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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

  • Antonio de Montserrat. / Óscar R. Gómez-Osy. Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2014

    El jesuita catalán Antonio de Montserrat (1536-1600) fue un aventurero de la talla de Richard Francis Burton y Lawrence de Arabia, que viajó por la India, luchó en la campaña militar del Gran Mogol contra los afganos, sufrió cautiverio en el Golfo Pérsico y fue el primer occidental en cartografiar el Himalaya

    La biografía de Montserrat, nacido en Vic en 1536 y ordenado sacerdote en Portugal, es una novela de aventuras que comienza en 1568, con su viaje a Goa, enclave portugués en la costa oeste de la India donde unos años después llegaría a sus oídos la noticia que decidió su destino.

    El Gran Mogol, Akbar el Grande, invitaba a una delegación cristiana a viajar a su corte, en Fatehpur Sîkri, al noroeste, en el actual estado indio de Uttar Pradesh.

    La excusa del monarca, que no debía de ser cierta, era que deseaba que lo evangelizaran, así que enseguida se formó en Goa una avanzadilla jesuita capitaneada por Montserrat, a quien acompañaron el napolitano Rodolfo Acquaviva y un persa bautizado como Francisco Henríquez, que conocía los idiomas locales.

    Los tres navegaron al puerto de Daman escoltados por un embajador del Gran Mogol y un intérprete. En diciembre de 1579 partieron hacia Surat y desde allí se adentraron en el territorio de Akbar el Grande para alcanzar la capital.

    Los tres religiosos permanecieron en Fatehpur Sîkri un año, durante el cual Montserrat se convirtió en tutor del heredero, llamado Murat, quien le propuso embarcarse en una operación militar en Afganistán. A lomos de sendos elefantes tomaron el camino de Jalalabad exactamente igual que los británicos en la primera guerra afgana (1839-1842).

    El cura catalán, salvando las distancias, exhibía cualidades que hoy se exigen a los agentes de inteligencia. Lo cierto es que conoció algo parecido al Gran Juego tres siglos antes de que Rudyard Kipling escribiera la novela ‘Kim’ (1901).

    La guerra contra los  afganos se prolongó hasta 1581 y descubrió a Montserrat un mundo desconocido para la mayoría de los occidentales desde los tiempos de Alejandro Magno: el Punjab, el río Indo, Delhi, Pakistán, el sur del Himalaya…

    El jesuita entró en contacto con las etnias de Cachemira y del Tibet, un logro que en la década de 1620 inspiró a otros jesuitas a ir más allá y explorar el Tibet occidental. Les dibujó el primer mapa del Himalaya que se conoce, un trabajo de gran fiabilidad que no fue mejorado hasta el siglo XIX.

    Dice el ‘Atlas de los exploradores españoles’ sobre aquel trabajo cartográfico: «Las coordenadas son de una minuciosidad fuera de lo normal para su época, tomando como referencia el ecuador, y además incluyen no sólo el Himalaya, sino otras cadenas montañosas al norte, como el Karakorum, Hindu Kush, Pamir o los montes Suleimán, junto a vastas regiones de la India, Afganistán y Pakistán».

    Viajes de Antonio de Montserrat.

    La peripecia de Montserrat fue relatada por él mismo en una ‘relación’ escrita originalmente en portugués y traducida al latín. A su regreso a Goa, Felipe II irrumpió en la ya ajetreada vida del sacerdote y le encomendó viajar a Etiopía para convencer al emperador de Abisinia de que sus súbditos cristianos podían rendir obediencia a Roma.

    La expedición fue un completo desastre, ya que Montserrat y el joven que lo acompañaba, Pedro Páez, otro jesuita de Madrid que descubriría más adelante las fuentes del Nilo Azul, fueron capturados durente el viaje y sometidos a un largo y penoso cautiverio.

    La tragedia de ambos religiosos, que se habían disfrazado de mercaderes de Armenia, comenzó en 1589 después de navegar frente al estrecho de Ormuz y avistar Omán. El capitán del barco los entregó a un caudillo de Yemen y durante un tiempo deambularon como cautivos por territorios no hollados por los europeos, descubriendo el café (bebida prácticamente desconocida en Occidente).

    Montserrat y Páez fueron liberados y vueltos a apresar, esta vez convertidos en esclavos. En 1595 los trasladaron a Mokka, en Yemen, y los convirtieron en galeotes.

    Montserrat salvó la vida porque había un jugoso rescate en juego. De la India partió una nave con mil ducados, y los dos rehenes cristianos recuperaron su libertad. Regresaron a Goa en 1596, donde Pedro Páez se restableció. Montserrat, en cambio, sufrió las secuelas de su cautiverio y murió de unas fiebres en 1600, en la isla de Salsete, frente a Goa.

    Dieciocho años más tarde, Páez descubrió las fuentes del Nilo Azul. Murió en Etiopía en 1622, después de haber convertido a dos emperadores al catolicismo.

  • Representación del atentado de Juan Canyamàs contra el rey Fernando el Católico. Procede del Dietari de l’Antich Consell Barceloní. / Wkipedia. Dominio público

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013

    El rey Fernando de Aragón perdonó al hombre que le atacó con una espada y estuvo a punto de matarle en Barcelona en 1492, poco después de la conquista de Granada y del descubrimiento de Ámerica, pero el Consejo del monarca ignoró su clemencia y reservó al reo la ejecución más atroz, relatada por el archivero real barcelonés

    El Espíritu Santo había prometido a Juan Canyamás que si acababa con Fernando de Aragón, la corona sería para él. Bueno, eso fue lo que dijo mientras lo torturaban; que por esa razón había asestado un mandoble al monarca en la parte posterior del cuello con una espada ancha, corta y afilada.

    La herida no fue mortal por poco y tenía dos trayectorias: una hacia la cabeza y otra hacia la oreja.

    «No le matéis», ordenó el rey, ensangrentado, cuando su séquito se abalanzó sobre el agresor y lo dejó malherido.

    Isabel de Castilla se desmayó al recibir la noticia. «¿Dónde está mi rey y señor? ¿Es muerto o vivo? Seguidme, mis doncellas, y tenedme por las axilas que a pie quiero ir al palacio».

    El intento de regicidio tuvo lugar en Barcelona el 7 de diciembre de 1492. La situación política -la local y la exterior- tenía a la Corte con los nervios a flor de piel. Conquistada Granada oficialmente a comienzos de año, aún no se habían cumplido dos meses del descubrimiento de América y las naves de Colón ni siquiera habían emprendido el viaje de regreso.

    Si Canyamàs hubiera logrado su propósito -fue reducido cuando se disponía a dar el segundo mandoble-, el navegante genovés se habría encontrado a la vuelta con una Isabel viuda y a saber de qué humor. Pero el episodio se zanjó con siete puntos de sutura, los que su marido recibió en el cuello tras las deliberaciones de los físicos y cirujanos locales.

    Los hechos, las frases y, sobre todo, los detalles de aquella aciaga historia fueron consignados por Miquel Carbonell, que entonces era archivero real de Barcelona. No presenció el crimen, pero se encontraba trabajando en un lugar que daba a la plaza donde se produjo el atentado y escuchó el griterío.

    Carbonell envió una carta a un amigo en la que relató lo que había pasado. Lo hizo con tosquedad, pero con profusión de datos, describiendo la conmoción de los barceloneses, que daban pábulo a todo tipo de teorías y conspiraciones.

