Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.
El movimiento punk nació a finales de los setenta para el gran público cuando los Sex Pistols se mofaron de Isabel II y del himno británico
Domingo, 7 de junio 2015. Se cumplían 38 años del hit ‘God Save the Queen’, de los Sex Pistols. No era una efeméride redonda, pero la final de Copa de aquel año entre el Athletic y el Barça, y la pitada masiva a Felipe VI y al himno de España, le confirieron un interés morboso. Los que entonces rondaban los cuarenta ignoraban la que se organizó muchos años antes en el Reino Unido cuando Johnny Rotten (Juanito el Podrido) y sus amigos Sid Vicious, que en paz descanse, Steve Jones y Paul Cook lanzaron a las ondas la versión ‘punk’ del himno británico.
Fue una operación publicitaria orquestada por el productor Malcom Mclaren en medio de una crisis social y política de órdago. No era el primer golpe de efecto de la banda. Los Pistols ya la habían liado en un programa vespertino de televisión, en el que dijeron ‘coño’, ‘mierda’, ‘sucio capullo’, ‘sucio bastardo’, ‘sucio cabrón’ y ‘puto rufián’.
El tiempo atempera las pasiones. Los Sex Pistols ya no escandalizan a nadie. Visto con perspectiva, no fue para tanto. Cuando escuchamos ‘God Save the Queen’ unos cuantos millones de personas en el mundo ni siquiera pensamos en Isabel II. Instintivamente nos viene a la cabeza Johnny Rotten aferrado al micro y enseñando los piños.
De todos modos, tiene gracia que el gran público conociera el punk a finales de los setenta gracias a una burla a la monarquía británica y su himno. Nada ha cambiado desde aquello. La familia Windsor está forrada, la City de Londres gana más dinero que nunca y el apego de los británicos por las tradiciones, pese a sus altibajos, se enriquece con nuevas aportaciones.
Las críticas y burlas no hacen temblar los cimientos de la monarquía británica. En 2007, cuando se cumplió el 30 aniversario del hit incendiario de los Sex Pistols, los supervivientes del grupo montaron un concierto conmemorativo y Juanito el Podrido escarneció a Camila Parker-Bowles declarando que se parece a «una lona para cubrir autos». A la mayoría de los británicos aquello simplemente les arrancó una sonrisa.
Aquel año también quemaron fotografías del rey Juan Carlos I en Cataluña. Detrás de la protesta estaban las Candidaturas de Unidad Popular (CUP). El Tribunal Constitucional aún no había cepillado el Estatut de Maragall, y casi nadie sabía quién era Ada Colau, ni que había militado en el movimiento ‘V de Vivienda’ y en el Taller contra la Violencia Inmobiliaria (Jackson Browne le dedicó una canción durante un concierto en Barcelona). El soberanismo se palpaba en el ambiente y en un sector de Convergéncia, pero, fuera de Cataluña, a los manifestantes que acudían a las ‘performances’ de las CUP en las plazas de los pueblos se los consideraba como los típicos radicales.
El ambiente se caldeó cuando el PP cruzó reproches con el PSOE acerca de quién defendía España con más ahínco. Ayudó a subir la temperatura que la Fiscalía de la Audiencia Nacional pidiera 15 meses de cárcel para dos jóvenes de las CUP acusados de prender fuego a Su Majestad ‘en efigie’. De la noche a la mañana, los detractores de la monarquía no tuvieron suficiente con silbar a Don Juan Carlos, que era lo que se estilaba, y empezaron a quemar sus fotos en solidaridad con los encausados.
A mucha gente que también había pitado al Rey en sus años mozos no le pareció apropiado que otros jóvenes lo insultaran en 2007. Algunos, los menos, pedían calma. Entre estos últimos figuraba el sociólogo catalán Salvador Giner, a quien entrevisté para un reportaje sobre las protestas soberanistas. Desaprobó la idea de quemar símbolos de nada y menos de nadie, porque es una pendiente por la que es fácil resbalar. Sin embargo, pidió a los jueces ‘prudentia’, palabra latina insertada por alguna buena razón en el término ‘jurisprudencia’. «España es un país condenado a la hipérbole -me dijo Giner-. En el Reino Unido le arrojan huevos al primer ministro en Oxford y Cambridge. Ocurre en los países civilizados. Los estudiantes siempre son los peores».
Los All Blacks se convirtieron en el mejor equipo de rugby del mundo después de ver cómo les robaban un partido contra Inglaterra a finales del XIX
Hubo un tiempo en que los All Blacks perdían la mayoría de las veces. Cuesta creerlo, pero la selección de rugby de Nueva Zelanda no despertaba admiración en Europa. Ni siquiera tenía una federación propia. Todo eso fue, lógicamente, antes de las giras triunfales de los ‘Originals’ en 1905 y de los ‘Invincibles’ en 1924, las que crearon el mito de los ‘dioses de negro’. Hasta entonces, los jugadores de las antípodas eran seres mortales y cuando se enfrentaban a equipos de la metrópoli lo normal era que cayeran derrotados. Sin embargo, un día decidieron que las cosas no podían seguir así y nacieron los All Blacks.
Retrocedamos a 1888, el año en que una selección neozelandesa inició una gira por el Reino Unido, Australia, Ceilán y su propio país. Era su segunda salida internacional tras un viaje a Australia en 1884. La plantilla la componían seis maoríes, dieciséis mestizos y cuatro blancos, con Joe Warbrick de capitán. El grupo se dio a conocer al mundo como ‘New Zealand Natives’ y disputó 107 encuentros entre julio de 1888 y agosto de 1889.
Los ‘nativos’ fueron capaces de jugar hasta cinco veces por semana, pero no eran ni de lejos el conjunto intratable que conocemos hoy. El balance de sus 74 enfrentamientos con adversarios británicos fue pobre. Perdieron 49 encuentros, empataron 5 y sólo ganaron 20. Especialmente dolorosa fue su derrota ante Inglaterra, que estuvo rodeada de incidentes extradeportivos y originó la fuerte competencia que hoy suele caracterizar los duelos entre el XV de la Rosa y los All Blacks.
Lo más curioso de la gira de 1888-89 es que la rivalidad con Inglaterra la originó un calzón roto. La anécdota parece ridícula, pero así suelen ser muchos comienzos en la vida. El delantero neozelandés Ellison intentó placar al inglés Stoddart y se quedó con un jirón de su pantalón en las manos. Stoddart salió disparado a la línea de marca, pero cuando se dio cuenta de las carcajadas del público se detuvo en seco y arrojó el balón al suelo.
Los neozelandeses fueron caballerosos y formaron un círculo a su alrededor, pero el ‘fair play’ no fue respetado. El inglés Evershed aprovechó que estaban desprevenidos para anotar un ensayo. Después de la transformación, los ‘nativos’ ensayaron también, pero las discusiones no cesaron y de nuevo Evershed se sirvió de la confusión para coger el balón y marcar para Inglaterra. Los neozelandeses ya no pudieron contener su enfado. Tres maoríes se marcharon del campo temporalmente para protestar por el arbitraje, que corría a cargo del inglés Hill, a la sazón secretario de la Rugby Union local. Fue una experiencia humillante, y los ‘nativos’ decidieron no volver a pasar por ella.
