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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

  • Benjamin Disraeli./ Dominio público

    Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2014

    Benjamin Disraelí, novelista y político inglés descendiente de judíos sefardíes, fue un dandy reaccionario que escribió un capítulo brillante de la historia de los tories y sedujo a la reina Victoria

    «¿Cómo podemos considerar nuestros tiempos como una época utilitaria? Es una época de infinito romanticismo. Se derrumban los tronos y se ofrecen coronas como en los cuentos de hadas, y los seres más poderosos del mundo, hombres y mujeres, eran, hace solo unos años, aventureros y desterrados».

    La cita podría haber sido escrita ayer mismo, pero es de Benjamin Disraeli (1804-1881), lord Beaconsfield, líder de los conservadores británicos durante la segunda mitad del siglo XIX. Conocido por sus correligionarios como Dizzy y el Jefe, fue un político superlativo, orador de tintes dramáticos y novelista de éxito, cuyas obras más conocidas fueron ‘Sybil’ y ‘Vivien Gray’. Su padre fue un intelectual descendiente de judíos venecianos que se alejó de su religión, pero él nunca renegó de su origen semita. Y no sólo eso, sino que presumió de que sus ancestros eran judíos expulsados de España por los Reyes Católicos en 1492.

    Con esos antepasados, Disraeli fue parlamentario tory desde 1837, amén de líder de su partido, jefe de la oposición, ministro de Hacienda y dos veces jefe de Gobierno; brevemente en 1868 y más tarde entre 1874 y 1880. Sumó cuarenta y tres años de carrera política que abarcan buena parte de la era victoriana y arrancan con el movimiento de la Joven Inglaterra, una facción liderada por él que representaba el conservadurismo romántico. En su juventud fue un tipo extravagante; un dandy enamorado de la literatura, de la historia… y de algunas mujeres casadas. Un bohemio que vestía pantalones de terciopelo verde y chalecos amarillos, lucía encajes en las mangas y se dejaba caer un rizo desmañado sobre la frente (pero no era Byron). «Una nación es una obra de arte y de tiempo», escribía, mezclando la política con la literatura, como si grabara citas sobre el mármol.

    Desde su mocedad, Disraeli fue un tradicionalista con posturas explícitamente reaccionarias. Se identificó con la nobleza propietaria de la tierra, en la que creía ver las auténticas virtudes inglesas, la constitución no escrita y la religión. Buscaba una conexión entre la aristocracia y el pueblo sencillo, ya que los liberales (whigs) le parecían el brazo político de la nueva oligarquía industrial y comercial, una clase que explotaba cruel y eficientemente a los trabajadores y de la que se sentía alejado intelectualmente.

    En política económica, Disraeli defendió inicialmente el proteccionismo de los terratenientes agrícolas, y su trigo británico, frente a la libertad de comercio que reclamaban los industriales (aunque los tories tuvieron que asumir la segunda opción). No creía en la filosofía utilitarista ni tampoco en la economía como disciplina académica. En general, el materalismo le repelía. La teoría de Darwin sobre el origen de las especies le suscitaba un olímpico desprecio, y en general se sentía más atraído por el inmovilismo de la Iglesia de Roma, por citar un ejemplo, que por los avances científicos o cualquier teoría ética o estética. «Todas las religiones de lo bello acaban en orgías», decía.

    A un decano universitario que abogaba por la libre interpretación de las Sagradas Escrituras le recordó:

    -Sin dogmas no hay decano, señor decano.

    El tradicionalismo de Disraeli, que fue doctor honoris causa por Oxford y rector de la Universidad de Glasgow, se incubó en sus sueños y lecturas. De joven intentó editar un periódico con la ayuda del escritor Walter Scott, pero la experiencia fue un fracaso. No sólo le granjeó el rechazo de personas influyentes, sino que lo convirtió en un deudor impenitente perseguido por los acreedores. Sus atuendos y sus historias sentimentales no hiceron sino empeorar su reputación.

    Dizzy tuvo éxito con las mujeres en general, pero el amor y la lealtad se los dedicó a dos viudas. En 1839 se casó con una, Mary-Ann Evans, bastante mayor que él y razonablemente acaudalada. «La mujer perfecta», la bautizó. No le dio hijos, pero le procuró una existencia holgada, aunque nunca exenta de deudas, ya que Disraeli era un manirroto cuya mente orbitaba en torno a las novelas y a la política.

    Su forma de pensar lo convirtió en el favorito de otra viuda británica, la reina Victoria, que fue entronizada el mismo año en que a Dizzy lo eligieron parlamentario por primera vez (1837). Victoria estuvo locamente enamorada de su marido, el regente Alberto, un noble alemán detestado por el pueblo británico, pero cuando el consorte falleció, Disraeli se ganó a la viuda con una hermosa carta de condolencia. La sedujo a base de darle siempre la razón y de hacer comentarios que arrancaban en ella fugaces e insólitos destellos de gracia. Y a veces también a base de olvidar, según admitió el político.

    Victoria le cogió tanto afecto a Disraeli que, cuando se enteró de que le gustaba el mes de mayo, le mandó un ramo de ‘primaveras’ todas las semanas. El primero de ellos llegó de palacio con la tarjeta de una hija de la reina que decía: «Mamá me encarga que le envíe estas flores». Fue la abnegada Mary-Ann la que respondió en nombre de su marido: «He cumplido el grato deber de obedecer la orden de Su Majestad -escribió-. El señor Disraeli ama las flores con pasión, y la magnificencia y el perfume de estas se han visto realzados por la mano condescendiente que ha extendido sobre él todos los tesoros de la primavera».

    Disraeli coqueteó con Victoria, a la que agasajaba con flores -prímulas que simbolizan la amistad- y con notas románticas. Pero encontró en Mary-Ann a su mayor admiradora, a la mujer que lo cuidó y siempre creyó en él, que pagó facturas y lo animó en los momentos difíciles. «La gente lo encuentra feo, pero no lo es; es hermoso. Quisiera que lo viesen cuando duerme», decía la fiel esposa. Aquella pareja tan curiosa caminó simpre unida hacia un destino que Disraelí denominó «la cima de la resbaladiza cucaña», una alusión a su tortuosa trayectoria política, que se había iniciado ocho años antes de que contrajera nupcias. Ocurrió durante un viaje a Tierra Santa en 1831, cuando Disraelí se persuadió de que estaba llamado a grandes empresas.

    Por desgracia, sus comienzos en política fueron algo más que decepcionantes. Empezó perdiendo dos elecciones a la Cámara de los Comunes y cuando por fin consiguió un escaño, en 1837, el primer día los parlamentarios se burlaron de él sin miramientos. «¡Al grano!,» le gritaban los miembros del partido irlandés de Daniel O’Connell. Aquel día, Disraeli apenas pudo hilar una frase a causa de los pateos, silbidos y risotadas que proferían sus señorías, que imitaban sonidos de animales. De forma sorprendente, la estoica reacción del novato, ataviado con un traje verde botella, un chaleco blanco y una cadena de oro, y con su inseparable rizo en la frente, le granjeó el respeto de los políticos veteranos y menos vocingleros. «Y ahora voy a sentarme. ¡Pero un día llegará en que ustedes me escuchen!», avisó Disraeli, que todavía era un dandy, pero un dandy ambicioso y herido en su orgullo.

    En aquella época, uno de los problemas de Disraeli era que tenía enemigos en sus propias filas. Estaba enfrentado al líder conservador Robert Peel, y muchos correligionarios de ese partido consideraban que las maniobras que él había orquestado contra ese viejo político, unidas a sus extravagancias y a sus trajes chillones, no eran propias de un gentleman. Por esa razón la estrella de Dizzy tardó en brillar. Su biografía estuvo siempre marcada por los altibajos y las grandes decepciones, como cuando Peel se olvidó de él al formar un Gobierno conservador en 1841. Sin embargo, Disraeli acabaría reemplazándole como líder de los tories, si bien no alcanzó la jefatura del Gobierno hasta cumplir 64 años.