    El archivero incluyó ese documento en sus ‘Chròniques dEspanya’, escritas en catalán, y los historiadores Martín de Riquer y Borja de Riquer lo han añadido ahora a una compilación de textos de diferentes épocas que lleva por título ‘Reportajes de la Historia’ y se ha publicado en dos volúmenes (Acantilado).

    Cuenta Carbonell que el frustrado asesino se había criado en Francia y que lo habían desterrado allí tras una rebelión de payeses opuestos a las servidumbres y a los abusos de la nobleza (los remensas). El propio monarca había intentado dar carpetazo a aquella querella en 1486, redimiendo a los campesinos de la mayoría de sus obligaciones mediante el pago de una indemnización a los señores.

    Se ha mencionado ese conflicto como un posible móvil, entre otros, del atentado de Barcelona, pero las autoridades concluyeron oficialmente que Canyamàs estaba chiflado, pues repetía a sus verdugos que era depositario un mensaje divino.

    De todos modos, el archivero advirtió en su carta de que las personas que habían alojado a Juan Canyamàs antes de que atacara al rey no vieron nada raro en él y que «hablaba con buen entendimiento».

    Cuerdo o no, el payés decidió matar a Fernando en el Palacio Mayor. Escogió un viernes, el día de la semana que el monarca dedicaba a escuchar las súplicas y lamentaciones de los pobres. Para esconderse eligió una iglesia contigua, de donde salió a las doce del mediodía aprovechando que su víctima hacía acto de presencia en las escaleras de palacio.

    Relata Carbonell: «Y cuando el rey hubo descendido el segundo peldaño y él, como traidor, andaba detrás, saca la espada desnuda que tenía dentro de la capa y da con ella un golpe entre el cuello y la cabeza al rey, que si no hubiese sido milagro de nuestro Señor y custodia de la Virgen María (el rey aquel día de viernes ayunaba) le hubiera separado la cabeza de las espaldas en un tris».

    Fernando volvió a nacer porque en aquel fatídico instante realizó un movimiento descendente en las escaleras que amortiguó el impacto. Además, a Canyamàs le temblaba el brazo. Lo redujeron cuando intentaba rectificar su flojera con un nuevo y más certero intento. «Le dieron tres puñaladas y lo hubieran muerto y dado cuenta de él allí si no hubiera sido por la misericordia del rey que dijo en su castellano: ‘No le matéis’».

    Fernando se llevó la mano al cuello y comprobó que manaba sangre de su herida. La cubrió con una prenda que llevaba encima y caminó a palacio, donde le dieron a beber un vino fuerte que le hizo musitar: «Se me va el corazón; tenedme fuerte». Los presentes prorrumpieron en llantos y gritos, pero el rey se reanimó y dijo que no temieran por su vida, un pronóstico confirmado por los cirujanos, que entre curar el corte con «aguas fuertes» o con puntos de sutura escogieron lo segundo. Todos reconocieron que se salvó de chiripa, ya que la espada no tocó «la vena vital» por milímetros. Si lo hubiese hecho, «nuestro señor, allí en el acto, habría caído muerto».

    La reina Isabel irrumpió en palacio desencajada, en compañía de sus doncellas y seguida por una multitud. Pero su semblante se transformó cuando le informaron de que Fernando se restablecería. «Parecía resucitada de casi muerta que estaba (…) Era tanta la gente que corría y venía al palacio, que yo creo que ni en Roma, cuando muere el Papa, ni en parte alguna del mundo ha habido tanto lloro, tanto tumulto y tristeza», escribió el archivero.

    Juan Canyamàs, entre tanto, estaba en manos del verdugo. «Le han atormentado un poco para que dijese la verdad por si se fingía loco; y cuando le tomaban declaración unas veces decía que Dios y el Espíritu Santo se lo habían mandado hacer; y otras decía que él era el rey legítimo en lugar del rey; y que lo había hecho por el bien común y no sé que otras cosas de loco, orate e insensato».

    El monarca dio por sentado que aquel hombre no estaba en sus cabales y decidió que lo mejor era perdonarlo. Sin embargo, el Consejo Real corrigió esa decisión a sus espaldas, antes de que Isabel pudiera mostrar también clemencia. Al reo se le reservó el suplicio más cruel que quepa imaginar: ser mutilado en vivo, lentamente, a la vista de la chusma, durante un macabro paseo por la ciudad de Barcelona.

    Lo colocaron desnudo sobre un castillo de madera tirado por un carro. Atado a un palo, fue llevado en procesión, primero al lugar del atentado, donde le cortaron «un puño y medio brazo», y luego a otra calle, donde le arrancaron un ojo. Más allá, le sacaron el otro ojo y le seccionaron la otra mano. «Así caminando lo desmembraron quitándole ora un miembro ora otro, hasta sacarle el cerebro; y así le hicieron morir sufriendo, que era cosa de piedad. Y nunca se movió ni habló ni decía nada ni se lamentaba, como si diesen sobre una piedra; y con gran barullo de muchachos y de gente joven que le caminaban en derredor, delante y detrás».

    Los despojos del payés fueron apedreados e incinerados con el castillo de madera. «Y puede decirse -concluyó el archivero- que en estos días habían ocurrido tres milagros seguidos: el uno, que no se nos muriese el rey; el otro, que el loco no hubiese sido muerto también en el acto, pues de morir ambos enseguida, la gran desventura nuestra hubiese sido no saber nunca la verdad de este caso; y el otro milagro, cómo la ciudad estaba toda conmovida y en armas a punto de alborotarse».

  • Rachel Donelson, esposa de Andrew Jackson. / Dominio público

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2015.

    Las elecciones plagadas de insultos y golpes bajos no son fruto de internet ni de las redes sociales. Si hubo unos comicios sucios en la historia, fueron los presidenciales de 1828 en Estados Unidos, los primeros que se pueden equiparar a los actuales y que estuvieron marcados por la humillación y muerte de la esposa de uno de los candidatos

    Aquellas fueron las primeras elecciones modernas de la historia porque la afluencia de votantes fue masiva y los candidatos se apoyaron en la prensa popular para difundir calumnias por todo el país (el periodismo serio es la excepción y no la regla en los tres siglos de historia de la profesión).

    Los contendientes eran el general Andrew Jackson y John Quincy Adams, dos candidatos que se atacaron de forma despiadada sin imaginar que la batalla iba tener un desenlace trágico. Venció el primero, pero antes de tomar posesión como presidente su esposa sufrió un shock al llegar a sus manos un panfleto que desempolvaba denuncias de adulterio y bigamia que se remontaban casi cuarenta años atrás.

    Jackson había conseguido ocultárselas durante la campaña electoral, pero ella encontró el libelo en una tienda de Nashville (Tennessee) cuando elegía ropa apropiada para ejercer como primera dama. El texto removía habladurías sobre el pleito que tuvo con su primer esposo, un terrateniente que la había acusado de largarse con Jackson en su juventud y de casarse con él sin haber obtenido aún el divorcio (ella aseguró que había sufrido maltrato).

    Abrumada por la humillación, guardó cama y al cabo de varios días sufrió un ataque al corazón. Expiró en vísperas de Nochebuena. Se llamaba Rachel Donelson y tenía 61 años, como su marido.