A partir de ese momento, Nueva Zelanda siempre fue la mejor selección de rugby del mundo; la más potente y sobre todo innovadora del juego. Ningún otro deporte ha conocido una hegemonía tan clara y prolongada como la suya (más de un siglo), ni tanta determinación para superarse a sí misma y a los demás. No cabe duda de que pierde partidos y atraviesa momentos bajos (Sudáfrica es ahora la primera potencia), pero su índice de encuentros ganados llegó a ser del 80%. Podría decirse que el verbo ‘perder’ desapareció del manual de los All Blacks cuando un neozelandés dejó a un inglés con el trasero al aire en la gira de 1888-89.
De hecho, el siguiente viaje de la selección neozelandesa al hemisferio norte, protagonizado por los ‘Originals’ en 1905-1906, fue un paseo. Los All Blacks (recibieron ese apelativo desde entonces) disputaron 35 encuentros y sólo perdieron uno en Cardiff ante Gales (3-0), también en medio de la polémica. El neozelandés Bob Deans hizo el ensayo del empate, pero no subió al marcador porque antes de que el árbitro pudiera pitar, los galeses lo arrastraron por los pies hacia atrás y lo dejaron a quince centímetros de la zona de marca. Tres años más tarde, en su lecho de muerte, Deans juraba y perjuraba que esa era la verdad.
Los ‘Originals’ marcaron 976 puntos y sólo encajaron 59. Su racha de victorias parecía imposible de superar, pero los ‘Invincibles’ lo consiguieron en la gira europea de 1924-25. Aquella selección no podía llamarse de otra manera, porque salió invicta en sus 32 partidos, con 838 puntos a favor y 116 en contra. Su estrella era George Nepia, un maorí que entrenaba en su granja pateando el balón para que cayera sobre un pañuelo a cincuenta metros de distancia. Decía que de acertaba siete de cada diez intentos.
Los All Blacks nunca abandonaron el perfeccionismo de Nepia. Pero fue Dave Gallaher, el capitán de los ‘Originals’, quien dos décadas antes dejó impresa en esa selección su seña de identidad, el sello esencial que la ha mantenido en la cúspide. A comienzos del siglo pasado escribió que los delanteros (los jugadores que empujan en la melé) deben pasar el balón con la pericia de los tres cuartos (los que corren y percuten en la línea). Ése es el rugby moderno del siglo XXI. Esos son los All Blacks.
Por el castillo de Eilean Donan vaga el fantasma de un soldado de la expedición española que navegó hacia Escocia en 1719 para luchar contra los británicos junto a Rob Roy
Las mejores lecturas de mi adolescencia solían empezar con un castillo en Escocia. La emoción subía un grado si feroces ‘highlanders’ aparecían en sus páginas. Por eso me apetece contar la historia de la fortaleza de Eilean Donan y el fantasma que la habita, un soldado llegado del puerto de Pasajes en el siglo XVIII para luchar junto a Robert McGregor, el Rob Roy que inmortalizaron Daniel Defoe y Walter Scott (y que encarnó el actor Liam Neeson en la película de Michael Caton Jones).
Si hay que tomarse la leyenda en serio, el espectro de Eilean Donan es el de uno de los 271 hombres que el 8 de marzo de 1719 zarparon de la costa guipuzcoana en dos fragatas para organizar una rebelión de clanes en las Highlands (Tierras Altas). Pertenecían al segundo batallón del regimiento Galicia, con base en Fuenterrabía, e iban a participar en la maniobra de diversión de una gran operación que había comenzado la víspera, cuando una flota de 21 navíos con 4.000 soldados de infantería y 900 de caballería zarpó de Cádiz para invadir Inglaterra.
La creación de aquella poderosa fuerza militar, sobre la que se proyectaba el desastre de la Armada invencible de 1588, había sido ordenada por el cardenal Alberoni, principal consejero del rey español Felipe V. Sin embargo, el cerebro de la operación era el irlandés James Butler, duque de Ormonde, un excomandante en jefe del ejército británico que cayó en desgracia cuando Jorge I de Hannover llegó al trono del Reino Unido y que, desde el exilio, se sumó a la causa de Jacobo III (de Inglaterra y VIII de Escocia), el pretendiente de la dinastía Estuardo.
Felipe V pensaba que invadiendo Inglaterra y ayudando a Jacobo a ocupar el trono británico este le agradecería el favor y devolvería a la Corona española los territorios arrebatados por el Reino Unido tras la Guerra de Sucesión. Con ese propósito acogió al Estuardo en el palacio del Buen Retiro, mientras el duque de Ormonde viajaba a La Coruña para unirse a la flota procedente de Cádiz que debía derrocar a Jorge I.
El plan parecía infalible, pero como ocurre con los planes infalibles, nada salió como estaba previsto. Los británicos fueron advertidos desde Portugal de las intenciones de Felipe V y, pese a lo impresionante que era la flota española, el mal tiempo dio al traste con el proyecto, como le ocurrió a Felipe II con la Armada Invencible.
El 28 de marzo de 1719, cuando la nueva expedición invasora navegaba a cincuenta leguas al oeste del cabo Finisterre (150 millas marinas), se levantó una tempestad que duró dos días y obligó a los barcos a dar la vuelta y poner rumbo sudoeste. La nave principal sufrió daños importantes (perdió los palos y los cañones), aunque al menos esta vez ningún barco se hundió.
Llegada a las Highlands
Pero, entre tanto, ¿qué había sido de los soldados que zarparon de Pasajes? Simplemente siguieron con el plan previsto. Ajenos al desastre del Atlántico, bordearon la costa oeste de Irlanda y llegaron a la isla de Lewis, en el archipiélago de las Hébridas Exteriores, para unirse a los ‘highlanders’ y a los partidarios de Jacobo III desplazados desde Europa.
Así fue como el regimiento Galicia, a las órdenes del coronel gallego Nicolás Bolaño y Castro, invadió temporalmente el noroeste de Escocia… en completa soledad.
Abandonados a su suerte, los soldados trasladaron las provisiones a tierra firme, guardando una parte en el castillo de Eilean Donan, situado en una pequeña isla del lago Duich, accesible desde el mar. La fortaleza, construida en el siglo XIII sobre un fuerte levantado por los pictos para defenderse de los vikingos, y unida a la orilla por un puente, había sido nada menos que la guarida de Robert Bruce, legendario rey de Escocia en el siglo XIV.
Bolaño dejó allí a 41 hombres al mando del capitán irlandés Peter Stapleton y marchó con el grueso de la expedición a las posiciones del ejército rebelde escocés, que aguardaba ansiosamente su llegada. La decepción de Bolaño fue mayúscula. La milicia que encontró apenas constaba de 1.500 ‘highlanders’, incluidos los del clan Mcgregor, con Rob Roy a la cabeza.