    Fuera de su partido, Disraeli tuvo otro gran adversario: el jefe liberal Gladstone, un hombre vehemente e idealista que tenía la costumbre de talar árboles en el bosque (tilos, en concreto) para serenarse. Los dos estadistas se alternaron en el gobierno y en la oposición durante un buen trecho de la era victoriana. Se llevaban muy mal; o mejor, era Gladstone, originario de Liverpool quien no soportaba a Disraeli, un londinense a quien consideró el diablo con cuernos y rabo hasta que este último se jubiló. Calificó ese acontecimiento como un triunfo de la civilización.

    Los choques parlamentarios entre ambos alcanzaron una tensión inusitada, casi cinematográfica. En uno de ellos, Gladstone cubrió a su rival de tantos improperios y cerró su intervención con un puñetazo en el estrado tan fuerte que las hojas saltaron por los aires mientras volvía a su asiento.

    Cuando le tocó el turno a Dizzy, la Cámara de los Comunes contuvo la respiración.

    -El muy honorable gentleman -comenzó el político tory, aparentemente abrumado- ha hablado con mucha pasión, mucha elocuencia y ¡ejem! violencia.

    Luego vino un largo silencio.

    -Pero el daño puede ser reparado, continuó el orador.

    A continuación, Disraelí recogió los enseres tirados por el suelo. Los colocó sobre el estrado y se fue a su escaño.

    Disraeli robó a los liberales muchos éxitos políticos. Abandonó el proteccionismo que defendía el movimiento de la Joven Inglaterra y amplió el derecho de sufragio (tarde o temprano habría que aprobar esa reforma, así que la reina Victoria pensó que era mejor que lo hicieran los conservadores). En los asuntos exteriores, Gladstone y Disraeli eran como el agua y el aceite. El primero abogaba por el diálogo con las potencias europeas y lo hizo hasta el punto de que la revista satírica ‘Punch’ bromeó sobre su pacifismo, asegurando que si el emperador de China reclamara Escocia, Gladstone convocaría una comisión para resolver el conflicto.

    Disraeli, por el contrario, hoy sería tildado de agresivo. Actuó con firmeza frente a los rusos y su deseo de buscar una salida al Mediterráneo para su Armada, una estrategia que ponía en peligro la ruta británica a la India a través del canal de Suez. A fin de asegurar esa vía vital aprobó la compra de las acciones que el pachá de Egipto tenía en la sociedad del canal. Dio el visto bueno a guerras contra los zulúes en Suráfrica y contra los afganos, y aceptó que la reina Victoria recibiera el título de emperatriz de la India, pese a que políticamente no le parecía conveniente (ella le concedió el título de lord Beaconsfield siendo primer ministro). Por desgracia no pudo cumplir el sueño de crear un Parlamento imperial en Londres.

    El enfrentamiento visceral entre Gladstone (cortador de troncos) y Disraeli (amante de los libros) se trasladó a la sociedad. Las mujeres, que en aquella época no votaban, estaban por regla general del lado del líder conservador. Tanto era así que a unas bailarinas les preguntaron a quién de los dos políticos preferían por marido y todas excepto una eligieron a Dizzy.

    Y la discrepante se apresuró a aclarar: «Esperad , quisiera casarme con Gladstone para hacerme robar por Disraeli y ver la cara de Gladstone poco después».

    Los dos estadistas sólo se dieron una tregua en diciembre de 1872, cuando falleció Mary-Ann, la abnegada esposa de Disraeli. Gladstone envió a su adversario una carta entrañable. «Creo recordar que nos casamos el mismo año -relató-. Nos ha sido permitido a los dos el gozar durante un cuarto de siglo de la dicha sin tasa. Yo, que no he sufrido aún el golpe que le hiere, puedo comprender lo que ha debido ser, lo que es…»

    Disraeli sufrió lo indecible con la pérdida de Mary-Ann. Cuando agonizaba en el hospital, con un cáncer de estómago en fase terminal, se volcó en ella.

    Los dos se comunicaban por carta.

    «Dizzy a la señora de Dizzy:

    No tengo nada que decirle si no es que la amo, lo cual temo que le parezca un poco soso».

    La esposa respondía:

    «La señora de Dizzy a Dizzy:

    My own dearest, le echo a usted muchísimo de menos; le estoy tan agradecida por su ternura y bondad».

    Cuando Mary-Ann expiró, Disraeli descubrió que había perdido un hogar. Se mudó a un hotel y reanudó su actividad política hasta lograr la jefatura de gobierno dos años después. A los pocos meses de quedarse viudo comenzó a intimar con lady Chesterfield y lady Bradford, dos hermanas de la alta sociedad londinense. De la primera, viuda y que tenía setenta años, le gustaba la conversación y su ternura; y de la segunda, que tenía 55 y estaba casada, su alegría y belleza. Dizzy pidió en matrimonio a lady Chesterfield, pero esta rehusó, no sólo por motivos de edad, sino porque sabía que a Disraeli quien realmente le atraía era lady Bradford, que tuvo que pedir al pretendiente que enfriara el tono de sus cartas.

    De todos modos, el galante estadista nunca olvidó a su llorada Mary-Ann. En una carta que ella había dejado escrita cuando su muerte estaba próxima, y que Disraeli encontró después, le aconsejaba que buscara compañía. Sólo pedía una cosa: que los enterraran a los dos juntos.

    Y así ocurrió. Al morir Disraelí en 1881, la desolada reina Victoria desistió de su deseo de inhumarlo en la abadía de Westminster. El panteón de Benjsmin y Mary Ann está Hughenden Manor, la mansión en la que ellos residieron.

    Victoria erigió allí un monumento dedicado a Dizzy con la frase: «Los reyes aman al que habla con acierto» (Salmo VI 13). Antes había enviado una corona para el funeral en cuya cinta se podía leer: ‘Sus flores favoritas».

  • Juan Bautista de Anza./ Dominio público

    Publicado en la serie Batallitas de El Correo en 2013

    Las montañas Greenhorn del estado de Colorado se llaman así por el caudillo comanche Cuerno Verde, que en 1779, durante el reinado de Carlos III, fue acorralado y abatido en aquella cordillera de las Rocosas. Lo que sigue es su historia y la de su perseguidor y verdugo, el militar y explorador Juan Bautista de Anza, de ascendencia guipuzcoana, que combatió a las tribus rebeldes de las actuales Arizona y Nuevo México. Un drama de frontera en el Far West del siglo XVIII

    Cuerno Verde y Anza podrían protagonizar un western de Hollywood. Son dos símbolos de la dominación colonial como el exsoldado confederado Ethan Edwars y el jefe Cicatriz, encarnados por John Wayne y Ricardo Montalbán, respectivamente, en la película ‘Centauros del desierto’, de John Ford. Pero Ethan y Cicatriz nacieron de la imaginación de un escritor, mientras que Anza y Cuerno Verde fueron hombres de carne y hueso arrastrados por el destino.

    Cuerno Verde se convirtió en jefe comanche cuando los españoles mataron a su padre y él heredó su autoridad. Los colonos lo odiaban porque había asesinado a cientos de prisioneros para satisfacer, decían ellos, sus ansias de venganza. Orgulloso y temerario, se hizo famoso por su costumbre de ponerse erguido a la grupa de su caballo y retar al enemigo.

    Anza no era menos arrojado. Se había curtido en las alianzas y guerras con los indios del suroeste de Estados Unidos, donde su padre, un militar y hacendado del mismo nombre, originario de Hernani (Gipuzkoa), había muerto y perdido la cabellera en 1739 a manos de los apaches durante una patrulla por el desierto de Sonora.

    Anza hijo tenía entonces 3 años. Con el tiempo desarrolló el espíritu aventurero de la familia y emprendió viajes que forjaron su prestigio, de los que llevó cumplida cuenta en sus diarios. El más conocido de ellos es el de 1775-1776, comandando una expedición que exploró y estableció una ruta terrestre de gran valor estratégico entre México y la Alta California. Allí fundó el asentamiento de San Francisco y se encontró con Fray Junípero Serra.