    Jackson responsabilizó a John Quincy Adams de la muerte de su esposa, aunque él también había recurrido a los métodos de su rival y lo había tachado de alcohólico. Pero la historia no recuerda a Jackson por sus bajezas, sino porque fue el político que sentó las bases del Partido Demócrata, el mismo partido que casi dos siglos después nominó a Hillary Clinton y a Kamala Harris para sendas elecciones a la presidencia de EE UU.

    Desde la muerte de Rachel, los demócratas han roto barreras sociales y políticas. Suyos fueron el primer presidente católico (John F. Kennedy) y el primero de raza negra (Barack Obama). Quién sabe si también será demócrata la primera mujer que ocupe el Despacho Oval, la estancia donde el presidente demócrata Bill Clinton se encontraba a solas con la becaria Monica Lewinski.

    Andrew Jackson. / Dominio público

    Los progresos democráticos, logrados de forma lenta y tortuosa, arrancaron en Estados Unidos el año en que unas elecciones más o menos comparables a las actuales le costaron la vida a una mujer.

    En los comicios de 1828 votaron 1,1 millones de individuos, más del triple que en los anteriores. Todavía era una base electoral limitada y no incluía a las mujeres y a los negros, pero representó un cambio decisivo que contribuyó a profesionalizar la política y desarrolló los aparatos de propaganda electoral, con sus jefes de campaña, sus carteles y el ‘merchandising’.

    El camino venía trazado desde unos años antes. La corrupción había pasado a primer plano, igual que las vidas privadas de los personajes públicos y especialmente las de las mujeres relacionadas con ellos.

    A la madre de Andrew Jackson, una inmigrante protestante del Ulster, la tildaron de prostituta británica. A Rachel Donelson le pusieron un detective privado que investigó su pasado y filtró los informes a la prensa. Alrededor de ella se orquestó una polémica sobre el perfil que debía tener una primera dama (a finales del siglo XVIII, la esposa de John Adams, no confundir con John Quincy Adams, tendía la ropa recién lavada en la sala este de la Casa Blanca).

    El avance de la democracia no solo trajo infamias, también polarizó las elecciones. Si en las de 1824 se habían presentado cuatro candidatos, las de 1828 se redujeron a un duelo entre dos: John Quincy Adams, que buscaba la reelección, y Andrew Jackson, el héroe de la guerra de 1812 contra los británicos.

    John Quincy Adams. / Dominio público

    En 1828, la política había dado un gran salto. Al haberse ensanchado la base electoral, el perfil de los votantes fue más popular y ese cambio, unido a un sistema de elección más directo, redundó en beneficio de Jackson, cuyo discurso era populista y atraía lo mismo a los votantes idealistas que a los trepas.

    El clima se había vuelto bronco y competitivo. Andrew Jackson se presentó como un candidato ajeno al sistema, a la ‘casta’ gobernante que había traído la corrupción y que él identificaba con sus malvados adversarios. En aquella década se habían convocado las primeras huelgas, aún coleaba la última crisis económica y la población estaba cargada de deudas (miles de personas habían sido enviadas a la cárcel por ello). La gente corriente desconfiaba de los bancos y de que quisieran pagarles el salario en papel moneda.

    Esa masa de votantes se convenció de que Jackson estaba de su parte, y el hombre que obró ese encantamiento fue su número dos, Martin van Buren, un astuto abogado de origen holandés que organizó una poderosa maquinaria para conseguir votos. Viajando de un estado a otro en carruajes llenos de carteles electorales, él mismo llegó a ser gobernador de Nueva York y más adelante presidente de EE UU.

    Los colaboradores de Andrew Jackson, bajo la batuta del periodista Amos Kendall, diseñaron una estrategia electoral equiparable a la de un partido actual. Mantuvieron a su líder en un segundo plano por si decía alguna inconveniencia y fueron los primeros que contrataron redactores profesionales para escribir discursos y distribuirlos por los periódicos.

    Los escritores y artistas de la época (Nathaniel Hawthorne, James Fenimore Cooper…) dieron su apoyo a Jackson, y sus simpatizantes estrenaron como símbolo distintivo de su candidatura unos bastones de nogal que son el antecedente de los actuales logotipos de los partidos.

    El general, apodado el ‘Viejo Nogal’, triunfó con aquellas innovaciones, pero no pudo celebrarlo. Lo primero que tuvo que hacer como nuevo presidente electo fue enterrar a su amada Rachel, víctima colateral de unos comicios infames. A la Casa Blanca llegó como viudo resentido y amargado, cuya tristeza a duras penas se ocultaba bajo la atmósfera triunfal, casi revolucionaria, que reinaba en Washington. Se había abierto un abismo entre él y John Quincy Adams, que boicoteó los actos del relevo presidencial.

    La ciudad se inundó de miles de partidarios llegados del sur y de la frontera, gentes modestas y rudas, ataviadas con ropas de cuero y de modales burdos, que celebraban el avance de la democracia, pero fueron recibidas con desdén en la capital. Algunos testigos equipararon a aquella multitud con las turbas de la Revolución Francesa.

    En la Casa Blanca se produjo un caos. Los criados tuvieron que sacar el ponche a los jardines al comprobar que los invitados borrachos lo derramaban por el suelo y rompían la cristalería y la porcelana.

    Andrew Jackson perdió la paciencia y escapó por una ventana para recluirse en el hotel de Washington donde se había alojado y se negó a asistir a un baile de gala. En la soledad de su aposento se comió una chuleta, el alimento que representaba la prosperidad en aquel tiempo.

    Un clérigo predicó en la capital: «Jesús contempló la ciudad y lloró al verla».

  • Un neurólogo enloqueció al escuchar por primera vez la grabación de un fonógrafo en 1878. /Licencia de Documentación Libre de GNU

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2011

    Ninguna sociedad por civilizada que sea, ningún periodo histórico ni área de la ciencia y el pensamiento escapan a los estragos causados por la torpeza de juicio. Un neurólogo enloquece ante un fonógrafo en el siglo XIX, unos artilleros disparan a los aviones de su bando en el XX, unos economistas se niegan a reconocer una crisis en el XXI… Nada detiene a los estúpidos por brillantes que sean

    «Entre las dos guerras (mundiales) en Europa central existió un insulto favorito, que adoptaba la forma de una pregunta. Solía preguntarse: Dígame… ¿Duele ser estúpido?».

    Paul Tabori, periodista y escritor de origen húngaro, aludió a ese chiste para advertir de que si la ausencia de buen juicio fuese como un dolor de muelas, «ya se habría buscado hace mucho la solución al problema».

    Por desgracia, no es así. «Y esta es la tragedia del mundo», se lamentó Tabori en su ‘Historia de la estupidez humana’ (1964).

    Medio siglo después de la aparición de su ensayo, los episodios que relata, desnudando la estupidez en todas sus facetas y épocas históricas, resultan inquietantemente actuales y confirman que ningún área del saber -ciencia, economía, pensamiento- se libra de los desastres provocados por gente que a primera vista parecía inteligente, sensata y capaz.

    En 1878, el neurólogo Jean Bouillaud, conocido por sus investigaciones sobre la relación entre las regiones del cerebro y las funciones del cuerpo, se lanzó al cuello del físico Du Moncel cuando éste hizo una demostración del fonógrafo, recién inventado por Edison. «¡Sinvergüenza!», bramó Bouillaud. «¡Cómo se atreve a intentar engañarnos con esos ridículos trucos de ventrílocuo!».