A los españoles les habían prometido 10.000 combatientes, pero el fracaso de un anterior levantamiento había disuadido a muchos guerreros de las Tierras Altas de oponerse a los británicos. De hecho, había clanes leales a Jorge I y otros no querían declararle la guerra y apostar por Jacobo sin saber primero qué pasaba con la prometida invasión de Inglaterra.
Muy pronto se esfumaron las esperanzas del duque de Ormonde, el cardenal Alberoni y Felipe V. Sin noticias de la flota del Atlántico, los mandos de las dos fragatas que habían transportado al regimiento Galicia a Escocia no quisieron permanecer por más tiempo a merced de Armada británica y emprendieron el regreso, dejando a los soldados solos en tierra extraña y llevándose preso a uno por haber intentado desertar.
Los británicos no tardaron en aparecer por Eilean Donan. Tres buques de Su Majestad se acercaron al castillo y enviaron un bote con una bandera blanca. El capitán Stapleton se negó a parlamentar y ordenó disparar, recibiendo un intenso cañoneo como respuesta.
Pero la obstinación del irlandés no caló entre sus hombres. Uno de ellos desertó e informó a los atacantes de que la guarnición estaba dispuesta a claudicar dijera lo que dijera Stapleton, de modo que Eilean Donan acabó siendo tomado y demolido a conciencia, y sus defensores hechos prisioneros, aunque, según la leyenda, uno de ellos se quedaría para siempre en Eilean Donan como fantasma titular de un montón de ruinas.
A Nicolás Bolaño las cosas no le fueron mejor en tierra firme. El estado mayor escocés no se ponía de acuerdo sobre la estrategia a seguir contra los británicos, mientras una fuerza dirigida por el general Joseph Wightman, el que había reprimido la revuelta anterior, había salido de Inverness para acabar con la nueva sublevación.
La batalla decisiva tuvo lugar en la cañada de Glen Shiel desde las cinco de la tarde hasta las ocho o las nueve de la noche, con ‘highlanders’ luchando en ambos bandos. La tropa de Bolaño, veterana y de buen porte, según los británicos, se situó en el centro de la formación rebelde y resistió la embestida de 35 dragones, pero sin combatir cuerpo a cuerpo ni sufrir bajas. Más vigor se notó en los escoceses sublevados, apostados en los flancos, pero no sirvió de mucho. Rob Roy se batió en retirada como los demás. Los capítulos épicos de su biografía se escribirían más adelante.
La reacción ante la derrota fue digna de todos modos. Nicolás Bolaño se ofreció a seguir combatiendo al día siguiente, igual que los ‘highlanders’, pero el comandante en jefe escocés, William Murray, marqués de Tullibardine, no acabó de decidirse. Cuando se llevó a la oficialidad española aparte comprobó que estaba harta de marchas agotadoras y temía que las provisiones se agotaran.
No había más que decir. El regimiento Galicia fue autorizado a rendirse y los ‘highlanders’ marcharon a casa. Los jacobitas que habían viajado a Escocia desde el exilio también se fueron por donde habían venido.
El regimiento Galicia regresó a la península en dos grupos. Los soldados capturados en Eilean Donan fueron recluidos en el castillo de Edimburgo hasta que ordenaron devolverlos a La Coruña en junio de 1719. Por esas fechas llegaron a la ciudad los prisioneros que se habían rendido tras la batalla de Glen Shiel. Unos y otros, con la sola excepción del capitán Stapleton, fueron tratados con hospitalidad y pudieron moverse por Edimburgo con relativa libertad. El general Wightman puso dinero de su bolsillo para alimentar a Bolaño y a sus soldados, que tuvieron que esperar a octubre para regresar a La Coruña en un intercambio de prisioneros. Aquel mismo otoño dejó de hablarse de la invasión de Inglaterra en la Corte española.
Tres siglos después, el recuerdo del regimiento Galicia perdura en Escocia gracias al espectro de un soldado del regimiento Galicia que dicen que vaga por Eilean Donan. El castillo, una ruina hasta que fue reconstruido en la primera mitad del siglo pasado, es la residencia del clan McRae y un reclamo turístico. Los visitantes que le echen una pizca de imaginación pueden pedir al fantasma que zarpó de Pasajes que les haga las veces de guía.
En las montañas del norte de Burgos es posible trazar las rutas seguidas por las legiones de Augusto y Agripa para combatir a los cántabros en collados y cumbres
En memoria de Íñigo Muñoyerro Ajuriagoxeascoa
Octaviano era supersticioso, o eso cuentan los historiadores de la Antigüedad. Uno de sus mayores temores era que una tormenta lo sorprendiera durante una travesía. No era para menos, porque en una ocasión estuvo a punto de ser alcanzado por un rayo durante una marcha nocturna. La descarga solo quemó ligeramente su litera, pero mató al esclavo que iba delante, portando una antorcha.
Octaviano creyó que se había salvado gracias a un amuleto de piel de foca que llevaba consigo. Agradecido por su buena fortuna erigió un templo al dios Jupiter Tonans (del trueno) en Roma.
El episodio del rayo, que pudo haber cambiado la historia de Roma, ocurrió entre el 26 y el 25 antes de Cristo, en algún lugar de las Merindades de Burgos, los valles pasiegos de Cantabria y la Montaña palentina.
El Senado acababa de nombrar a Octaviano ‘princeps’ (primer ciudadano) y ‘augusto’ (venerado), dejándole el camino expedito para convertirse en emperador. Pero antes tenía que dotar a ambos títulos de contenido real, y eso solo lo podía conseguir con una victoria de prestigio. En aquel momento, las puertas del templo de Jano en Roma estaban abiertas, lo que significaba que la paz no reinaba en todas las provincias. Si Octaviano pudiera cerrarlas sometiendo a un pueblo rebelde, se ganaría el apoyo popular.
Una alternativa era conquistar Britania, tarea que había dejado pendiente Julio Cesar, su padre adoptivo. Sin embargo, a Roma llegaron noticias de una revuelta de los cántabros y los planes cambiaron. El norte de Hispania aún no se había rendido, así que era un escenario ideal para la que iba ser la primera demostración de Imperator Caesar Augustus, que es como Octaviano sería conocido en adelante.
Augusto levantó su campamento en Ulmillos de Sasamón, en la comarca burgalesa de Odra-Pisuerga. Tanto él como sus legiones sabían a quiénes se iban a enfrentar. Ya en el siglo II a. C., los soldados romanos se automutilaban para no combatir en la Península, y los que lucharon en el primer enfrentamiento entre Roma y Numancia se dieron a la fuga al enterarse de que los cántabros se acercaban en auxilio de los arévacos atrincherados en la población. Un siglo después, al propio Augusto lo había protegido una guardia formada por vascones de Calahorra hasta la batalla de Actium, en el 31 a. C.