    En 1779, con el grado de teniente coronel, fue nombrado gobernador de Nuevo México con la misión de despejar de indios una región entre Santa Fe, la capital del territorio, y las regiones más al oeste, a ambos lados de la actual frontera de México y Estados Unidos, escenario de las correrías de apaches, comanches, navajos…

    Estas tribus robaban caballos, se dedicaban al pillaje y comerciaban con el botín. Frenarlas era difícil porque los ranchos de los colonos  estaban aislados y desguarnecidos, de modo que la solución que se buscó al principio fue concentrarlos en presidios (poblaciones fortificadas) para formar una red defensiva. Anza vino al mundo en uno de ellos, llamado Fronteras, en el estado mexicano de Sonora.

    Los presidios servían como medida preventiva, pero no resolvían el problema de fondo: el control del territorio por la Corona. Después de sus ataques, los indios buscaban refugio más allá de la frontera de Nuevo México, adentrándose en el actual estado de Colorado. Era una tierra peligrosa conocida como la Comanchería, donde los españoles y sus aliados, los indios pueblo, estaban en guerra permanente con los comanches y los ute, aunque ambas tribus también guerreaban entre sí, y los segundos eventualmente podían unirse a los españoles.

    Para resolver el problema, el comandante general Teodoro Croix decidió combinar la estrategia de los presidios con expediciones punitivas contra los caciques díscolos, el más importante de los cuales era Cuerno Verde. Así fue como su destino se unió al de Juan Bautista de Anza, que, recién nombrado gobernador, camino de Santa Fe, había contemplado los estragos y la desolación causados por los comanches.

    Anza reunió a colonos e indios aliados y planeó una incursión en la Comanchería para asestar un golpe definitivo a los rebeldes. En agosto de 1779 reclutó a un centenar de soldados de Santa Fe, a otros doscientos voluntarios y a más de doscientos nativos. En el camino se les unieron tropas procedentes de Sonora y un puñado de guerreros utes y apaches, a quienes se prometió que el botín se repartiría equitativamente.

    Aquel ejército avanzó por el Camino Real, la ruta que partía del Virreinato de Nueva España y cruzaba Nuevo México, y cuando llegó a sus confines acampó en Ojo Caliente, un poblado donde treinta familias de granjeros subsistían a merced de los indios, dispersas en un área de quince kilómetros.

    Anza envió exploradores para seguir el rastro de los comanches, prohibió encender fuegos y ordenó cabalgar de noche para que el polvo levantado por las monturas no delatara a los perseguidores. La nieve y la niebla obligaron a la tropa a hacer un alto cerca de un paraje conocido como Las Perdidas, lo que fue aprovechado para cazar medio centenar de búfalos.

    El primer encuentro con los comanches se produjo al cabo de un mes de marcha. Anza dispuso a sus hombres en formación de guerrilla, y los indios huyeron a caballo con sus familias. Los españoles mataron a dieciocho guerreros y apresaron a treinta mujeres y niños, quedándose con quinientos caballos.

    Los cautivos contaron que Cuerno Verde había convocado a las tribus a la vuelta de una correría por Nuevo México, lo que brindaba una ocasión perfecta para sorprenderle. Anza decidió dividir a su gente, de modo que él se concentraría en el jefe indio mientras que sus aliados ute combatirían a las demás bandas.

    Los españoles alcanzaron a su enemigo en una cañada cercana al río Arkansas y le tendieron una trampa. Primero lo persiguieron, luego le hicieron creer que desistían y finalmente lo atraparon junto a un pantano, donde, como hacía siempre, Cuerno Verde comenzó a gesticular a lomos de su caballo encabritado.

    Con apenas cincuenta hombres a su lado, el comanche puso pie en tierra y se parapetó tras las monturas. «Una tan vizarra quanto gloriosa defensa», escribió Anza, admirado, después de matarlo.

    Con el cabecilla indio, murieron su hijo primogénito, otros cuatro jefes, diez guerreros y un hechicero que había convencido a Cuerno Verde de que era inmortal. Estaba tan pagado de sí mismo que ni siquiera cargó su mosquete durante el combate, sino que ordenó a uno de sus hombres que lo hiciera en su lugar. «Infiero que su muerte -agregó Anza- se la causó su propio arrojo, valor o desprecio, que quiso hacer de nuestras gentes cevado de las muchas ventajas que siempre había conseguido sobre ellas por los desórdenes que siempre se han gobernado en la guerra».

    Tras la muerte de Cuerno Verde, la Corona trató de unir a las tribus comanches e invitó a los ute a reconciliarse con ellas. Relata Ángel Martínez de Salazar en su libro ‘Geografía de la Memoria’: «Durante horas (los ute), enojados como estaban, se negaron a fumar la pipa de la paz con Anza, e incluso aceptar sus regalos».

    Al final, este los persuadió y prohibió a los colonos entrar en territorio indio. La paz reinó en Nuevo México durante varias décadas.

  • «Desde el talón hasta la punta de los dedos de mis pies hay exactamente 29,7 centímetros, u 11,7 pulgadas. Esta distancia que mide una potencial progresión, también es una magnitud de pensamiento».

    La cita es de Robert Macfarlane, autor de culto para muchos lectores empedernidos que también son aficionados a la montaña y los parajes olvidados; una de las mejores descripciones de algo tan elemental e indescifrable como el deseo de caminar que anima a miles y miles de senderistas.

    La cantidad de libros que se titulan o subtitulan ‘Un viaje a pie por aquí o por allí’ dan fe de la relación entre el esfuerzo físico y el pensamiento, de cómo ambos elementos forman parte de una misma idea, andar, observar, escribir, leer, pensar, soñar.

    A mí me bastó con echar un vistazo a mi modesta y desordenada biblioteca una tarde de domingo para reencontrar casi al azar el libro ‘Los senderos del mar’, de María Belmonte (Acantilado), que describe un recorrido por etapas a lo largo de costa vasca. Es un ensayo delicioso por las cosas que cuenta y más aún por cómo las cuenta, y también lleva por subtítulo… ‘Un viaje a pie’.

    «Porque con tu tranquilo deambular, con una mochila por todo equipaje –reflexiona la escritora–, te alejas de los lugares en los que prima el rendimiento, la eficacia y la codicia y te dedicas al puro placer de existir (…). Thoreau escribió que no hay que ir a lugares remotos, que lo más próximo puede ser extraordinario».

    Cuando releí estas frases enseguida recordé al amigo al que acompañé durante años en infinidad de excursiones que luego incluía en sus guías de montes. Me insistía en que contemplara el paisaje, que disfrutara de él, que me uniera a él y prestara atención al silencio. Pero yo le preguntaba cuántos kilómetros hacíamos, cuál era el desnivel acumulado y los buzones por donde íbamos a pasar. Él estaba pendiente de todo eso, pero no perdía la oportunidad de explorar un camino oculto por la maleza, una senda que antaño pudo haber sido transitada por carretas y de la que nadie se acordaba, porque moría en un pueblo abandonado.

    Mi compañero se detenía para coger una piedra de rara belleza y la contemplaba. No le importaba desviarse de la ruta, alargar un poco la excursión. No competía, mientras que yo pensaba en el desgaste físico, en las ascensiones que mis piernas podían aguantar; avanzaba como un soldado a la conquista de una colina. «No te fijas», me reprendía mi amigo. «Siempre estás enfurruñado». Entonces escuchábamos el canto del cuco y nos metíamos las manos en los bolsillos sin dejar de sonreír. El bosque resplandecía y nosotros, unos intrusos, carecíamos de importancia. Estábamos a un par de horas de casa, pero habíamos cruzado una especie de frontera.

    Mcfarlane escribe en su libro ‘Las viejas sendas’, compendio de tres años caminando por cañadas, veredas, rutas y cimas de Escocia, Inglaterra, Escocia, Palestina, España y China: «Salí de casa al despuntar de un día de finales de mayo, mientras mi familia aún dormía. Me monté en mi bici y crucé calles todavía tranquilas a esa hora. Luego subí hasta una colina caliza que recuerda el dorso de una ballena, crucé los campos que se ocultan tras un bosquete de hayas… para alcanzar finalmente la vía romana».

    Una vía romana al lado de tu casa. El entorno más cercano esconde tesoros, solo hay que ir a buscarlos. Puedes subir todos los días a un monte de tu pueblo y descubrir algo nuevo, incluso vislumbrar ‘una colina caliza que recuerda el dorso de una ballena’, como Macfarlane. Pero lograrlo requiere caminar con atención. «Los viejos caminos raramente desaparecen, a no ser que el mar se los trague o el asfalto los entierre. Perduran en el paisaje como tenues vestigios, visibles solo para aquellos que saben mirar», dice Macfarlane.