    Un testigo del altercado, ocurrido en la Academia de Ciencias de Francia, aseguró que Bouillaud, que entonces tenía 81 años, murió obsesionado con que el fonógrafo era una farsa. Parece increíble, ¿no?

    Si alguna lección se extrae de esa anécdota es que el empecinamiento en algo, más allá de toda evidencia y del sentido común, ignorando las causas y el contexto de las cosas, puede tener efectos devastadores en las personas más brillantes, pero lamentablemente también sobre los demás.

    Pensemos, por citar un ejemplo, en la burbuja inmobiliaria de 1998-2008, que hundió la economía española y arruinó a millones de     ciudadanos. Se originó a partir de una premisa empíricamente falsa, que los precios de la vivienda nunca caerían. Mencionar la posibilidad de que se hundieran, tan cierta ayer como lo es hoy y lo será mañana, desencadenaba en cargos públicos, promotores, constructores, inversores, economistas, ejecutivos de banca y periodistas, una reacción similar a la del neurólogo francés ante el fonógrafo.

    La personalidad obtusa asoma en todas las culturas y sociedades, incluidas las más pragmáticas y escépticas, como la británica. Durante la Segunda Guerra Mundial, los londinenses pensaban que los terribles bombardeos que sufrían eran ejecutados con gran precisión, aunque los aviadores alemanes rara vez acertaban en el objetivo previsto por más que se lo propusieran, ni siquiera cuando volaban más bajo y se exponían a las baterías antiaéreas.

    Paul Fussell, autor de ‘Tiempos de guerra’, recuerda que, en septiembre de 1940, cuando el palacio de Buckingham fue destruido por las bombas nazis, un policía estaba tan convencido de la pericia de los aviadores enemigos que le dijo a la reina al examinar los daños: «Un magnífico bombardeo, si me permite decirlo así».

    Junto al heroísmo, entre los habitantes de Londres abundó la torpeza de juicio, que es como la Real Academia de la Lengua Española define la estupidez. Hasta los bombarderos aliados que se dirigían al continente dejaron de sobrevolar la ciudad para no ser abatidos por su propia defensa antiaérea. Un piloto canadiense explicó por qué: «Los artilleros del Ejército siempre descargaban su miedo con nosotros, a pesar de que volábamos de norte a sur y de que éramos ochocientos. Difícilmente podíamos ser alemanes, hasta para la mente menos imaginativa y, sin embargo, abrían fuego».

    ¿Qué persigue esta disgresión histórica que usted está leyendo? Posiblemente nada. Pero si tras la lectura de la prensa digital alguien se pregunta qué está pasando en el mundo, que se indigne y lo denuncie, por supuesto, pero que no se extrañe. A ellos, a los estúpidos, sigue sin dolerles nada.

  • Naves de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. / Dominio público

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013

    Un judío sefardí de origen cordobés denunció en el siglo XVII las trampas del mercado bursátil, agitado por rumores y mentiras sobre los barcos holandeses que navegaban hasta Indonesia para volver cargados de valiosas especias

    La Bolsa suele sufrir periódicamente movimientos sísmicos cuando grupos de inversores venden en corto, es decir, cuando piden prestadas acciones de una empresa y orquestan su venta a fin de inducir al mercado a hacer lo mismo y hundir su cotización. Si la jugada sale bien, las recompran más baratas y se embolsan la diferencia antes de devolverlas, pagando una prima.

    Esa estrategia, que suele encender las alarmas de las autoridades, es tan antigua como la propia Bolsa, escenario habitual de chanchullos y trapacerías desde su mismo nacimiento en 1602 en Amsterdam.

    Antes incluso de que el mercado bursátil tuviese una sede fija en la ciudad holandesa, lo que ocurrió en 1611, ya había sido necesario promulgar un edicto contra quienes practicaban la venta en corto, entonces denominada ‘windhandel’.

    Igual que hoy, el edicto intentaba neutralizar sin demasiado éxito a los individuos que se desembarazaban masivamente de acciones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la que fletaba los barcos que navegaban hasta la actual Indonesia. Uno de los efectos que conseguían era asustar a los inversores menos templados o indefensos para que vendieran a toda prisa.

    En 1621 se aprobó un segundo edicto contra esas prácticas a fin de parar los pies a los especuladores, atraídos esta vez por la creación de otra sociedad por acciones, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (Caribe).

    El problema del ‘winhandel’ persistió, y en 1630, 1636 y 1677 se introdujeron nuevas normas protectoras que recogían, como las anteriores, la llamada ‘apelación a Federico’, en alusión a Federico Enrique, un magistrado principal de Amsterdam. En virtud de esa fórmula se podía repudiar una operación de venta en corto con el beneplácito de la justicia.

    La Bolsa se transformaba en un campo de batalla cuando los barcos de la Compañía de las Indias Orientales zarpaban hacia Batavia (hoy Yakarta) para regresar cargados de especias y de oro. Las acciones de la sociedad eran objeto de un pulso entre dos bandos que peleaban con las armas de la astucia, el rumor y la mentira, expectantes ante el éxito o fracaso de las exploraciones por el Índico.

    A un lado se alineaban los toros, que apostaban a que la cotización de los títulos subiera. Enfrente tenían a los osos, que jugaban a la baja. Unos y otros sacaban partido a la incertidumbre que pesaba sobre los cargamentos transoceánicos y ya entonces usaban la terminología de la City londinense o de Wall Street, empezando por la palabra ‘acción’, que procede de ‘actie’, término que se empleó en Amsterdam a partir de 1606.

    En aquella ciudad se compraban acciones con dinero prestado (hasta el 80% de la operación) y también unos pseudotítulos que alimentaron un mercado paralelo finalmente ilegalizado y relegado a la consideración de juego.

    Existían los contratos de futuros (compromiso de realizar una transacción de acciones en una fecha y a un precio determinados, lo que a veces se usaba para ventas en corto). Los futuros tenían dos variedades. La llamada ‘call’ obligaba a vender unos títulos a una fecha y precio establecidos si la otra parte, la que había comprado el privilegio de adquirirlas, decidía ejercerlo.

    La modalidad ‘put’ era el compromiso de comprar unas acciones, también a fecha y precio fijados, si el que había pagado por el derecho a venderlas lo hacía valer. En ambos supuestos, la prima que se abonaba por la opción de comprar o vender variaba según los plazos acordados y las expectativas sobre las cotizaciones.

    Durante décadas, las acciones subieron y bajaron en Holanda merced a operaciones sofisticadas, empujadas por noticias y falsedades sobre el comercio del Índico y el Caribe, y por los rumores sobre la guerra con España y la de los Treinta Años.

    Los fraudes indignaban a los inversores y provocaban debates. En 1687, un abogado llamado Nicholas Muys Van Holy publicó una filípica contra la manipulación del mercado con información privilegiada y propuso erradicar tal actividad obligando a que todas las transacciones de acciones quedasen registradas y fuesen gravadas con un impuesto. Eso parece que ocurrió en 1689.

    Un año antes había aparecido un texto sobre la Bolsa de Amsterdam que explicaba cómo se cerraban los tratos, detallaba las triquiñuelas de toros y osos, disfrazados a veces con el ropaje del adversario, y describía sus complicadas operaciones.

    El libro se titulaba ‘Confusión de confusiones’ y había sido escrito en español por un judío sefardí, el hispano-portugués José de la Vega, a imitación del estilo de Erasmo de Rotterdam, es decir, en forma de ‘Diálogos curiosos entre un filósofo agudo, un mercader discreto y un accionista erudito’.