Con esos precedentes, parece lógico que la primera fase de la guerra contra los cántabros durara poco, el tiempo que el hábil caudillo Corocotta tardó en presentarse a cobrar los 200.000 sextercios que Roma había ofrecido por él.
De ese modo Roma zanjó unas hostilidades que Augusto apenas llegó a dirigir sobre el terreno, ya que enseguida delegó el mando en sus generales. Se sintió cansado y enfermo (tuvo problemas de salud durante toda su vida) y marchó los Pirineos a tomar las aguas, antes de instalarse en Tarraco (Tarragona). Hacia el 25 o 24 a. C. cerró el templo de Jano y proclamó formalmente la ‘pax augusta’, aunque las revueltas continuaron en el norte de Hispania.
Una guerra alpina
Dos milenios después, los vestigios de aquellas rebeliones y las rutas de las legiones y sus tropas auxiliares (tribus aliadas y mercenarios) pueden trazarse en las Merindades y las verdes pendientes de la vertiente de Cantabria. Aquel era el frente más oriental de los combates, una línea montañosa punteada de oeste a este por los puertos de Estacas de Trueba, Lunada y la Sía.
De los caminos que cruzaban esa frontera geográfica, unos discurrían de sur a norte desde Ulmillos de Sasamón hacia los valles pasiegos. Otros avanzaban en sentido inverso desde la costa cántabra, arrancando en Suances (Portus Blendium) y Santander (Portus Victoriae Iuliobrigensium), fundada tras la primera victoria de Augusto en aquellas tierras. En ambos puertos atracaban galeras procedentes de Aquitania con hombres y pertrechos destinados al interior.
Las nuevas tecnologías han permitido identificar campamentos romanos en cumbres, cerros, atalayas, acantilados y desfiladeros, desde los cuales los legionarios vigilaron a los cántabros y los persiguieron hasta sus refugios, hasta los castros u ‘oppidum’ que precedieron a las actuales casas de piedra (cabañas) de los pasiegos. Los combates se desarrollaban de marzo a octubre y se parecían a las carreras de resistencia que organizan las federaciones y los clubes de montaña.
Era un nuevo tipo de guerra alpina, parte de la cual se desarrolló en torno a la población cántabra de Reinosa y en las merindades burgalesas de Sotoscueva y Valdeporres. Consistía en largas y agotadoras travesías por cordales y cumbres a fin de empujar al enemigo al fondo de los valles, donde era vulnerable.
Una de las posiciones militares excavadas por los arqueólogos está en La Muela. Es una explanada de hierba sobre laderas boscosas, cerca de Villamartín de Sotoscueva, donde han aparecido restos de tiendas de campaña, clavijas, piezas de instrumentos de agrimensores y monedas datadas a finales del siglo I a. C. Algunos historiadores creen que en esa zona, conocida como los acantilados de Dulla, a tiro de piedra de la enorme esfera blanca del Escuadrón de Vigilancia Aérea 12 de Lunada, se hicieron fuertes los últimos focos de una rebelión que estalló después de la campaña de Augusto y que recuerda a la de Espartaco (73-71 a. C.).
La historia del esclavo tracio derrotado en la península itálica por Marco Licinio Craso, popularizada por el cine de Hollywood, se repitió en el norte burgalés entre el 19 y 16 a. C. Los protagonistas fueron unos cautivos cántabros que habían sido reducidos a la esclavitud y enviados a la Galia, donde asesinaron a sus dueños. Al regresar a casa reunieron partidarios y volvieron a rebelarse contra Roma, agotando la paciencia de Augusto.
Sin embargo, en aquel momento al emperador le preocupaban más la situación de las fronteras de Partia (Persia) y los asuntos diplomáticos en Armenia, de modo que envió al general Marco Vipsanio Agripa desde la Galia para que pacificara el norte de Hispania de una vez por todas.
Los cántabros tuvieron un final como el de Espartaco, terrible hasta para los intelectuales de la Antigüedad. Roma no dejó con vida a un enemigo capaz de empuñar un arma. Según Eduardo José Peralta, doctor en Arqueología por L’Ecole d’Hautes Études de París, un capítulo de aquella tragedia se debió de escribir en La Muela y en sus cinco barrancos -la Mata, Dulla, Valdecastro, Campo de la Corza y Mea-, donde los últimos rebeldes se concentraron a la espera del asalto romano.
La muerte que Agripa les dio fue atroz. “Habiendo sido clavados en la cruz, ciertos prisioneros murieron entonando himnos de victoria”, relata el geógrafo Estrabón, contemporáneo de los hechos que describe.
La contumacia de los derrotados no hizo sino confirmar la imagen despectiva que Roma tenía de ellos. Eran guerreros duros que combatían a lomos de los mismos caballos que hoy pastan en las Merindades (su ADN es similar al de los esqueletos hallados en yacimientos de época romana). A veces cabalgaban dos hombres sobre una montura, el de atrás preparado para arrojarse sobre su enemigo, blandiendo un hacha ‘bipenne’ (de doble filo). Atemorizaban tanto a los legionarios que Agripa tenía que castigarlos para que acataran sus órdenes, y cuando sufrían una derrota los avergonzaba prohibiéndoles usar el título de I Legión Augusta.
No era fácil infundir valor a la tropa, sometida a privaciones en tierra ajena y harta de un enemigo que conocía sus tácticas, incluidos los proyectiles incendiarios. Lo que deseaban aquellos soldados era establecerse en Emerita Augusta (Mérida), la colonia que Augusto ordenó fundar en el 25 a. C. en el sur de Hispania con veteranos de las campañas del norte. El sur era entonces el mundo civilizado, mientras que los cántabros ni siquiera tenían la condición de ‘rustici’, palabra latina que designa al hombre de campo, sino que los tildaban de ‘inhumani’, es decir, desprovistos de humanidad.
Estrabón lo resume gráficamente cuando atribuye a esas tribus “casos de bravura, crueldad y rabia bestiales (…) Las madres llegaron a matar a sus hijos antes de permitir que cayesen en manos de sus enemigos. Un muchacho cuyos padres y hermanos habían sido hechos prisioneros y atados mató a todos por orden de su padre, valiéndose de una espada robada. Una mujer mató a sus compañeros de prisión. Otro, llamado contra unos que se habían embriagado, aprovechó la ocasión para arrojarse a la hoguera”.
Esas reacciones tan extremas, compiladas por el arqueólogo Antonio García Bellido en su ensayo ‘La península ibérica en los comienzos de su historia’, no son realmente tan irracionales si se piensa en el tratamiento que el general Agripa reservaba a los prisioneros. Casio Dión, historiador de una época posterior, siglos II y III d. C., cuenta que los cántabros preferían inmolarse a ser vendidos como esclavos. “Tras incendiar sus parapetos, unos se degollaron; otros prefirieron perecer quemados en las mismas llamas; otros, en fin, acordaron en común envenenarse; de tal modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció”. El veneno lo obtenían del tejo, un árbol que abunda en la cornisa cantábrica (hay muchos en Valdeporres).