    Quienes tienen esa capacidad, la de entender y apreciar lo que ven, creen que la aventura acecha en la punta de las botas. Nadie sabe lo que pasará, qué sentimientos puede inspirar la visión de una cima al despuntar el alba. El viajero y escritor Patrick Leigh Fermor, Paddy, autor de ‘El tiempo de los regalos’, se emocionó en un momento así cuando participaba en… una operación en la Segunda Guerra Mundial.

    Había secuestrado a un general alemán en Creta con la ayuda de unos partisanos y hubieron de moverse de un sitio a otro para esconder al prisionero en la abrupta isla. «Un instante curioso», relató Paddy en el libro que publicó sobre aquella aventura. «El amanecer entrando a raudales por la boca de la cueva, que formaba como un marco alrededor de la cresta blanca del monte Ida».

    Cuando Paddy y el alemán estaban tumbados en el suelo, sucedió lo inesperado: «Vides ut alta stet nive candidum Soracte», recitó suavemente el prisionero.

    Eran el verso inicial y parte del siguiente de la oda IX, ‘A Taliarco’, del poeta Horacio. 

    Paddy siguió con el poema: «Nec iam sustineant onus, silvae laborantes geluque/ Flumina constiterint acuto». Y recitó el resto hasta acabar.

    El alemán guardó silencio y finalmente dijo: «Ach so, Herr Major» (caramba, comandante). Y Paddy sintió que «durante cinco minutos la guerra se esfumó sin dejar rastro».

    La traducción del latín que los dos enemigos recitaron juntos es como sigue: ‘¿No ves cómo resplandece de nieve la alta cima del Soracte/ y los bosques, agobiados por la escarcha,/ apenas resisten su peso y los ríos detienen su curso/ encadenados por el hielo penetrante?’.

    Solo hace falta caminar y mirar.

  • Savinien de Cyrano de Bergerac./
    Wikipedia. Dominio público.

    Publicado en la serie Batallitas de El Correo en 2014.

    El dramaturgo Edmond Rostand creó su héroe literario inspirándose en un soldado, escritor y librepensador del siglo XVII, feo, pendenciero y romántico

    Quién no recuerda a los actores José Ferrer y Gerard Depardieu luciendo la gran nariz de Cyrano de Bergerac. Sin embargo, no son los que más gloria le deben al espadachín inmortalizado en la pieza teatral que lleva su nombre. El día que la obra se estrenó, el 28 de diciembre de 1897, el actor Constantin Coquelin saludó al público cuarenta y dos veces durante dos horas de aplausos en el teatro parisino de la Porte-Saint-Martin, y el 7 de enero siguiente, el presidente de la República, Elie Faure, acudió a la representación para imponer la Legión de Honor al autor de la obra, el dramaturgo marsellés Edmond Rostand,

    Rostand se había inspirado en un hombre que existió realmente, Savinien de Cyrano de Bergerac, un soldado nacido en 1619 en París, en el seno de una familia acomodada; un escritor y librepensador, pero también un juerguista y buscapleitos. A Rostand se le había metido en la cabeza convertirlo en el poeta orgulloso, vehemente y romántico que conocemos, pero sólo concluyó el proyecto cuando Constantin Coquelin se lo propuso durante una velada en la que ambos coincidieron en la residencia de la diva Sarah Bernhardt.

    El escritor José Manuel Fajardo cuenta en su libro ‘Vidas exageradas’ (Ediciones B) que Coquelin necesitaba tanto un papel grandioso que se fue a vivir con Rostand para supervisar la redacción del libreto. De aquellos desvelos surgió una figura literaria que cautivó a la sociedad francesa y se comió literalmente al individuo que le había servido de base, y también al autor, de quien su esposa llegó a decir: «Momentos había en que no sabía de quién era viuda, si de Edmond Rostand o de Cyrano».

    Rostand se tomó muchas licencias con su personaje, pero conservó la nariz prominente del verdadero Cyrano, que era un hombre feo, cuya imagen empeoró a causa de una herida que sufrió en 1640 en el sitio de Arras, durante la Guerra de los Treinta Años. El trance le llevó a abandonar la milicia, pero no la espada y las malas pulgas. Debía de ser cierto que Cyrano no soportaba que le mencionaran su semblante y que a causa de ello se batió en duelo varias veces. Uno de sus enfados le costó la vida a un mono al que estoqueó porque lo habían disfrazado con un enorme apéndice nasal. El simio se llamaba ‘Fagotin’ y era la mascota del titiritero Brioche, muy popular en París.

    Fajardo cree que el Cyrano real encaja en el cliché del soldado «aventurero, altanero y estrafalario» del siglo XVII. Llegó a enfrentarse en solitario contra una legión de enemigos, aunque no lo arrastraron sus sentimientos, sino los apuros de un amigo que había cortejado a una mujer casada, cabreando al marido. Fue también un intelectual ateo que aprendió del filósofo y matemático Pierre Gassendi, y un gran escritor que se puso al servicio de un duque y del cardenal Mazarino. Vivió amargado por su aspecto físico, pero ello «no le impidió llevar a cabo una vida libertina, de la que hizo gala y defensa en sus escritos, en la que tuvo cabida también la homosexualidad», precisa Fajardo.

    Cyrano soñador./
    Wikipedia. Dominio público.

    Los duelos no mataron al Cyrano de carne y hueso, pero quizá lo hizo una de las obras teatrales que escribió, ‘La muerte de Agripina’. Contenía una frase hiriente que desató un escándalo tras la representación y le puso en el disparadero. Un año después, el 28 de julio de 1655, le cayó encima una viga y quedó malherido. Expiró en el convento donde residía su prima Madeleine Robineau, que era la bella viuda de un noble muerto en Arras. Ella es la Roxana que creó Rostand en su obra.

    A la muerte de Cyrano, se publicaron dos textos suyos que han sobrevivido hasta hoy, dos sátiras sociales y políticas sobre la sociedad de su época: ‘Historia cómica de los estados e imperios de la luna’ e ‘Historia cómica de los estados e imperios del sol’. Algunos dicen que inspiraron ‘Los viajes de Gulliver’, de Jonathan Swift

    Escribió Savinien de Cyrano de Bergerac sobre la Luna: «… porque con los ojos anegados en ese gran astro, ya lo consideraba alguien como una buhardilla del cielo; ya otros aseguraban que era la plancha con la que Diana saca brillo a la pechera de Apolo, y otros creían que bien podría ser el Sol, que habiéndose despojado de sus rayos por la tarde, miraba por un agujero lo que pasaba en el mundo cuando él no estaba alumbrándolo».

  • Una expedición liderada por los guerreros Hasting y Björn Costado de Hierro remontó el Ebro en 859, diezmó a los vascones y capturó al soberano navarro García Íñiguez

    Se llamaban Hasting y Björn ‘Costado de Hierro’. Fueron los jefes de una flota vikinga que asoló las costas atlántica y mediterránea de la península ibérica durante los años 858 y 859. Ambos respondían al prototipo de caudillo nórdico y eran arrojados, taimados y crueles. Las crónicas medievales les atribuyen uno de los episodios más insólitos de aquella época: una violenta irrupción en Pamplona, donde mataron a muchos ‘baskunis’ y capturaron al soberano García Íñiguez, a quien reclamaron un rescate.

    El relato de aquellos hechos procede muchas veces de fuentes musulmanas. De ellas se deduce que los vikingos (también llamados daneses y normandos u hombres del norte) se adentraron en el delta del Ebro y remontaron ese río, y los afluentes Aragón y Arga. Es una hipótesis plausible, pues sus embarcaciones (drakkar) navegaban por cauces poco profundos y eran fáciles de transportar por tierra. Una vez en el interior, los guerreros podían encontrar caballos y enfrentarse a un ejército cristiano o musulmán y sitiar una población.