    De la Vega daba consejos a los judíos que  habían cruzado el Canal de la Mancha para hacer negocios en Inglaterra, donde aquel mismo año se produjo la Revolución Gloriosa que llevó al holandés Guillermo de Orange al trono, coincidiendo con un fuerte impulso de las prácticas bursátiles en Londres

    Uno de los personajes de ‘Confusión de Confusiones’, el accionista erudito, dice en el segundo diálogo: «Nunca aconsejes a nadie que compre o venda acciones, porque donde la perspicacia está debilitada, mal puede lucir airoso el consejo». A continuación advierte de que las ganancias bursátiles son «los tesoros de los duendes» que pueden cambiar de carbón a diamante y luego a piedras y lágrimas. Por esa razón cree «prudente disfrutar de aquello que es posible, sin esperar la continuación de la coyuntura favorable ni la persistencia de la suerte».

    A los legos en el mundo bursátil, el accionista erudito les recalca que «quien desee ganar en este juego debe tener paciencia y dinero, puesto que los precios son muy inconstantes y los rumores muy poco fundados en la verdad». Y concluye: «Aquel que sepa aguantar los golpes sin aterrorizarse por la desgracia será como el león que responde a los truenos con rugidos, y no como la cierva que, aturdida por los truenos, trata de huir».

    «Según decís -interviene otro personaje del libro, el mercader-, esta gente de la Bolsa es bastante tonta, totalmente inestable, loca, orgullosa e insensata. Venderán sin saber el motivo; comprarán sin razón. Acertarán o errarán sin mérito o demérito por su parte».

    Para escribir estos diálogos, José de la Vega tenía que conocer las finanzas de Amsterdam, de las que ofrece una descripción útil para los historiadores. Sin lugar a dudas era un personaje singular, hombre de negocios y literato en una pieza.

    De la Vega vivía en Holanda, pero sus ascendientes procedían de Espejo (Córdoba) y formaba parte de lo que se conocía como nación portuguesa, los judíos que se habían marchado de la península ibérica por la presión de la Inquisición y que en muchos casos triunfaron en el comercio y las finanzas.

    En ese éxodo participaron familias de cristianos nuevos (judíos convertidos a la fuerza al catolicismo) que, a causa del Santo Oficio, huyeron primero de España a Portugal, regresaron décadas más tarde a su país de origen y acabaron emigrando a centroeuropa, donde recuperaron la religión judía. Uno de ellos era el padre de José de la Vega, que se llamaba Isaac Penso y probablemente procedía de Portugal.

    No está claro si su hijo, que tomó el apellido de la madre, nació en Espejo, donde vivió la familia, o en el norte de Europa, adonde se trasladó más tarde. Se sabe que José tenía dos hermanos en Londres, que viajó a Hamburgo, escribió poesía en hebreo desde joven, con brillantez, y dedicó una obra a Guillermo de Orange.

    Su libro (recuperado por Profit Editorial, 2009) no tuvo gran repercusión en su tiempo. Hermann Kellebenz, que escribió el prólogo para la edición de 1957, achaca tal circunstancia a que no estaba escrito en holandés y era una mezcla de manual bursátil y «obra literaria extravagante», con un estilo rebuscado y citas bíblicas y de la Antigüedad. En el olvido de la obra también pudo influir la crisis que sufrió el mercado de valores poco antes de su publicación.

    De la Vega, en cualquier caso, quería prevenir al público del estafador, un arquetipo que nunca ha dejado de pulular por el parqué, caminando sobre el filo de la legalidad. Daniel Defoe (1660-1731) dijo de esa figura -lo recuerda el historiador económico Charles P. Kindleberger- que «era diez mil veces peor que el salteador de caminos». 

    Para Defoe solo era un indeseable que  «robaba a la gente que conocía -con frecuencia amigos y familiares- y no corría ningún riesgo físico».

    El libro de José de la Vega, una rareza que arrancaría la sonrisa de los ‘brokers’ actuales, se cierra con una reflexión del tercero de sus personajes, el filósofo agudo: «Guardaré mis acciones hasta que Dios quiera que (después de la reciente caída de las cotizaciones) pueda librarme de ellas en paz, pues solo aspiro a salvarme y no reunir riquezas (…) Creo que es mucho mejor no ser especulador que serlo, (y cuando digo esto) hablo de la verdadera especulación y no del negocio honrado con acciones, porque lo que es justo y equitativo en el segundo caso, es turbio y sospechoso en el primero».

  • Justo Balerdi, en el centro, con un cigarro en la boca. Fue su última foto antes de morir.

    Este texto se publicó en el El Correo en 2018

    El 4 de marzo de 1945, miembros del Servicio Aéreo Especial (SAS), las fuerzas especiales británicas, comenzaron a saltar en paracaídas sobre suelo italiano para atacar el cuartel general alemán de Villa Rossi y Villa Calvi, dos mansiones del municipio de Albinea. Parece el arranque de una película de aventuras, pero ocurrió en la vida real y tuvo como protagonistas a un vasco huido de Franco y a un gaitero escocés chiflado.

    A las órdenes del capitán Michael Lees, de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE, siglas en inglés), los miembros del SAS, 40 en total, debían lanzarse en paracaídas en días sucesivos e infiltrarse detrás de las líneas enemigas para incorporarse a uno de los destacamentos más extraños y heterogéneos que los aliados habían podido reunir. Lo formaban 150 comunistas italianos y un centenar de desertores rusos del Ejército alemán, mezcolanza de la que solo puede decirse que evocaba el espíritu de las películas ‘Doce del patíbulo’, ‘El desafío de las águilas’ o ‘Los cañones de Navarone’.

    En el grupo que saltó el 4 de marzo, desde un avión C-47 Dakota estadounidense, figuraba el único vasco de la historia del SAS, Justo Balerdi, un sestaoarra menudo, de 1,68 de estatura y 66 kilos, tal y como consta en su expediente militar.

    En total fueron diez españoles los que participaron en aquella osada operación, todos ellos republicanos exiliados, seis de los cuales se buscaron un nombre falso para que los alemanes no los identificaran si los capturaban. A los británicos les pareció una buena idea y solo pusieron pegas a quien escogió llamarse Francis Drake, como el corsario inglés del siglo XVI. Balerdi no tuvo ningún problema cuando decidió usar el nombre de Robert Bruce, legendario rey de Escocia de los siglos XIII y XIV.

    La acción del SAS en Italia la relatan Guillermo Tabernilla y Ander González en el libro ‘Combatientes vascos en la Segunda Guerra Mundial’ (Desperta Ferro), que dedica unas páginas a Balerdi, distinguido con la medalla Africa Star de los británicos por su participación en la campaña del desierto y condecorado por el SAS.

    Balerdi nació en 1920 en Sestao, pero su vida giró alrededor del Mediterráneo desde que siendo muy joven fue a vivir a Barcelona, donde lo sorprendió la sublevación franquista. Al finalizar la Guerra Civil, en 1939, su madre se había vuelto a casar con un militante comunista y él marchó a Gibraltar y luego con su tía a la ciudad de Tánger, que entonces tenía  estatuto internacional.

