
Este texto se basa en dos artículos publicados originalmente en la serie Batallitas de El Correo en 2013 y 2014
Francia se lanzó a la Primera Guerra Mundial tras una campaña electoral virulenta, marcada por un crimen pasional y por las calumnias y amenazas contra los políticos partidarios de la paz
¿Las guerras comiezan en los periódicos? Es una pregunta retórica, quizás excesiva, pero encaja a la perfección con la crispación y el extremismo políticos provocados en Francia por unas elecciones parlamentarias y un crimen pasional, en medio de los cuales la sociedad francesa se lanzó a la Primera Guerra Mundial durante el verano de 2014.
Cuando se convocaron aquellos comicios, en marzo de ese año, los electores aún estaban abrumados por el recuerdo de Alsacia y Lorena, territorios arrebatados por Alemania en 1871. La sombra de una gran conflagración en Europa se adivinaba desde hacía tiempo en la carrera de armamentos entre Alemania y el Reino Unido, en la inestabilidad que reinaba en la región de los Balcanes y en los debates sobre el papel de Rusia, cuestiones todas ellas que en Francia desencandenaron una oleada de calumnias contra los dos principales partidarios de la paz, el líder socialista Jean Jaurès y el jefe del partido radical y ministro de Finanzas Joseph Caillaux.
Ambos se oponían a que el servicio militar se prolongara a tres años y fueron tildados de traidores. Jaurès en particular se hizo acreedor a insultos y amenazas por apelar al internacionalismo obrero contra la guerra, un mensaje que, de todos modos, los proletarios europeos ignorarían cuando los llamaran a filas.
Caillaux, por su parte, no era realmente un pacifista, pero sí defendía un diálogo exigente con Alemania. La derecha francesa lo odiaba por partida doble, porque además de rechazar una mili más larga quería introducir el impuesto sobre la renta.
A Jaurès y Cailloux los tidaron de defensores del ‘partido alemán’ y los metieron en un tándem contra el que intrigaron los sectores que protegían los préstamos franceses concedidos a Rusia para rearmarse.
Los comicios se celebraron a dos vueltas en abril y mayo, en vísperas del atentado de Sarajevo del 28 de junio, que desencadenaría un mes más tarde la guerra en Europa. Paradójicamente, tanto Caillaux como Jaurès obtuvieron buenos resultados, mientras que los candidatos contrarios a la paz y al impuesto de la renta sufrieron un retroceso.
Sin embargo, el clima político estaba completamente desquiciado por un escándalo doméstico que había marcado toda la campaña electoral, hipnotizando a los franceses y dejando en un segundo plano la escalada hacia la guerra.
El escándalo se había iniciado el 13 marzo, a las puertas de las elecciones, cuando el periódico ‘Le Figaro’ publicó una antigua carta de juventud de Joseph Caillaux a su primera esposa, unas impresiones personales políticamente comprometedoras que le escribió cuando ella aún no se había divorciado de su anterior marido para casarse con él.
Con el tiempo, Cailloux se había unido con otra mujer casada, Henriette Rainouard, con la que finalmente contrajo nuevas nupcias, y fue esta la que leyó las revelaciones del pasado de su marido en la portada de ‘Le Figaro’, bajo el título ‘Las pruebas de las maquinaciones secretas del señor Caillaux’.
Cuando el rotativo amenazó con sacar a la luz más cartas privadas del político, Henriette, convencida de que las filtraciones procedían de la anterior cónyuge, tomó una terrible determinación, de la que dejó constancia en una nota dirigida a su marido. «Me has dicho que algún día le cortarás el cuello al innoble Calmette (director de ‘Le Figaro’). He comprendido que tu decisión es irrevocable. Por eso yo también he tomado una decisión. Seré yo quien imparta justicia. Francia y la República te necesitan; seré yo quien cometa el acto (…) Te amo y te abrazo desde lo más hondo de mi corazón».