    La ruta a Pamplona a través del Ebro, pasando forzosamente de largo por las poderosas Zaragoza y Tudela, ha sido aceptada por reconocidos historiadores, como Vicens Vives, Luis García de Valdeavellano, Antonio Ubieto y Justo Pérez de Urbel. Sin embargo, Claudio Sánchez Albornoz consideró más razonable el avance desde el Golfo de Vizcaya. A esa tesis se ha apuntado el historiador Antón Erkoreka, quien sugiere que el punto de partida de los normandos pudo haber sido la ría vizcaína de Mundaka, donde tendrían una factoría.

    Todo esto lo cuenta Eduardo Morales Moreno en su libro ‘Historia de los vikingos en España’ (Miraguano Ediciones). No hay muchos detalles de las correrías normandas por Navarra. El asalto a Pamplona tuvo lugar después de que los hombres de Hasting y Björn ‘Costado de Hierro’ saquearan Galicia, Lisboa, ambos lados del Estrecho de Gibraltar (Sevilla, Algeciras y norte de África), el litoral mediterráneo peninsular, además de las islas Baleares, la costa sur francesa y la península italiana.

    Cuando los vikingos pusieron rumbo a Navarra, estaban realizando el viaje de vuelta, después de haber asolado la ciudad italiana de Pisa y probablemente Lucca, que confundieron con Roma. También habían invadido el delta francés del Ródano, aunque no era la primera vez que perpetraban pillajes en Francia. En el viaje de ida desde el norte de Europa, no es descartable que hubieran golpeado la costa atlántica francesa y penetrado en París antes de rodear la península ibérica.

    Varias crónicas musulmanas y cristianas confirman la presencia de los normandos en Pamplona, que se produjo el año en que el rey García Íñiguez dejó de relacionarse con los Beni Qasi musulmanes y se alió con el reino de Asturias. Uno de esos textos es el ‘Muqtabis’, la crónica más famosa del periodo omeya de Al Andalus, que fue escrita por el historiador Ibn Hayyan (987-1075). Unos fragmentos inéditos de esa obra, descubiertos en la ciudad marroquí de Fez, mencionan el apresamiento de García Íñiguez y los problemas que tuvo para pagar el rescate.

    Derrota en Galicia

    El ‘Muqtabis’ cuenta que en el año 245 de la Héjira (859 de la era cristiana) los ‘madjus’ o vikingos «siguieron subiendo hasta varar al pie de Pamplona, e hicieron algaras (ataques por sorpresa para robar) contra los Baskunis, matando a muchos y haciendo prisionero a su emir Garsiya ibn Wannaqo». El soberano local fue liberado, pero a sus hijos los tomaron como rehenes mientras él intentaba reunir 70.000 piezas de oro. Otro cronista musulmán, Ibn Al-Athir (1160-1233), confirma que García Íñiguez, descrito como un «jefe franco», pagó 90.000 dinares (moneda de oro de Al Andalus).

    La expedición de Hasting y Björn ‘Costado de Hierro’ es la segunda ‘razzia’ vikinga en la Península de la que hay constancia histórica. Disponían de decenas de embarcaciones y debieron de amasar un buen botín, capturando muchos esclavos (prisioneros negros del norte de África fueron vendidos en Irlanda en 860).

    Sin embargo, aquella flota normanda no siempre salió victoriosa. En Galicia sufrió una derrota a manos del conde Pedro, que fue enviado a su encuentro por el rey de Asturias, Ordoño I. Los historiadores creen que los vikingos navegaron por la ría de Arosa, cuyas playas son adecuadas para el desembarco, y atacaron el puerto de Iria Flavia (actual Padrón). Luego sitiaron Compostela, donde unas décadas antes se había descubierto el supuesto sepulcro del apostol Santiago (iluminado por una estrella).

    Las tropas de Don Pedro obligaron a los vikingos a levantar el asedio, pero el temor que inspiraban los hombres del norte tuvo consecuencias duraderas. Ordoño I propuso al papa Nicolás I que la sede episcopal se trasladara de Iria Flavia a Compostela, lo que acrecentó el papel de esa población como centro de la Cristiandad. En Pamplona, García Íñiguez, el prisionero de los vikingos, ayudó a los peregrinos que, con el paso del tiempo, crearon el Camino de Santiago.

  • George Bailey (James Stewart) increpa a Henry Potter (Lionel Barrymore). / Imagen capturada de la película

    Texto adaptado de un artículo publicado en El Correo en 2011

    “Acaso es pedir demasiado que la pobre gente trabaje, pague, viva y muera en un par de habitaciones con baño?”. No es la arenga de un político durante una campaña electoral, sino la amarga queja de James Stewart, protagonista de la película ‘Qué bello es vivir’, rodada en 1946 por Frank Capra. El actor norteamericano encarna a George Bailey, directivo de una entidad de crédito que presta dinero a familias modestas para que puedan comprar casas baratas, que es como llamaban antes a las viviendas de protección oficial (VPO). Los ideales de Bailey no han perdido un ápice de vigencia casi un siglo después

    A los responsables del sistema bancario, que en 2011 tuvo que recapitalizarse tras la crisis financiera de 2008, el film de Capra no les pareció entonces tan almibarado como al resto de la gente. Tampoco parece almibarado ahora, cuando se han disparado los precios del alquiler por el auge de los pisos turísticos, pero también porque mucha gente -jóvenes sobre todo- no tiene acceso al crédito para comprar un piso.

    ‘Qué bello es vivir’ es la película navideña más famosa de la historia, pero también una lección de economía y un recordatorio del impacto que elegir una política u otra tiene sobre las vidas de millones de personas.

    La historia gira sobre la pugna entre dos personajes. Por un lado, el solidario George Bailey, que desde su banco financia la construcción de viviendas asequibles y concede hipotecas a familias de bajos ingresos y créditos a pequeñas empresas. Por otro, el millonario Henry Potter, un consejero de la misma entidad que ansía apoderarse de ella. El primero contribuye a la prosperidad de la comunidad. El segundo, por el contrario, es reacio a prestar dinero a ciudadanos de economías modestas, ya que, en pura ortodoxia bancaria, no deberían pedir un crédito sin un patrimonio que los respalde.

    No es fácil resolver el dilema representado por Bailey y Potter; no olvidemos que la crisis de 2008 la provocó la especulación dolosa con las hipotecas basura.

    «¿Sabe usted cuánto tarda un obrero en ahorrar 5.000 dólares?», pregunta Bailey a Potter, que es dueño de toda la ciudad en la que reside, Bedford Falls, y también el casero que cobra rentas abusivas a inquilinos que sueñan con ser dueños de sus casas algún día. El pulso de ambos personajes tiene como telón de fondo la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado, de la que el presidente Franklin D. Roosevelt intentó sacar a EE UU animando a bancos y promotores a edificar casas baratas e inyectando dinero a los municipios para fomentar el alquiler.

    Las políticas expansivas de Roosevelt, que al comienzo de su primer mandato se enfrentó a una gravísima crisis bancaria provocada por el crash del 29, planeó sobre la reconversión del sistema financiero en 2011 y también lo hace sobre la actual crisis de la vivienda, cuando una porción importante de la sociedad está fuera del mercado crediticio y se enfrenta a alquileres desorbitados.

    ¿El ortodoxo Potter está ganando la partida a George Bailey? En cierto modo, las personas que no pueden pagarse un alquiler solas o las que tienen que dedicar gran parte de sus ingresos a ese capítulo se parecen demasiado a los trabajadores a los que el magnate de ‘Qué bello es vivir’ niega un crédito. Pero a diferencia de lo que ocurre en el mundo real, en la película de Capra -un cineasta que no era demócrata, sino republicano-, los ciudadanos logran desbaratar los planes de insensible Potter.

    ¿Y cómo lo logran? Cuando Bailey, tras un pánico bancario, cree que todo está perdido y va a suicidarse, las personas a las que ha concedido una hipoteca piden a Dios que le ayude. Un ángel tontorrón llamado Clarence desciende a Bedford Falls y sumerge a Bailey en una pesadilla: le obliga a contemplar la ruina en que caería la ciudad si él se quitara la vida y un tipo como Potter se adueñara de la entidad bancaria. Luego, cuando Bailey vuelve a la realidad, los vecinos le prestan dinero para impedir que el magnate se salga con la suya.