    En junio de 1940, con Francia récién invadida por los alemanes, Tánger fue ocupada por las tropas de Franco y Balerdi posiblemente se enroló en la Legión Extranjera francesa; lo cierto es que ese mismo año apareció en Siria, controlada por el régimen colaboracionista de Vichy, y se pasó enseguida a los aliados, incorporándose a un regimiento británico estacionado en Palestina. Con esa unidad viajó a Egipto y entró en un grupo de comandos, embarcando para Creta cuando la isla todavía no había caído en manos alemanas.

    Su intensa hoja de servicios incluye algún arresto y una pérdida temporal de la graduación de cabo primero, debida posiblemente a sus cambios frecuentes de unidad. Son incidencias de no demasiada importancia que sugieren que pudo ser una persona rebelde, además de experimentada en el combate.

    El perfil de Balerdi era frecuente en las unidades especiales y de inteligencia  británicas, que reunían a aventureros, excatedráticos, poetas y escritores amantes de la emoción y la Antigüedad.

    ¿A qué grupo pertenecía Balerdi? Guillermo Tabernilla y Ander González indican que debió de recibir una esmerada educación en Barcelona. Como soldado aliado, en 1941 participó en una operación en una isla griega ocupada por los italianos y hasta 1943 intervino en las operaciomes especiales del Norte de África, siendo reclutado ese año por el SAS, unidad creada por el teniente coronel Archibald David Stirling (Balerdi formó parte de una nueva unidad del SAS a las del hermano de Archibald, William).

    En 1944, el exiliado vasco abandonó el teatro de operaciones del Mediterráneo para recibir un curso de paracaidismo en el Reino Unido, y tras el desembarco de Normandía lo enviaron a Bailly-le-Franc (Francia) para sabotear los trenes alemanes en la región de Champaña-Ardenas, donde permaneció más de un mes escondido entre los soldados alemanes.

    Su siguiente destino fue Italia en 1945. Los aliados pusieron en marcha la Operación Tómbola, en la que el SAS, coordinando a los partisanos comunistas locales y a los desertores rusos de la Wehrmacht, debía neutralizar el cuartel general del 51 Cuerpo de Montaña alemán en Villa Rossi y Villa Calvi, situads en Botteghe, en el municipio de Albinea, cerca de Reggio Emilia. 

    Justo Balerdi y sus compañeros de armas fueron lanzándose en grupos detrás de la Línea Gótica, la barrera defensiva que los alemanes habían montado en la cordillera de los Apeninos para facilitar su repliegue.

    En el grupo de Balerdi saltó Francisco Gerónimo (Frank Williams fue el nombre bajo el que se ocultó) y unos días más tarde lo hizo David Kirkpatrick, conocido como ‘Mad Piper’ o gaitero loco, que surcó el aire con la falda escocesa (‘kilt’) y fue confundido con una mujer por los partisanos. Su cometido específico era tocar la gaita en cuanto empezara el asalto al cuartel general alemán, algo que había hecho en una operación anterior con otros guerrilleros en Albania.

    David Kirkpatric, ‘Mad Piper’.

    Propenso a la insubordinación y reclutado para la Operación Tómbola tras una borrachera, Kirkpatrick debía advertir a los alemanes con su música que el ataque en Albinea era de los aliados, a fin de que no tomaran represalias contra la población civil. ‘Mad Piper’ tomó tierra en un lugar equivocado, pero unos campesinos lo auxiliaron y acabó regalando su paracaídas, cuya seda sirvió a una joven para confeccionar su vestido de novia.

    Esa anécdota encaja con el motivo que el comandante de los SAS en Albinea, Roy Farran, de 24 años, había esgrimido para llevarse a Italia a un tipo como Kirkpatrick. Era el más indicado para dar a la aventura un toque de romanticismo: «Tú eres mi arma secreta, ve y juega», le dijo. Su gaita fue alcanzada por las balas en el fragor del combate en Albinea mientras interpretaba la marcha ‘Highland Laddie’.

    Balerdi, Gerónimo, Kirpatrick, Farran… Todos colaboraron casi dos meses en el norte de Italia para dar el golpe sorpresa a la Wehrmatch y luego resistieron y organizaron tal caos que tres unidades enemigas tuvieron que retirarse. Fue la última hazaña en la que participó Balerdi, que moriría en combate el 21 de abril de 1945 en Torre Maina, en la provincia de Módena, un par de días antes de que la guerra acabara en Italia.

    Lo enterraron provisionalmente en el lugar donde cayó, pero el SAS, después de ocupar  Módena y Reggio Emilia, regresó a Torre Maina para recoger los cadáveres de sus soldados y darles sepultura en el cementerio de Albinea. Más adelante, los restos de Balerdi fueron inhumados en el War Cementery de Milán bajo una lápida en la que se puede leer el nombre de Robert Bruce, el que se había dado a sí mismo para luchar al lado de los británicos.

    La suya es la tumba de un rey imaginario de Escocia, de un soldado nacido en el País Vasco que luchó junto a un gaitero al que los italianos recuerdan no como un chiflado, sino como un héroe y un amigo.

    David Kirpatrick fue nombrado ciudadano honorario de Albinea en 2011. Murió en su localidad natal de Grivan en 2016, a la edad de 91 años, y en su tumba se puede leer su apodo: ‘The Mad Piper’.

  • Captura del pirata Barbanegra (1718). / Wikipedia. Dominio público.

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013

    El ensayo ‘Piratas en guerra’ es una reflexión rigurosa y entretenida sobre el bandidaje marítimo entre los siglos XVI y XIX

    En 1631, unos corsarios berberiscos atacaron el puerto de Baltimore, en el suroeste de Irlanda, y se llevaron a 109 hombres, mujeres y menores para venderlos como esclavos. Visto retrospectivamente, lo llamativo de aquella trágica incursión no es sólo que unos marinos musulmanes se adentraran tan al norte, sino que golpearan, precisamente, a una población que vivía de la piratería como ellos.

    La incursión tuvo importantes  consecuencias. A comienzos del XVII, el saqueo de barcos era endémico en las islas británicas, un negocio sostenido desde tierra por nobles locales que corrompían a las autoridades.

    Cuando los berberiscos irrumpieron en Irlanda, Baltimore era uno de los mayores enclaves piratas de la zona. Sin embargo, aquella ‘razzia’ transformó a sus habitantes, que reclamaron una intervención decidida contra el bandidaje marítimo, fuese local o extranjero. «La miseria y el miedo volvieron honesta a la gente», escribe Peter Earle en el ensayo ‘Piratas en guerra’ (ed. Melusina).

    Este ataque en Irlanda sólo es una de las múltiples correrías corsarias narradas por Earle, que impartió clases en la London School of Economics and Political Science y luego pasó a la Universidad de Londres, en este caso como profesor emérito de Historia Económica.

    Earle describe la evolución de la piratería entre los siglos XVI y XIX, pero incorporando la perspectiva de quienes la persiguieron, ya que muchos especialistas omiten que los piratas eran unos indeseables para sus contemporáneos. Si sobrevivieron tanto tiempo se debió a que en ocasiones fueron útiles a los gobiernos, pagaron sobornos para eludir a la justicia y traficaron con el botín.

    «Fui educado en el respeto por la Armada y mis instintos están del lado de la ley y el orden», avisa el autor en el prefacio. «Sin embargo -continúa-, para quienes tomen partido por los piratas les gustará saber que la Armada tardó mucho en aprender cómo ganar este conflicto, lo que garantizó que sus adversarios, individualistas y temerarios, gozaran de buena salud durante mucho tiempo».