De regreso en Roma, Agripa no celebró ningún triunfo (desfile con trofeos y cautivos) para no quitar protagonismo a Augusto. Sin embargo, se había instituido la costumbre de guardar en el templo de Marte Vengador los estandartes romanos recuperados al enemigo, y allí fueron a parar los procedentes de Hispania, junto con los que se habían perdido unas décadas antes en la batalla de Carras contra los partos, una dolorosa derrota que humillaba todavía a Roma y que Augusto consiguió dignificar un poco negociando con los vencedores la devolución de las enseñas militares.
Mussolini y la grandeza del Imperio
Aplastar a los cántabros fue uno de los muchos servicios que Agripa prestó al emperador, como lo había sido casarse con su hija, Julia, cuando ella enviudó y comenzó a escandalizar a Roma con su conducta privada. El general, que tenía 46 años y se tuvo que divorciar, y Julia, de solo 18, se detestaban tanto que a una pregunta sobre su nuevo cónyuge, ella respondió: “Yo no subo más marineros a la nave cuando ya está cargada”.
La cita está tomada de la ‘Historia de Roma’ del periodista y escritor italiano Indro Montanelli, quien en agosto de 1937, durante la Guerra Civil española, cubrió la campaña del Corpo Truppe Volontarie (cuerpo de tropas voluntarias) de Benito Mussolini en las Merindades burgalesas, por los mismos barrancos donde Agripa sembró la muerte y la desolación.
Como las legiones en la Antigüedad, también la división de asalto Littorio -que combatió en el puerto de Escudo, cerca de Reinosa, y tomó Santander- participó en otra gran demostración de propaganda, esta vez la del apoyo del fascismo italiano a la sublevación de Franco, que Mussolini intentó presentar como el regreso de la grandeza de Roma.
Ya antes de zarpar de Italia, los expedicionarios habían servido de extras en la película ‘Escipión el Africano’, un proyecto del dictador italiano sobre el general Publio Cornelio Escipión, vencedor del general cartaginés Aníbal. Publio Cornelio era también el abuelo de Escipión Emiliano, ‘Africano Menor’, que destruyó Cartago y doblegó definitivamente Numancia.
Por ese motivo, algunos de los voluntarios que embarcaron hacia España en los años treinta del siglo pasado creían que serían figurantes en un ‘peplum’, no que los llevaban a combatir en la Guerra Civil. Otros pensaban que iban a Abisinia a trabajar de agricultores.
Su destino no fue diferente del de las legiones. Antes de acuartelarse en las Merindades, la división Littorio sufrió una humillante derrota en Guadalajara, a raíz de la cual el general Anibale Bergonzali, conocido como ‘Barba Eléctrica’, se lamentó de lo pobremente adiestrada que estaba su unidad y la comparó con “comparsas en una película de romanos”.
Por todo Burgos se propagó la leyenda de la cobardía italiana, alentada por los casos de deserción y automutilación (dispararse en el brazo, por ejemplo). En Sotoscueva todavía se bromea sobre la velocidad con que aquellos pobres extranjeros corrían de espaldas.
Acabada la Guerra Civil en 1939, los vencedores inauguraron en el puerto del Escudo una pirámide funeraria romana donde dieron sepultura a los italianos muertos en el norte de Burgos y en Vizcaya. Fue abandonada en 1975, con la llegada de la democracia a España. Por motivos económicos, algunos huesos fueron repatriados y los demás, trasladados al Sacrario Militare de Zaragoza, otro mausoleo erigido en 1940 y compuesto por una torre y una iglesia consagrada a San Antonio de Padua.
Allí reposan los restos de 2.889 soldados del contingente de Mussolini y de 22 compatriotas de las Brigadas Internacionales, estos últimos trasladados por el Gobierno italiano después de la Segunda Guerra Mundial. El lugar es oficialmente suelo italiano. El Duce decidió ubicar el osario en Zaragoza porque fue Augusto quien fundó esa ciudad (Caesaraugusta) en el 14 a. de C., justo después de la campaña de Agripa.
En la actualidad, la pirámide del puerto del Escudo, entre Cantabria y Burgos, nos remite a once o doce años antes de esa fundación, cuando a Augusto lo llamaban Octaviano y casi lo fulmina un rayo. Aseguraba haber restaurado la República, pero sentaba las bases del Imperio. Sumido en el olvido, el monumento se yergue sobre el pantano del Ebro, entre Soncillo y Reinosa, como símbolo de dos tragedias. Una lejana, escrita por las legiones y los cántabros, y otra contemporánea, la de la Guerra Civil, de la cual Indro Montanelli dejó un relato titulado ‘La chica de Soncillo’.
Ambas historias resuenan todavía en las Merindades, en los yacimientos de época romana escondidos en sus montañas, pero también en las palabras y signos que los soldados de Mussolini, un puñado de hombres que creían que iban a ser extras en una película, dejaron grabadas en las casas de labranza y las iglesias de los pueblos del norte de Burgos.
Una mujer que marchó al Ártico con su marido en 1934 escribió a su regreso un hermoso relato de supervivencia y exaltación de la naturaleza que se ha convertido en un clásico
¿Qué puede impulsar a una mujer a viajar al Ártico para reunirse con su marido y vivir juntos en una cabaña dejada de la mano de Dios, acompañados por un arponero? Christiane Ritter no ha dejado de hacerse o de escuchar esa pregunta desde que zarpó de Hamburgo. Es el verano de 1934. Todos han tratado de disuadirla, pero cuando oye tres veces la sirena del barco alejándose de Grohuk, punta septentrional de la isla de Spitbergen, ya es tarde para echarse atrás y solo puede contemplar desolada la estructura de cuero acartonado y tablones donde va a vivir un año, lejos de su hijita.
El grupo dispondrá de una estufa destartalada, harina y levadura para hacer pan y unas cuantas provisiones más. Las vitaminas para evitar el escorbuto las proporcionará la caza. Alrededor de la cabaña no se aprecia un atisbo de vegetación, sólo huesos de animales, piedras, silencio… Durante el invierno, el refugio quedará oculto bajo la nieve y Christiane permanecerá sola mientras sus compañeros cazan a varios días de distancia. Solo podrá salir al exterior atravesando un túnel en el hielo, como si la hubieran recluido en una prisión. Con la llegada de la primavera será una persona diferente. El entorno habrá obrado lo que ella denomina «la demolición» de su orgullo. A su regreso a Alemania escribirá sobre esa experiencia.
‘Una mujer en la noche polar’ (Ed. Península) es un relato maravilloso sobre la resistencia física y mental del ser humano, sobre cómo un individuo es capaz de sobreponerse a las condiciones más extremas, de derrotar psicológicamente a la oscuridad perpetua y a tormentas interminables en la más completa soledad.