    Ahora que los grandes bancos siguen comiéndose a las pequeños y se apuntala el oligopolio financiero, ¿qué ciudadano corriente no soñaría con un George Bailey que le concediera un crédito para un piso?

  • Estatua de ‘Rocket’ Richard en Gatineau (Quebec).  Wikipedia. Dominio público

    La suspensión de un jugador de hockey hielo francocanadiense por una pelea con un rival anglófono en 1955 provocó una revuelta en Montreal que forjó la conciencia cultural y política de Quebec

    ¿Es para tanto que le llamen a uno ‘franchute’? No necesariamente, salvo que seas un jugador de hockey hielo de la comunidad francocanadiense, de novena generación además, y estés convencido de que los anglófonos te discriminan. También ayuda que seas el máximo goleador de la NHL –la liga en la que compiten clubs de Estados Unidos y Canadá– y que el rival conozca tus incorregibles malas pulgas y te golpee para desestabilizar tu juego.

    Esta es una historia sobre hasta qué punto el deporte y la política pueden enredarse con consecuencias inesperadas como el impulso del nacionalismo en Quebec. Es la historia de Joseph Henri Maurice ‘Rocket’ Richard (1921-2000), estrella de los Canadiens de Montreal, un deportista de sangre caliente que fue duramente sancionado por haber devuelto, corregidos y aumentados, un gesto de desprecio étnico y una agresión de su rival Hal Laycoe, incidente que se produjo en un partido contra los Bruins de Boston el 13 de marzo de 1955.

    Ese enfrentamiento originó a los pocos días una jornada de disturbios en Montreal y provocó un cambio en Quebec, cuya población francófona tomó conciencia de su marginación. Aunque Richard también cambió. Acabó controlando su genio y lideró el mejor equipo de la historia de la NHL (cinco campeonatos seguidos entre 1956 y 1960). En 1967 recibió la orden de Canadá y a su muerte el Gobierno de Otawa le dedicó un funeral de Estado al que asistieron más de 100.000 personas.

    Pero retrocedamos al partido contra los Bruins, que se disputó en Boston. La tangana la empezó Hal Laycoe, que se dedicaba a chocar contra Richard para ponerlo nervioso. En una de las embestidas, su ‘stick’ fue a parar a la cabeza de Richard y lo dejó medio grogui.

    Cuando este vio la sangre en sus dedos escuchó cómo su agresor lo llamaba «franchute» y entonces perdió los estribos. Rompió el ‘stick’ en la espalda de Laycoe y la emprendió a puñetazos con él. Uno de los árbitros sujetó a Richard, pero Laycoe aprovechó que estaba inmovilizado para zurrarle más. El de los Canadiens intentaba quitarse al árbitro de encima, pero no le soltaban, de modo que cuando se zafó, se giró y…

    Vaya, le sacudió dos veces al árbitro en el rostro.

    Las peleas eran y son habituales en el hockey, pero aquello no había sido normal. A Richard se lo llevaron al vestuario sin que supiera dónde estaba; le dieron cinco puntos y lo evacuaron al hospital con una conmoción. La Policía de Boston lo quiso arrestar antes de que saliera del estadio, pero le salvó que su entrenador atrancó la puerta. La prensa local dio su veredicto al día siguiente: ‘Richard se ha vuelto loco’.

    Lo cuenta el periodista Sam Walker, redactor jefe de Deportes del ‘Wall Street Journal’ en su libro ‘Capitanes’, un ensayo sobre los grandes equipos deportivos y la pasta de la que están hechos sus líderes.

    Richard acabó siendo el jefe legendario de los Canadiens, pero Walker se detiene en el cáracter tempestuoso que el deportista tenía antes de madurar y convertirse en capitán (había agredido antes a otro árbitro en Toronto, aunque con unos guantes).

    La sanción a Richard por lo de Boston no se hizo esperar. A los tres días de aquello lo suspendieron para lo que quedaba de la liga regular y para los decisivos play-offs. No había mucho que objetar, pero el castigo complicaba notablemente las posibilidades de los Canadiens para optar al título, la Stanley Cup.

    Maurice Richard. Dominio público

    La hinchada francocanadiense estaba indignada; creía que a su estrella la habían tratado con tanta severidad por ser ‘franchute’. De nada le sirvió a Richard alegar que estaba aturdido tras la agresión de Laycoe. Y eso que todos habían visto cómo éste, que empezó la reyerta, sólo perdió las gafas y únicamente lo castigaron con diez minutos en el banquillo durante el partido (primero fueron cinco, pero le tiró una toalla manchada de sangre a un árbitro).

    Los Canadiens no ganaron la copa Stanley aquel año. Con ser un asunto vidrioso en el plano deportivo, la pérdida de su goleador en el momento decisivo de la temporada no habría tenido más recorrido si no fuera porque el hombre de la NHL que había escuchado las alegaciones de Richard y le había sancionado fue el comisionado anglófono Clarence Campbell. Richard no lo podía ni ver porque creía que perjudicaba a los francocanadienses, aunque el dirigente solía presenciar los partidos de los Canadiens en Montreal desde el palco.

    La indignación alcanzó el paroxismo. Hubo radioyentes que amenazaron con hacer saltar por los aires la oficina de Campbell. Otro avisó: «Dígale que trabajo en una funeraria. Va a necesitarme».

    El clima social era espeso en la capital de Quebec. La comunidad de habla francesa representaba el 75% del censo de la ciudad, pero estaba social y políticamente relegada y eran los anglocanadienses quienes mandaban.

    El periodo comprendido entre los años 30 y 50 del siglo pasado en Canadá quedó grabado en la memoria de muchos francófonos como el de ‘La Gran Negura’. Maurice Richard era una figura entre ellos porque ya en 1953 había acusado públicamente a Campbell de ser un dirigente autoritario que discriminaba a su comunidad. Lo hizo después de que la NHL castigara a dos compañeros por una pelea sobre el hielo de la que, al parecer, no fueron responsables. «Si el señor Campbell quiere echarme de liga por atreverme a criticarlo, que lo haga», proclamó.

    Al día siguiente de la sanción a Richard por su choque con Laycoe, su equipo jugó contra Detroit en casa y se formó una manifestación contra el comisionado a la puerta del pabellón, con pancartas como ‘Injustice au Canada français’. Los visitantes se adelantaron 0-2 y entonces apareció Campbell en el palco entre silbidos. Cuando los Canadiens ya iban 0-4, sin que ‘Rocket’ Richard, sancionado, pudiera hacer nada para arreglarlo, los espectadores la tomaron con el comisionado y le arrojaron lo que tenían a mano hasta que un tipo soltó gas lacrimógeno. Hubo que evacuar a 15.000 personas que se unieron a la masa humana congregada fuera y se produjeron disturbios en Montreal: coches volcados, comercios asaltados, ventanas rotas… Un centenar de personas fueron arrestadas.

    Los altercados pasaron a la historia como el ‘motín de Richard’. Los francófonos los achacaron al trato que su ídolo recibió de Campbell y a la decisión de este de ir al palco precisamente aquel día. Hay historiadores que sostienen que fue entonces cuando la Canadá de habla francesa tomó conciencia de su situación social y política.

    Pero el equipo de los Canadiens tenía más cosas en las que pensar. Algo había que hacer con el genio de su goleador. Los rivales lo provocaban y golpeaban sin piedad, y él había desarrollado un temperamento desmedido que era incapaz de dominar. El año de la gresca de Boston, Richard fue uno de los jugadores a los que los árbitros mandaron más minutos al banquillo, aunque ni eso ni el castigo le impidieron batir el récord de goles (38).

    Pero Maurice Richard tuvo que cambiar y fue atemperando sus reacciones. En 1956, su equipo ganó la Stanley Cup y encadenó una racha de campeonatos seguidos hasta 1960, siendo él capitán desde 1957. Había dejado de ser el máximo goleador, pero era el líder y jugaba más para el colectivo. Para Canadá también.

