ajena». De todos modos, eso no significa que una conversación en la montaña deba girar forzosamente sobre ella. «Pero escuchar es mejor que hablar».
Son los habladores y principiantes, gremio este último al que Shepherd confiesa haber pertenecido, los que acostumbran a buscar la gran panorámica o una gran cima cuando la recompensa puede estar en otra parte. «A menudo, la montaña se entrega por completo cuando no tengo destino alguno, cuando no llego a ningún sitio en concreto, sino que he salido simplemente para estar con ella, igual que se visita a un amigo sin más intención que la de estar con él».
En esa relación de camaradería, los sentidos no dejan de actuar y todo llama la atención: la luz, el aire, la flora, los pájaros, los ciervos… A todos ellos dedica Sepherd unas páginas aparte.
«Estas huellas (de los animales) hacen que los paseos invernales por la montaña proporcionen un placer especial. Te ves acompañada, aunque no en el tiempo. Por aquí han pasado una liebre saltando, otra trotando…». Pero la escritora no se detiene únicamente en el placer de caminar, sino en esos otros momentos dramáticos en los que los alpinistas, lejos de llegar al éxtasis, caen en una trampa mortal.
«La ventisca es la situación más letal que se puede dar en estas montañas (Cairngorms). Lo que ha de temerse es el viento, más incluso que la propia nieve». El hecho de que una borrasca se pueda cobrar las vidas del hombre o la mujer más experimentados es una realidad que, en opinión de la autora, nadie debe juzgar. «Es el riesgo que todos debemos asumir cuando aceptamos la responsabilidad individual sobre nosotros mismos en la montaña y, hasta que no lo hemos hecho, no empezamos a entenderlo».
Sin embargo, reconoce Sepherd, los habitantes de los Cairngorms son menos complacientes con esas actitudes. Asumen que a algunos les guste caminar en medio de la oscuridad o dormir a la intemperie, pero no soportan a los irresponsables. «Hacia el alpinismo invernal no muestran más que repulsa», asegura la escritora. «… y hablan con amargo realismo de los alocados jóvenes que juegan con la vida humana despreciando las advertencias que se les hacen. Sin embargo, si una persona no vuelve, salen a buscarla con paciencia, obstinación y habilidad, a menudo en unas condiciones meteorológicas espantosas, y cuando ya no queda esperanza de que la persona siga con vida, buscan el cuerpo sin descanso».
En esas operaciones de rescate aparecen de repente individuos corrientes que descubren una faceta insospechada… Eran montañeros ocultos detrás de profesiones rutinarias.

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