    Peter Earle repasa las etapas de la piratería a lo largo de 250 años, desde Cornualles al Mediterráneo y desde África Occidental al Índico. Lo hace con la minuciosidad del historiador y, lo que es de agradecer, con habilidad narrativa.

    Su largo viaje concluye en el norte de África a comienzos del XIX, cuando las potencias occidentales doblegaron a los berberiscos. El autor se despide tomando un párrafo de la célebre ‘Historia de la Piratería’ de Philip Gosse (1932). «No hay duda de que la clase de hombre que en su día se volvió pirata todavía existe -recuerda Gosse-, aunque no le queda más remedio que buscar otras vías para sus habilidades».

    Sugerente reflexión.

  • Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013

    Un ensayo rescata del olvido las peripecias de los brigadistas de Extremo Oriente que lucharon por la República entre 1936 y 1938

    En el saturado mercado editorial sobre la contienda española aún es posible encontrar títulos sorprendentes. Uno de ellos es  ‘Los brigadistas chinos de la Guerra Civil’ Catarata), de Wuei-Tsou y Len Tsou, un matrimonio taiwanés afincado en Estados Unidos que escribió el libro tras descubrir nombres orientales -chinos, vietnamitas, filipinos- en una publicación sobre el 50 aniversario de la Brigada Lincoln, la unidad estadounidense de las Brigadas Internacionales.

    Los chinos que lucharon por la República debieron de rondar el centenar, la mayoría llegados a España desde EE UU y Francia. Dos residían en la península y uno de ellos se ganaba la vida como vendedor ambulante. Tan sólo uno viajó a España directamente desde China, el comunista Chen Agen, nacido en Shanghai en 1913.

    Perseguido por las fuerzas nacionalistas de Chiang Kai-sheck por haber organizado un sindicato, Chen Agen se enroló como pinche en un mercante francés a las órdenes de un jefe de cocina vietnamita, un hombre culto, políglota y bien informado, que le habló de una guerra en España. Tras desembarcar en La Coruña, Chen marchó a combatir a Asturias y fue hecho prisionero en Mieres en el verano de 1937 al desmoronarse el frente republicano.

    Unos meses después, el brigadista chino, un joven fuerte y de ancho rostro, fue trasladado al penal del Dueso, en Santoña, donde poco antes habían sido recluidos soldados republicanos y gudaris del Ejército vasco. Por aquella prisión pasaron el nacionalista Juan Ajuriaguerra, el socialista Ramón Rubial, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, el poeta José Hierro…

    Los presos enseñaron a Chen Agen a utilizar los dedos como cebo en la playa para coger cangrejos que luego cocía en una olla. Se hizo muy amigo de un marroquí, Julián Ben Raadi, con el que pescaba, y de otro estadounidense, Lou Ornitz, un gigante de casi dos metros con quien volvió a coincidir en el campo burgalés de San Pedro de Cardeña.

    Ornitz le preguntó un día por qué el cocinero vietnamita que le había informado de la guerra de España no combatió en ella. Chen Agen confesó habérselo planteado, pero el cocinero le respondió que debía acudir a la Unión Soviética. Tiempo después, Ornitz se preguntó si podía tratarse del futuro líder norvietnamita Ho Chi Minh, que efectivamente pasó por la Escuela Internacional Lenin. Los datos personales, dominio del francés, viajes en barco, estancia en la URSS, concordaban.

    Chen Agen y Lou Ornitz se separaron en 1938, cuando el segundo fue liberado en un intercambio de prisioneros republicanos e italianos. En 1942, el comunista chino fue liberado por las autoridades franquistas en Madrid, donde se pierde su pista. Podría decirse que esta fue la contribución simbólica de Mao Tse Tung a la República española, ciertamente escasa si se compara con la de la URSS en combatientes (más de 2.000) y material de guerra. Pero China había sido invadida por Japón y a los comunistas -y a los nacionalistas de Chiang Kai-sheck- les bastaba y sobraba con oponerse al Ejército nipón.

    El propio Mao se disculpó ante sus correligionarios españoles en una carta abierta: «De no ser porque tenemos enfrente al enemigo japonés, iríamos con toda seguridad a integrarnos en vuestras tropas». Es inevitable preguntarse -en tono irónico- qué habría ocurrido si Mao no hubiera estado tan ocupado y hablara en serio.

    De todos modos, sin necesidad de una contribución oriental, la Guerra Civil se inundó de extranjeros y no sólo con los 35.000 miembros de las Brigadas Internacionales procedentes de medio centenar de países que llegaron a España entre 1936 y 1938. La Italia fascista desplegó 100.000 soldados y la Alemania nazi, 50.000. Sumando otros 175.000 procedentes de Marruecos y Portugal, el total de extranjeros del bando franquista alcanzó los 325.000.

    En realidad, a los nacionales no los apoyaron sólo las potencias totalitarias. Las democracias oficialmente neutrales no lo fueron tanto. El Reino Unido permitió a Franco utilizar las comunicaciones de Gibraltar para mantener contactos con Berlín, Roma y Lisboa. La petrolera Texaco, con el permiso tácito del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, le proporcionó 3,5 millones de toneladas de combustible pagadas con préstamos baratos. General Motors y Ford le entregaron 12.000 camiones (frente a los 3.000 que enviaron alemanes e italianos) y la empresa Du Pont le suministró proyectiles.

    Frente a todo ese despliegue, un puñado de revolucionarios de Extremo Oriente irrumpió en la Guerra Civil para acabar en muchos casos en campos de internamiento franceses. Algunos volvieron a su país de origen para luchar contra Japón y uno -Xie Weijin- sería represaliado por revisionista.

    Hubo más brigadistas que acabaron en China, como los médicos extranjeros del Ejército republicano que se marcharon a Extremo Oriente a luchar contra los japoneses y a partir de entonces fueron conocidos como los ‘médicos españoles’.

    Tampoco faltaron en el bando republicano filipinos con apellidos vascos: Manuel Lizárraga, Dimitri Gorostiaga… Y un voluntario de la isla de Hokkaido, el único japonés. Se llamaba Jack Shirai y había viajado a España desde San Francisco, convirtiéndose en el cocinero más famoso de las Brigadas Internacionales -su especialidad eran los garbanzos-.

    A Shirai le irritaba haber sido destinado a un puesto auxiliar y puso dos condiciones para aceptar el papel de marmitón: recibir un fusil y que lo acercaran a la zona de fuego. Murió en la batalla de Brunete alcanzado por una bala perdida cuando llevaba comida al frente. Sus compañeros de armas lo enterraron bajo un olivo en Villanueva de la Cañada.

  • Wikipedia. L. Block. Dominio público.

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2011

    En la era digital, la incomprensión entre lectores y no lectores se ha afianzado como la mayor división cultural de la sociedad.

    ¿Estamos en guerra y no lo sabemos? «Los no lectores encuentran a los lectores engreídos. Los lectores no llegan a comprender con qué llenan la cabeza los no lectores». El lamento de John Carey, profesor emérito de Literatura de la Universidad de Oxford, resuena en el prólogo de ‘Puro placer’ (Ed. Siglo XXI), una recopilación de los artículos que publicó semanalmente en el Sunday Times para glosar los cincuenta libros con los que más había disfrutado (Conan Doyle, Kipling, Joyce, Gorki, Wells, Conrad, Gide, Mann, Naipaul…). «Actualmente, la distancia entre la gente que lee libros y la que no los lee es la mayor de todas las divisiones culturales; trasciende las diferencias de edad, clase y género», asegura el docente.