El volcán que ardía dentro de Henriette entró en erupción el 16 de marzo, sobre las tres de la tarde, cuando se puso un elegante vestido para asistir a una recepción en la embajada de Italia. En el camino hizo un alto en la famosa armería ‘Gastinne Rennette’ y compró una pequeña pistola ‘Browning’ automática. De allí se fue derecha a las oficinas de ‘Le Figaro’, donde, con la pistola escondida en el manguito, aguardó al director del periódico durante una hora. Cuando Gaston Calmette apareció, le dijo secamente: «Ya sabe por qué he venido».
La escena fue recreada por los dibujantes de periódicos de la época. La mujer del ministro sacó la ‘Browning’ del manguito y disparó seis veces a bocajarro. Acto seguido huyó, dejando al periodista agonizante, pero fue detenida y confesó.
El asesinato conmocionó a la opinión pública -Henriette se enfrentaba a la pena capital- y provocó enfrentamientos entre los partidarios de Joseph Caillaux y los ciudadanos de derechas que desaprobaban ciertas conductas privadas de los políticos (se decía que el sexto presidente de la Tercera República, Felix Faure, había muerto en 1899 cuando disfrutaba de sexo oral).
Los periódicos se inundaron de titulares sobre el asesinato de Calmette, y la crisis de los Balcanes y el atentado de Sarajevo quedaron relegados en el interés del público.
El juicio de Henriette arrancó el 20 de julio. Durante la semana que duraron las vistas, un gentío se agolpó a diario frente a la sede del periódico sensacionalista ‘Le Matin’, en el Boulevard Poissoniére, para leer las novedades en las ventanas del rotativo y enzarzarse a golpes con el adversario político.
La publicación ‘L’Action Française’ llegó a escribir: «Caillaux el alemán y la dama que mata». «Cailloux es el apache (delincuente) que ha nacido rico, es el bucanero juerguista, con los pies en el estiércol y las manos en el dinero alemán, cubiertas con la sangre de Calmette que incitó a verter a su mujer. Sigue teniendo buena presencia este presidiario del gobierno, este navajero en buena forma, este traidor que entrega el territorio a cambio de dinero contante y sonante».
El veredicto se conoció el 28 de julio, el día en que comenzó la Primera Guerra Mundial. Un jurado compuesto solo por hombres absolvió a Henriette por once votos a uno. Concluyó que las noticias sobre su esposo -víctima de una de las campañas de desprestigio más cainitas que se recuerdan- la habían trastornado por completo, arrastrándola irremisiblemente al asesinato.
En resumidas cuentas, el jurado se creyó la teoría del ‘crime passionel’ esgrimida por el abogado defensor, Fernand Labori, quien explotó con suma habilidad la mentalidad de aquel tiempo.
Hasta el verdugo que afilaba la guillotina tuvo que quedarse perplejo. Tampoco se lo podían creer los ultramonárquicos de Acción Francesa, que se la tenían jurada a Joseph Caillaux y a su impuesto sobre la renta. En cuanto conocieron la absolución de Henriette, un destacamento policial tuvo que dispersarlos en el palacio de justicia.
Paralelamente, una comisión parlamentaria había concluido que Joseph Caillaux no tenía ninguna responsabilidad en la tragedia. Las deliberaciones habían sido presididas por el diputado Jean Jaurès, que sería asesinado por un exaltado el 31 de julio, apenas tres días después del veredicto y del comienzo de la guerra.
Solo las penurias del conflicto bélico pudieron eclipsar la polvareda levantada por el ‘caso Henriette’. Al día siguiente de la absolución, miles de parisinos formaron una fila de un kilómetro y medio de largo a la espera de cambiar su dinero por oro en el Banco Nacional. Los ciudadanos cayeron pronto en la cuenta de que los comercios no aceptaban el papel moneda y la comida no era fácil de conseguir.
Meses después, cuando la guerra ya estaba en marcha, un joven alférez francés escribió: «Calma fingida de los oficiales que se dejan matar de pie; bayonetas caladas en los fusiles de algunas secciones obstinadas, cornetas que tocan a la carga, dones supremos de heroísmos aislados… No sirve de nada. En un parpadeo parece que toda la virtud del mundo no puede prevalecer contra el fuego».
El oficial había sido herido el 15 de agosto y se llamaba Charles de Gaulle.
El asesino de Jaurès sería excarcelado en 1919, el año de la paz de Versalles.

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