El libro fue publicado por primera vez en Alemania en 1938 y se editó hace unos años en castellano. Es un clásico de la literatura de viajes, aunque merece serlo de la ‘nature writing’, género sobre la naturaleza que cada vez cuenta con más seguidores. Sus páginas atrapan por la forma espontánea y poética con que la autora se enfrenta al medio ártico y se rinde a su «abrumadora belleza», a sus colores increíbles -rojos carmesí y azules turquesa que jamás ha visto- y a la indiferencia infantil de los animales salvajes, de las focas y zorros que no se han cruzado nunca con un ser humano.
Christiane se resigna a no prever lo que depara cada jornada y saca a relucir una sabiduría -así la denomina- que Europa enterró hace miles de años. Es la que conservan los cazadores diseminados por las cabañas y cobertizos que salpican Spitbergen; un grupo humano fiel a las costumbres establecidas por sus antecesores rusos dos siglos antes. Hombres solitarios, separados entre sí por grandes distancias, que se visitan de vez en cuando, se inventan huéspedes para no enloquecer por la sensación de vacío que produce el Ártico, acogen a científicos de paso y reciben esporádicamente noticias de una civilización que se encamina al desastre, aunque eso no parece interesarles en exceso.
Tras el desconcierto y temor iniciales, Christiane pasará rápidamente por el proceso de adaptación a Spitbergen. Un simple baño en un barreño con agua helada le infunde una sensación de salud y bienestar que desconocía. Recostada en su litera, percibe el olor del pan horneándose. Se encariña de ‘Mikkl’, un zorro polar que se acerca a la cabaña a husmear sin hacer caso a nadie y altera la vida de todo el mundo. Hasta las gaviotas se organizan para protegerse y una de ellas se posa en un promontorio para avisar a las demás si el depredador aparece. Christiane pide a los hombres que no cacen a ‘Mikkl’, pero el animal cae en una trampa. Por suerte, logra zafarse y desaparece para siempre.
Christiane acompañará por fin a su marido y al arponero en una de sus salidas. Su carácter se ha endurecido a lo largo del invierno, resistiendo el tedio de estar sola a oscuras y no cayendo en la inmovilidad en la cabaña enterrada bajo la nieve. Le ha bastado con aferrarse a rutinas, a paseos diarios, a tareas inacabables para aguantar las gélidas temperaturas y paliar la falta de compañía en aquel desierto helado.
Pero la primavera deja caer un telón sobre la noche polar. La nieve se retira y el tejado del refugio asoma al exterior. Sus ocupantes se sientan en él para gozar de la vista. Un pinzón de las nieves, la especie cantora de Spitbergen, ha tomado posesión de la chimenea. La niebla se desvanece y deja ver témpanos, gaviotas, focas… Los seres humanos están de sobra en ese teatro natural que gobierna el clima de la Tierra. El paisaje, testimonio geológico de millones de años de antigüedad, se ofrece deslumbrante.
Christiane ha sufrido una transformación, aunque en el libro aclara que el Ártico solo saca a la luz lo que los hombres y mujeres guardan en su interior. Su experiencia es la mejor prueba de ello.
P.D.: Christiane Ritter, pintora, nació en Karlovy Vary/Karlsbad (Chequia) en 1897 y murió en Viena en 2000. ‘Una mujer en la noche polar’ es su único libro.
Aquel fue uno de los episodios más divertidos de mi vida, una historia que comenzó hace un montón de años en la redacción de mi periódico, cuando el redactor-jefe me pidió que entrevistara a un personaje de la farándula, torero para más señas, casado con una viuda tonadillera aún más popular que él. Mi reacción inicial fue de perplejidad. ‘¿Qué? ¿A quién?’, pregunté despectivamente, desviando la vista de la pantalla del ordenador. Pronto descubriría que tragarse los prejuicios y las opiniones es la dieta más saludable de un reportero
Pero vayamos por partes.
1.
Hasta entonces, yo había entrevistado a políticos, diplomáticos, historiadores, periodistas, escritores, actores, directores y productores de cine, diseñadores de moda, estrellas del deporte… Una extensa lista de personalidades influyentes o al menos singulares que interesaban a los lectores por derecho propio, o así lo creía yo. Lógicamente, como humanos que eran, tenían su manías y rarezas igual que todo el mundo, y a muchos los conocí en situaciones pintorescas y hasta dramáticas, como el amable y a la vez impasible embajador de un país de Oriente Próximo que no dejó de sonreir cuando charlamos en el salón de una universidad en medio de una protesta estudiantil, protegidos los dos por un corpulento escolta apostado en la puerta, en la que retumbaban las patadas de los manifestantes.
Esos personajes resultaban interesantes incluso en los momentos distendidos en que solo compartías su intimidad, lo que pude comprobar con el premio nacional de poesía que se echaba al coleto copas de aguardiente en un bar a media mañana y fumaba a escondidas en casa cuando su esposa salía a hacer los recados. «Con el dinero del premio nos fuimos unos días a Canarias», me confesó en la sala de su vivienda, poniendo cara de niño travieso. De repente, al oír un tintineo de llaves que llegaba del ‘hall’, el poeta dio un respingo y me rogó que abriera las ventanas, mientras agitaba los brazos para disipar el humo de un cigarrillo.
No menos surrealista fue la entrevista a una simpática pero informal diputada que, tras tenerme una mañana de espera en los pasillos del Congreso, me propuso que le formulara las preguntas en el taxi que nos llevó al aeropuerto de Barajas y después en la terminal, donde tuve que arrastrar su maleta con una mano, sosteniendo la grabadora en la otra, a la vista de decenas de viajeros que se desternillaban.
Yo trabajaba en la sección dominical del periódico, que publicaba reportajes y entrevistas a fondo, siempre sobre asuntos serios o enfocados como tales y presentados con el estilo literario de moda antes de Internet. Disponíamos de documentación abundante, fotógrafo, billetes de avión, hoteles y tiempo para escribir. Los compañeros de las demás secciones nos llamaban burlonamente ‘El club de los poetas muertos’, pero no nos molestaba. Nuestros privilegios, si podíamos llamarlos así, no salían gratis. A cambio se nos exigía la máxima intensidad y dedicación, con el coste personal que ello suponía, pero éramos felices, honestos con el material que caía en nuestras manos y razonablemente osados porque nuestro redactor-jefe creía en nosotros y nos respaldaba. Por las noches quedábamos a tomar copas y encima nos pagaban bien.
En aquella especie de Shangri-La del periodismo en la que vivía, no encontraba la forma de encajar a un torero sin otras credenciales informativas que los chismorreos que provocaba junto a su pareja. Yo estaba empapado de estúpidas ideas preconcebidas sobre la gente y la cultura del sur, y en mi imaginación, dejando aparte la cuestión del maltrato animal, los matadores solo tenían cabida en las crónicas taurinas. Había leyendas del ruedo que se elevaban sobre el resto porque les habían estampado un sello intelectual y por la abundante literatura que ellos y en general la tauromaquia inspiraban. Pero no era el caso de la persona que me pedían que entrevistara esta vez; con su cónyuge cantante y la hija de esta (fruto de un matrimonio anterior) formaban una familia que suministraba carnaza al periodismo faldero que yo miraba con desdén y contra el que protestaba.