    El libro de Carey apareció originalmente en 2000, cuando Internet comenzaba a transformar la industria cultural y del entretenimiento. El autor, que fue crítico literario del Sunday Times, se preguntaba qué destino le aguardaba a la lectura y se quejaba de que no figurara entre las preocupaciones de las autoridades. Su advertencia no ha perdido vigencia al cabo de un cuarto de siglo, en plena era digital, cuyas consecuencias no hemos terminado de conocer.

    Las nuevas tecnologías priman la imagen, la instantaneidad, la denominada interactividad… Un picoteo que se ha colado en los colegios, abriendo una brecha entre la enseñanza tradicional y la recogida desordenada de información audiovisual.

    John Carey imaginaba un futuro distópico en el que los individuos quizá acaben asfixiados por la superpoblación y aprecien el sosiego de los libros. Pero mientras llega ese momento, avisó, se han creado dos mundos paralelos, las personas que leen y las que no. «Ninguno de los bandos entiende al otro».

    Esa batalla ha acabado moldeando los medios de comunicación y sus modelos de negocio. ¿Perderá el libro la hegemonía de siglos? Carey reconoce que explicar su utilidad «es extremadamente difícil» en la sociedad actual. La televisión y el cine son perfectos porque «se parecen a lo que representan», pero transformar las palabras en imágenes «es una operación increíblemente compleja» que «implica un tipo de poder imaginativo distinto a cualquiera que se utilice en otros procesos mentales».

    Ese poder se relaciona con la facultad de desarrollar ideas propias y ponerse en el lugar de los demás, dos ingredientes esenciales de la civilización. «Dejas el libro, enciendes la televisión y la relajación es instantánea. Eso se debe a que una parte de tu cabeza ha dejado de trabajar», resume el profesor.

    Carey niega que la lectura sea elitista, puesto que los niños pueden aprender a leer en colegios públicos y tienen bibliotecas a su disposición. Lo que ocurre es que «algunas personas son perezosas» lo mismo para abrir un libro que para caminar. Para rematarlo, el esnobismo artístico no ayuda a vencer esa pereza, más bien contribuye a que la gente relacione la literatura con «el fanfarroneo y el falso refinamiento» y se aleje de ella como de la peste.

    Solución: cultivar el hábito de leer hasta que no se note el esfuerzo. A Harold Bloom, un crítico literario considerado exquisito y elitista, parece que le dio resultado. «Cuando estoy cansado, después de más de sesenta años de lecturas, regreso al placer de leer como un niño. Cuando cada vez que me enamoraba de un poema lo leía y releía hasta que me lo sabía de memoria».

  • Wikipedia. Dominio público

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2013. Nadie como Yolanda para comprenderlo.

    ¿Por qué los jóvenes llegan a las pruebas de Selectividad sin saber expresarse ni comprender un texto? La respuesta está en la Antigüedad

    Escribe Plutarco, filósofo y biógrafo griego que vivió entre los siglos I y II de nuestra era: «No ha mucho tiempo se adiestraba en Roma a unos elefantes a hacer giros y ejercicios extraordinarios, difíciles de ejecutar. Entre ellos había uno más torpe que los otros a la hora de aprender, por lo que había sido castigado muchas veces. Lo sorprendieron por la noche ensayando y repitiendo solo al claro de luna lo que le habían enseñado».

    Este fragmento de ‘Sobre la inteligencia de los animales’, texto recogido en el libro ‘Gabinete de curiosidades romanas’ (J.C. McKeown, ed. Crítica), me viene a la cabeza cada vez que las administraciones públicas polemizan sobre una nueva reforma educativa para elevar supuestamente las competencias de los estudiantes. Ni partidarios ni detractores de los cambios se paran a pensar en por qué los jóvenes terminan el bachillerato con dificultades para exponer sus ideas verbalmente y por escrito, o para entender un sencillo ensayo. Y da igual que hayan estudiado solo en castellano, en un modelo bilingüe o exclusivamente en la lengua cooficial.

    Todas las reformas de la enseñanza se reducen a una discusión política y burocrática sobre qué administración debe controlar el temario -y más si se trata de la asignatura de Historia- y sobre cuántas horas se asigna a cada idioma y a cada disciplina. La Formación Profesional, crucial para el desarrollo económico, no despierta el mismo interés que la discusión sobre cuál debe ser lengua vehicular del sistema educativo, una cuestión que se remonta a la Antigua Roma, cuando la enseñanza en latín y griego ya suscitaba controversia entre los educadores.

    El más reputado de todos ellos, Quintiliano, un letrado, profesor de retórica y pedagogo del siglo I después de Cristo, hacía entonces una sugerencia que arroja algo de luz sobre las recurrentes batallas lingüísticas actuales.

    «Me inclino más -escribe en el ‘Aprendizaje de la oratoria’- a que el niño comience por la lengua griega, pues la latina, que está más en uso, la aprendemos aunque no queramos; y también porque primeramente debe ser instruido en letras y ciencias griegas, de las cuales se originaron las nuestras. Mas no quiero que en esto se proceda tan escrupulosamente que hable por mucho tiempo solo la lengua griega, como acostumbra a hacer la mayoría; pues de aquí dimanan muchísimos defectos, tanto en la expresión como en el acento (al hablar latín)».

    Los razonamientos de Quintiliano, nacido en Calagurris, la actual Calahorra, han resistido el paso del tiempo. Creía que el ambiente del hogar era importante en la educación; proponía que los alumnos más pequeños jugaran con letras de marfil para familiarizarse con el alfabeto; elogiaba al buen maestro, subrayando que los estudiantes recuerdan con respeto a quien agrada y sabe enseñar; se oponía, igual que su contemporáneo Plutarco, a los castigos físicos… Pensaba, en fin, que la lectura, la redacción y la imitación de los buenos modelos eran cruciales para el futuro orador.

    El hombre que sabe expresarse debía ser, a su juicio, una persona de elevados principios y personalidad definida, «la consumación de la máxima expresión de la ética, la formación y el discernimiento estilístico», según explica el Diccionario del Mundo Clásico (ed. Crítica).

    Por desgracia, Quintiliano, que tiene dedicada una plaza, una estatua y un instituto en Calahorra, no encontraría cabida en los debates educativos de hoy. Ni tampoco habría un hueco para Plutarco, autor de ‘Vidas paralelas’, que incluye veintitrés parejas de biografías en las que analiza la educación recibida por los personajes. Por no decir que a ningún gestor político o pedagogo les preocupa demasiado la situación del latín y el griego, y de las Humanidades en general, en el currículo académico.

    J.C. McKeown, profesor de Clásicas, cuenta en ‘Gabinete de curiosidades romanas’ que el ostrogodo Teodorico el Grande, el segundo gobernante bárbaro de Italia tras la caída del Imperio romano de Occidente, era un hombre iletrado y también bastante lerdo a juzgar por lo que tardaba en aprender. Durante los primeros diez años de su mandato (que se prolongó del 493 al 526 después de Cristo) necesitó una plantilla de madera para escribir ‘Lo he leído’ en los documentos que le mostraban, una plantilla como la que Quintiliano recomendaba a los niños que ya distinguían las letras del alfabeto.