  • Combates en el Kurdistán sirio./ Wikipedia
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    Hay libros sobre política que son entretenidos. Uno de ellos es el del profesor David Runciman, que demuestra hasta qué punto los políticos pueden conseguir que un país retroceda a lo peor de la Edad Media (Siria) o evolucione hacia el progreso y el bienestar (Dinamarca)

    ¿La política sirve para algo? ¿Quién no se lo ha preguntado alguna vez durante una convulsa campaña electoral plagada de noticias sobre la corrupción? Hay un profesor de Cambridge que afirma que es una dedicación útil y lo sustenta con una comparación extrema, pero clarificadora. La razón por la que Dinamarca es un país agradable para vivir y Siria un avispero aterrador es por la Política, con mayúsculas, título que, por cierto, ha puesto a un ensayo suyo publicado por la editorial Turner.

    El autor se llama David Runciman e imparte, como no podía ser de otra forma, Ciencias Políticas. Emplea un lenguaje llano, poco frecuente en los docentes universitarios, y se explica con amenidad y argumentos inapelables. La política, asegura, decide el grado el bienestar de las personas y en situaciones límite también traza la línea entre seguir vivo o estar muerto, como desgraciadamente se comprueba al comparar Dinamarca y Siria.

    Pero ¿por qué el país escandinavo era en el siglo XVI como Siria y hoy no? A esa pregunta que se hace Runciman se le puede añadir otra de ámbito local. ¿Por qué el terrorismo parece haber terminado en Euskadi en el XXI? Y allí donde la violencia forma parte del pasado y se disfruta de democracia y desarrollo material y social, también podemos preguntarnos a qué se debe la crispación. Pero todavía podemos interrogarnos más, descendiendo al nivel municipal y de barrio. ¿Por qué los servicios públicos que dependen de varias administraciones funcionan mal o no se ponen en marcha? En resumen, los malos políticos llegan a amargar la vida de la gente en una escala mayor o menor.

    Runciman sostiene que, en el buen o mal funcionamiento de una sociedad, la responsabilidad de los hombres públicos es determinante sobre lo demás. Es cierto que para que ellos tengan éxito son necesarias instituciones estables que canalicen los conflictos, pero esa estabilidad sólo perdura cuando los hombres públicos hacen bien su trabajo.

    La vida sería más sencilla para ellos si las instituciones que de verdad funcionan no fueran sino el producto automático de unas circunstancias históricas particulares -dadme el clima, la cultura, la economía, la religión y la demografía convenientes y yo os daré la democracia.

    Por desgracia, la vida es complicada. David Runciman se remite de nuevo a Oriente Próximo y Oriente Medio, al odio entre chiítas y sunitas, desencadenado por una combinación de religión, cultura, crisis y cambio climático. La política podría mitigarlo, pero los actores deben escoger las opciones correctas. Ese principio funciona en cualquier parte del mundo.

    El libro de Runciman no es un tocho del típico ensayista; intenta responder a cuestiones sencillas. En qué consiste la política (el control de la violencia). Qué es lo que hace que sea importante en el siglo XXI (es lo único que puede controlar los avances de la técnica desbocada). Y por qué está tan unida a la idea de justicia (porque la ética le concierne).

  • Imagen de Daria Agafonova en Pexels.com

    La islandesa Gudrid Thorbjarnardottir exploró América casi quinientos años antes que Colón, alumbró al primer bebé europeo del nuevo continente y peregrinó a Roma. Toda una heroína feminista en la Edad Media

    La india llevaba una túnica negra y ceñida, y una cinta sujetaba su cabello castaño. Su sombra se proyectó desde la puerta y enseguida cruzó el umbral. Cuando vio a la mujer que vivía allí le preguntó: «¿Cómo te llamas?».

    -Me llamo Gudrid, ¿y tú?, fue la respuesta.

    -Me llamó Gudrid, repitió ella enigmáticamente.

    Esta extraña conversación tuvo lugar en Norteamérica en los albores del siglo XI, casi quinientos años antes de que Cristobal Colón llegara al Caribe. La protagonizaron una nativa algonquina y la islandesa Gudrid Thorbjarnardottir. En una cuna estaba el bebé de esta, llamado Snorri, el primer niño europeo nacido en América.

    El contacto tuvo lugar probablemente en la isla canadiense de Terranova, en un asentamiento vikingo situado no muy lejos del que había construido antes Leiv Erikson, hijo de Erik el Rojo y primer escandinavo que colonizó Norteamérica.

    El hecho se menciona en la ‘Saga de los groenlandeses’, uno de los relatos legendarios de Islandia. Otra narración, la ‘Saga de Eric’, describe a Gudrid como una mujer de «belleza sorprendente». Tenía un antepasado irlandés, el esclavo Vifil, que le transmitió el cristianismo de raíz céltica.

    Gudrid tuvo una vida azarosa y extraordinaria para la época en que vivió. Aparece en la ‘Saga de los groenlandeses’ cuando Leiv Erikson la rescata en el mar a la vuelta de su expedición a América en el año 1000. Ella formaba parte de un grupo de quince náufragos que habían encallado con su barco en la costa norteamericana. Era la esposa del capitán.

    Leiv Erikson los condujo a todos a Groenlandia, donde Erik el Rojo se había establecido con su comunidad. Gudrid enviudó y volvió a casarse con otro hijo de Erik el Rojo, Thorsteinn, que también murió. Convertida en una mujer rica e influyente, tuvo una aventura sentimental que no cuajó y se casó por tercera vez con el mercader noruego Thorfinn Karlsefni. A instancias de ella, ambos decidieron viajar al poblado que Leiv Erikson había fundado en Terranova y después buscaron sus propias tierras.

    La expedición estaba formada por colonos de Groenlandia, esclavos irlandeses y ganado. Durante tres inviernos se dedicaron al trueque con los indios (cambiaron paños por cuero y pieles). Allí Gudrid dio a luz a Snorri y conoció a la misteriosa nativa.

    Los arqueólogos han creído encontrar la aldea de Leiv Erikson en L’Anse aux Meadows (L’Anse-aux-Meduses o Ensenada de las Medusas), al norte de Terranova. En 1960 identificaron en aquel lugar un asentamiento vikingo que data de entre los años 1000 y 1020. Pudo albergar a unas noventa personas y se componía de tres viviendas, una herrería, un aserradero para barcos y tres almacenes. El territorio hipotéticamente explorado por Leiv y los navegantes escandinavos posteriores se extendía desde la isla de Baffin y la península de Labrador, al norte de la actual Canadá, hasta Terranova e incluso el actual estado de Maine.

    Leiv Erikson llamó Vinland (tierra de las vides) a la región situada más al sur (no se sabe exactamente cuál era). El motivo fue que uno de sus hombres encontró en ella una baya y debió de confundirla con un grano de uva. Pero en el año 1000 no crecían viñas al norte de Maine.

    Al llegar a Terranova, Gudrid y Karlsefni permanecieron unos meses en el poblado de Leiv y luego fundaron el suyo. Las crónicas dicen que la mujer india que contempló a Gudrid y a su hijo Snorri fue una «aparición»; pero Jonathan Clements, autor de ‘Breve historia de los vikingos’ (Ediciones B), cree que el encuentro no tuvo nada de especial. Podía tratarse de «una inquisitiva muchacha india que repitió las primeras frases en nórdico que había escuchado».

    -Me llamo Gudrid.

    Aquel día ocurrieron más cosas en la comunidad vikinga. Fuera de la estancia donde se encontraron las dos mujeres, los colonos luchaban contra unos nativos porque les habían robado una espada. El ladrón murió y sus compañeros huyeron. Jonathan Clements sugiere que la indígena de la historia también intentaba robar algo a Gudrid aprovechando el desconcierto general.

    Las hostilidades eran frecuentes. Los indios, a quienes los vikingos llamaban ‘skraelings’, una expresión que podría traducirse como ‘miserables’ o ‘salvajes’, reaparecieron en el poblado y fueron derrotados. Pero los colonos se hartaron del hostigamiento, sin olvidar que entre ellos apenas había cinco mujeres, de modo que regresaron a Groenlandia cargados de pieles y madera. Hubo al menos otro intento de colonización en Terranova, pero también fracasó.

    Cuando Karlsefni y Gudrid regresaron de América, Snorri había cumplido tres años. La familia se estableció en una granja que el padre tenía en Islandia. A la muerte de éste, la viuda y el hijo cogieron las riendas. Más tarde, Snorri se casó y la madre abandonó el país; se fue al sur, lo que en el lenguaje de las sagas se interpreta como una peregrinación a Roma. Mientras estaba fuera, Snorri construyó una iglesia en sus propiedades. A su regreso, Gudrid se quedó a vivir en ella como monja.