2.
«Tú quedas con el torero y no se hable más», zanjó mi redactor-jefe.
En fin, no tuve más remedio que telefonearle de mala gana y con aprensión. Para mi sorpresa, escuché la voz educada y respetuosa de un perfecto caballero que se ofreció a recibirme en su casa, un chalé de un barrio elegante a las afueras de la capital. El tono que empleó, receptivo y acogedor, me tranquilizó; no me iba a enfrentar a una ‘prima donna’ de esas que odiaban a la prensa, y conversaríamos el tiempo que hiciera falta.
A los pocos días, a media mañana, un taxi me dejó frente al chalé, un edificio de una planta, estilo años sesenta, y ya entonces me llevé la primera impresión. Delante de la finca se alineaban aparcados varios turismos y furgonetas, junto a los cuales pajareaba una bandada de reporteros que montaban guardia para anotar los nombres de quienes entraban y salían de la propiedad y la hora en que aparecían. Conmigo no hicieron una excepción, y en cuanto me apeé del taxi uno de ellos me abordó para preguntarme con el mayor descaro quién demonios era yo y qué pintaba allí. «Soy periodista. Vengo a entrevistar al torero», contesté, intimidado por el interrogatorio, como un recluta el primer día en el cuartel.
Mi colega se relajó y me dijo, a medio camino entre la complicidad y las excusas: «Supongo que sabes quiénes somos… la prensa de la víscera».
Solo le faltó guiñarme un ojo. Enseguida deduje que me apuntaría en su libreta como un don nadie, así que le ignoré y me fui acercando al chalé, sintiendo su mirada inquisidora clavada en la espalda. Por un momento imaginé mi foto publicada en una revista de cotilleo o divulgada por televisión y me entraron escalofríos, pero no tenía sentido. Con mi aspecto era imposible que nadie me confundiera con otro que no fuera yo.
En esas reflexiones andaba cuando me abrió la puerta una especie de mayordomo. No recuerdo su cara, pero sí cómo vestía; clásico y pulcro, jersey tipo ‘Pulligan’ y pantalones de tergal. Me recibió con sencillez y me informó de que el señor estaba en el jardín, siendo entrevistado para una revista taurina. Yo le avisé de que mi fotógrafa, una reportera ‘freelance’, no tardaría en llegar y él tomó nota. Por lo visto tenía cosas que hacer y me dejó libre para curiosear. Fue entonces, avanzando tímidamente por el pasillo, cuando me topé con el torero. Sonriente y atento, luciendo un jersey de pico y unos ‘Levi’s’ planchados, se acordaba de nuestra conversación telefónica; había hecho un receso con el otro periodista, pero ya quedaba poco para terminar.
3.
Ahí dio comienzo el espectáculo. La sonrisa de mi anfitrión se congeló cuando del fondo del pasillo apareció el marido de su hijastra. El joven marchaba al aeropuerto para recoger a su suegra, que regresaba de una actuación musical en el extranjero. Por el tono seco y distante con el que el matador le dio instrucciones -imposible repetir las palabras exactas- no parecía un miembro de la familia, sino alguien del servicio; y de escasa importancia, además, porque salió del chalé, exponiéndose a los ‘paparazzi’, con la cabeza baja y apesadumbrado. «Es cierto lo que cuentan. No le puede ni ver», concluí.
El torero regresó al jardín y yo me puse a fisgar hasta que asomé la cabeza por la puerta entreabierta de la cocina y una voz me invitó a pasar. La hijastra se estaba preparando un café, si mi memoria no me falla. Llevaba el pelo recogido con rulos y vestía una bata estampada, bajo la cual asomaban las perneras de un pijama, unos calcetines gruesos y unas zapatillas con borlas. Nos observamos intrigados el uno al otro durante varios segundos. A ella no pareció sorprenderle que un desconocido la pillara en su casa recién levantada, más bien al contrario. Era igual que en la televisión, divertida y guapa, incluso con los rulos, y en el trato parecía una persona de lo más convencional, nada que ver con el papel que representaba en público y que, ingenuo de mí, me había tomado en serio.
Tras un momento de vacilación me presenté y nos entretuvimos un rato hablando de banalidades, de mi viaje, mi trabajo… Tanta naturalidad me dejó confundido; no podía separar la realidad de la ficción ante aquella ‘celebrity’ sobre la que solo había leído y escuchado chascarrillos. A decir verdad, allí no pasaba nada del otro mundo, pero eso era lo más interesante.
4.
Entonces llegaron a la cocina unos balbuceos procedentes del pasillo. Salimos los dos y vi a un bebé sin más vestimenta que un pañal, dando tumbos y emitiendo gorgoritos. Era la hija de la joven, seguida por una asistenta de la que, entonces lo recordé, se decía que ejercía de vidente y echaba las cartas. También se ocupaba de la cría, más tarde descubriría cómo.
Me agaché para decirle al bebé esas sinsorgadas que soltamos a los niños para hacerles gracia. La cría no entendió nada, como es lógico, y me obsequió con una mirada hosca y un gruñido que no dejaban lugar a dudas sobre lo que sentía al verme. Fue el único miembro de la familia que me consideró un intruso y me lo hizo saber.
La vidente se llevó rápidamente al bebé a otra parte de la casa, mientras yo me despedí de su madre y seguí mi camino hacia el salón, decorado en tonos claros, desde las paredes hasta los sillones. Una enorme cristalera comunicaba la estancia con el jardín, donde pude ver al periodista que me precedía, ya mayor, sentado, haciendo preguntas al torero, que respondía dando vueltas por el césped como un filósofo griego, mientras un perrito blanco, casi un peluche, saltaba a su alrededor llamando su atención.
Yo, entretanto, me fijé en que el salón estaba decorado con multitud de dibujos y fotografías de su esposa, bien sola, bien posando con otras figuras de la canción o políticos ilustres, casi siempre con dedicatorias al pie. El lugar parecía un templo consagrado a la artista, cuya presencia era palpable por todas partes, aunque en aquel momento debía de estar en el aeropuerto con su cariacontecido yerno.
5.
El salón acabó por saturarme y salí al jardín para escuchar la conversación de mi colega con nuestro matador. El periodista utilizaba un tono solemne, un tanto engolado, comenzando cada pregunta con un «Maestro, esto; maestro, lo otro». En absoluto iba a dirigirme a él de esa guisa, pensé, sino con mucho menos teatro, entre otras razones porque la interpretación nunca se me dio bien en el trabajo ni fuera de él. Mientras observaba, repasé mentalmente las preguntas que había preparado la víspera, todas concebidas sin demasiada convicción sobre cuestiones superficiales. No me iba a molestar en repreguntar; grabaría lo que mi interlocutor me dijera y en paz.
En ese momento llegó la fotógrafa, mucho menos sorprendida que yo por los ‘paparazzi’ de la entrada. Como ella tenía prisa, me preguntó si podíamos empezar con la sesión de fotos y a todos nos pareció bien. El otro entrevistador se despidió y el torero se puso gustosamente a disposición de mi compañera, brindándome un momento impagable. Cuando ella le apuntó con su voluminosa cámara, el hombre se transfiguró y se convirtió en una estatuilla de cristal, delicada y sorprendentemente flexible, que sorteaba las embestidas de un toro imaginario con una muleta igualmente invisible. La suavidad y la perfección de sus poses contrastaban con la tensión del rostro, casi cinematográfica. Me quedé embelesado, pero entonces…
6.
… entonces apareció el dichoso perrito, que no estaba nada contento conmigo porque había distraído a su amo. Se aferró a la pernera de mis vaqueros y, al mover las piernas para sacudírmelo de encima, empecé a hundirme en la hierba recién regada. A medida que el torero daba naturales y pases de pecho yo me atascaba más y más en el charco embarrado que se estaba formando bajo mis zapatos. No sabía qué hacer y solo alcancé a componer una sonrisa bobalicona, aparentando que no pasaba nada, pero miraba de reojo a todos lados, calculando si un certero puntapié bastaría para alejar a la mascota.
No llegué a ese extremo porque en uno de mis movimientos desvié la vista hacia el salón y, a través de la cristalera, descubrí a la vidente cambiando de pañal al bebé sobre una elegante y decorativa mesa camilla. Parecía el sueño delirante de una gran resaca: un torero en pleno éxtasis, yo forcejeando con un perro cabreado y una pitonisa aseando a un bebé en la zona noble de la casa. Las tres imágenes se fundían en un mismo plano.
Aquello duró dos o tres minutos. Cuando la situación se normalizó y la fotógrafa se fue, pude realizar la entrevista de forma rutinaria, pero cómoda, aunque el torero, a la vez que respondía con un tópico tras otro, no dejaba de mirar alternativamente mi grabadora y mi calzado lleno de barro, eso sí, sin decir nada. Gracias a su discreción salí airoso del chalé haciendo el ridículo solo lo necesario. Más adelante me consoló ver cómo mis amigos se divertían cuando les contaba aquella peripecia personal, de la que no escribí ni una palabra.
Con el paso de los años me arrepentí de no haberlo hecho, porque esa historia y no la entrevista era lo que realmente interesaba al público: es decir, se trataba de mostrarle cómo es y cómo vive la gente famosa. Fue una lección de humildad periodística que aprendí demasiado tarde.
Ahora estoy reparando el desliz, buceando en el recuerdo imborrable de una mañana loca en casa de un torero asediado por los ‘paparazzi’.
Estoy de vuelta, por fin. Ya no recuerdo cuándo clausuré mi blog anterior, ni siquiera sé qué nombre le puse. ¿Por qué me fui? Sencillamente, me harté de escribir. Lo consideraba una obligación moral (una deformación profesional, supongo) y acabé totalmente saturado, como lo estaba en mis últimos días en el periódico, cuando Internet obligó a la prensa a publicar chorradas y construir una simple frase era como levantar un pedrusco. Desde entonces me he dedicado a leer, he forjado amistades nuevas, he cultivado selectivamente las antiguas y he viajado al fin del mundo, al escenario de mis lecturas favoritas, donde he conocido gente interesante y he vivido experiencias que creía que solo existían en mi imaginación.
No es de extrañar que, de regreso a casa, mi pueblo me parezca una pecera, un acuario cómodo, cálido y bien provisto, la verdad sea dicha, pero presidido por la rutina; así que he creído necesario hacer inventario y volver al punto de partida. Por encima de todo, me he propuesto seguir caminando mientras las piernas lo permitan. Me da igual un terreno llano, una montaña, un vergel o un desierto, la orilla de un río o una playa; cualquier escenario es válido si me mantiene en movimiento.
Para ser franco, andar con las manos en los bolsillos y parlotear es lo único que se me da bien (o mal, en opinión de algunos). Nada me atrae más que el aire fresco en el rostro, la hierba mullida que pisas con la mochila a la espalda, el cansancio de una larga marcha, gratificado con una conversación junto a la chimenea de una cabaña. Suena a rollo trillado (pájaros y flores, decíamos en la redacción), lo sé, pero a mí me funciona y no me avergüenza confesarlo.
Me funciona porque de ahí brotan las ideas sencillas, buenas y útiles; los proyectos atractivos, los pensamientos agradables y las lealtades duraderas. Me estoy refiriendo a esos momentos en que te vuelves audaz, te atreves a pensar a lo grande, no sabes por qué, y la oscuridad se quiebra con una emoción luminosa que no alcanzas a describir, pero que no se va de la cabeza.
Por desgracia, nadie te creerá si le cuentas que la magia existe, sea lo que signifique tal cosa. Por eso este blog, como es de suponer, comienza y acaba en mí. No quiero sembrar bostezos en la parroquia. Mis aficiones y mi forma de ser me han procurado unos cuantos amigos de verdad, pero también demasiadas miradas condescendientes, unas justificadas, otras creo que no tanto. Yo apuesto por los amigos, los que me han tendido la mano en tiempos de zozobra, los que aprecian por igual mis virtudes (escasas) y mis defectos (innumerables y a veces incorregibles), los que me han enseñado que ser agradecido y generoso sin buscar nada a cambio es un buen negocio, porque te hace sentir bien, y eso es un capital sano. También he aprendido a reconocer enseguida a los cínicos y a huir de ellos como de la peste, tipos dados a la apariencia y el teatro, escudados en una seguridad de chichinabo que esconde lo poco o nada que tienen que decir.
Ignoro aún a qué dedicaré este blog, a fin de cuentas no ha nacido para otra cosa que distraerme. Lo más lógico es que acabe comentando mis libros, mis salidas al monte y mis viajes. Tal vez hable de mi modesta colección de vinos (asunto del que no tengo ni repajolera idea, aunque espero corregirlo); de las bellas personas que he conocido (sin dar detalles que puedan identificarlas, por descontado) y de la honda impresión que me han causado, lo bastante fuerte como para animarme a escribir después de varios años. No descarto incluir entradas sobre rugby, mi pasión y fuente inagotable de amistades, y sobre música, sin la que no puedo vivir (rock, country, soul, jazz, clásica); posiblemente dejaré caer reflexiones que nadie me ha pedido y me resisto a mantener en secreto. Si hay un lema que me inspira es que merece la pena volver a la casilla de salida y soñar como un chaval en el fin del mundo.
Esto, espero, solo es el principio.
P.D.: También incluyo en este blog, reeditados, textos que publiqué en mi periódico antes de retirarme.