    «Cuatro obispos islandeses se encuentran entre sus descendientes», subraya Jenny Jochens, autora de una escueta biografía de Gudrid incluida en el libro ‘Hombres y Mujeres de la Edad Media’ (Fondo de Cultura Económica, 2013), coordinado por el historiador Jacques Le Goff. Jochens se detiene en ese «hecho bastante extraordinario» para destacar la importancia de Gudrid, que es ‘»una heroína en Islandia».

    Pero la autora encuentra otra razón para detenerse en el personaje: es plausible que Gudrid relatara sus viajes por Norteamérica cuando visitó Roma. Si ello ocurrió, pudo ser la primera en divulgar fuera de Escandinavia la existencia de un continente nuevo. No es descabellado pensar que los clérigos medievales propagaran la noticia y la cotejasen con otras narraciones.

    La primera mención que se conoce de Vinland es muy anterior a las sagas islandesas, escritas en los siglos XIII y XIV. Data aproximadamente de 1070 y corresponde al canónigo sajón Adán de Bremen, que se apoya en la información de un rey de Dinamarca, Svend II Estridson, para escribir: «Muchos de sus hombres habían descubierto en este océano otra isla, llamada Vinland, porque la vid se daba allí espontáneamente. Noticia que debemos a un testimonio digno de fe de los daneses».

    El religioso islandés Ari el Sabio, de la misma época que Adán de Bremen, menciona a los indios de Vinlandia, y los ‘Anales islandeses’ hablan en 1121 de un obispo llamado Erik que partió hacia aquellas tierras. La misma fuente relata la arribada a Islandia en 1347 de un barco que había zarpado originalmente hacia la costa americana y fue arrastrado por una tempestad. Al recopilar estas informaciones, en un capítulo de la ‘Historia Universal de las Exploraciones’ (Espasa Calpe), el historiador Michel Mollat no puede resistir la tentación de evocar al rey galo Madoc: «Según la leyenda, marchó en 1170 al lejano Oeste y,  en dos viajes, habría fundado una colonia de varios centenares de hombres, pero no habría jamás regresado».

    Pero Gudrid Thorbjarnardottir sí volvió y se fue a vivir a la iglesia que le construyó su hijo. «Tuvo todo el tiempo para entretener a su familia y a sus visitantes con la historia de su vida», especula Jenny Jochens. «¿Quién más sino Gudrid habría podido transmitir tan bien esas historias?».

  • Concierto de los Beatles en 1969, en la azotea de la discográfica Apple. / Imagen tomada de la película

    Los Beatles grabaron el tema ‘Get Back’ en plena ola de xenofobia en el Reino Unido tras el discurso del conservador Enoch Powell contra los inmigrantes

    «Regresa, regresa adonde una vez perteneciste», repiten los Beatles en ‘Get Back’, la canción que abre y cierra el famoso concierto que dieron el 30 de enero de 1969 en la azotea londinense de la discográfica Apple. La letra de ese legendario tema ha suscitado varias interpretaciones; una de ellas, que se trató de un ataque a los pakistaníes; otra, que fue lo contrario, una sátira antirracista. Hay quien quiso ver un mensaje a Yoko Ono, la compañera de Lennon.

    Todas esas teorías, alimentadas por libros y declaraciones de los propios músicos, tenían el mismo telón de fondo: las tensiones sociales y políticas que había desatado en el Reino Unido un sonado discurso contra la inmigración, un alegato xenófobo pronunciado en abril de 1968 por el parlamentario conservador Enoch Powell que guarda cierta similitud con las ideas de los partidarios del Brexit.

    El discurso fue leído en una convención del Partido Conservador en Birmingham y llevaba por título ‘Ríos de sangre’, por un verso de ‘La Eneida’ de Virgilio. Powell alertaba contra la llegada a las islas británicas de trabajadores negros, pakistaníes e indios procedentes de la Commonwealth y se oponía a las leyes antidiscriminación. Temía que se formara en su país una sociedad convulsa en la que los blancos autóctonos acabaran arrinconados por forasteros de otras razas y culturas, y en la que estallaran violentos conflictos sociales como en Estados Unidos.

    Aquella intervención le costó a Powell la expulsión del gabinete en la sombra de los conservadores, el órgano con el que su partido controlaba al Gobierno desde la oposición. El líder de los tories, Edward Heath, lo defenestró por el racismo que se desprendía de sus palabras, que, ciertamente, eran las de un hombre culto, polifacético y extremadamente controvertido. Un escritor y poeta, doctor en griego antiguo, exagente de inteligencia que ascendió de soldado raso a brigadier durante la Segunda Guerra Mundial y fue ministro de Sanidad entre 1960 y 1963.

    Tan brillantes credenciales no impidieron que lo despojaran de cualquier responsabilidad en su partido, mientras sus críticas desencadenaban una polémica nacional que acabó con el endurecimiento de la política de inmigración y, a la larga, con su divorcio de los tories.

    La ruptura se consumó en 1974, un año después de que el Reino Unido ingresara en el Mercado Común. Powell se marchó con los unionistas del Ulster. Murió en 1998, a la edad de 86 años, cuando los ecos de su diatriba contra los inmigrantes parecían haberse apagado. Sin embargo, los rescoldos de aquel debate se avivaron cinco décadas más tarde, cuando Londres tenía un alcalde musulmán, su población no autóctona igualaba a la nativa y había un puñado de seguidores chiflados del Estado Islámico emboscados en los suburbios.

    «Veo el río Tíber rebosante de sangre», exclamó Powell en la convención de Birmingham, citando ‘La Eneida’ de Virgilio, el clásico que inspiraba su visión apocalíptica del Reino Unido. El ‘sí’ al Brexit de 2016 pasado año hizo inevitables los paralelismos entre sus ideas y las del político que inspiró el referéndum de salida de la UE, Nigel Farage, un profesor de la London School of Economics que abandonó a los conservadores y creó el partido xenófobo UKIP. Estas siglas inspiraron las restricciones a los extranjeros comunitarios que comenzó a estudiar el Gobierno conservador de Theresa May. Si antes la amenaza la representaban los caribeños y asiáticos, entonces ocuparon su lugar los trabajadores de la UE.

    Donald Trump, Marine Le Pen, Gert Wilders cabalgan a lomos de esa forma de pensar, que se remonta a 1968 y a los miles y miles de cartas de apoyo que Enoch Powell recibió por su discurso. Los estibadores de Londres se manifestaron a su favor y corearon su nombre porque exigió el fin del flujo de extranjeros y la salida de los que ya estaban en el Reino Unido. «Nosotros debemos estar locos, total y literalmente locos -clamó Powell en su intervención en Birmingham-, al ser una nación que permite la llegada anual de 50.000 inmigrantes, que son en su mayor parte el material constitutivo del futuro crecimiento de la población descendiente de inmigrantes».

    Esa y otras frases retumbaron en el estudio de grabación de los Beatles en un momento especial. Entonces preparaban el que sería su último disco, ‘Let it be’, que iba a incluir, además de la canción que le daba título, otras gemas como ‘Get Back’ y su estribillo: ‘Get back to where you once belonged’.

    Antes de la versión definitiva de ese tema, los Beatles grabaron infinidad de ellas. En una cantaron lindezas como ‘No quiero a los negros’ y ‘No soporto a los pakistaníes apropiándose de los empleos de la gente’. La grabación final de ‘Get Back’ incluyó a dos personajes, ‘Jojo’, que fumaba hierba, y Loretta, medio hombre, medio mujer.

    El elepé no se publicó hasta 1970, pero en enero de 1969 el grupo ya adelantó algunas de sus canciones en el histórico concierto de la azotea. Cuando las tocaron, en la calle resonaba el discurso de Enoch Powell.

    «La discriminación y la depravación, el sentimiento de alarma y de resentimiento -dijo el político británico- no tienen relación con la población inmigrante establecida, sino con aquellos que han venido y siguen viniendo sin cesar».

    El Reino Unido salió de la UE y regresó al pasado. ‘Get Back’.