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Este texto fue publicado en la serie Batallitas de El Correo en 2013. Dedicado a Andoni, amigo, siempre con buenos consejos.
A finales del XIX, la colonia vasca de Manila dedicó un monumento al escribano Miguel López de Legazpi, hidalgo de Zumarraga, y al navegante, cosmógrafo y religioso Andrés Ochoa de Urdaneta, originario de Ordizia. Era un conjunto de bronce que no se erigió en la capital de Filipinas hasta 1930. El escritor y periodista Charles C. Mann cree que es «lo más cercano que el mundo tiene a un reconocimiento oficial de los orígenes de la globalización»
Mann es autor de ‘1493. Una nueva historia del mundo después de Colón’ (Editorial Katz, 2012). Elogiado por el ‘New York Times’, el suyo es un relato coral, denso, fascinante y trepidante a ratos, en el que los vascos irrumpen como criminales, gobernantes corruptos, empresarios y exploradores.
Entre estos últimos destaca Urdaneta (1507-1568), uno de los grandes marinos de la historia, que paradójicamente se había jurado no volver a navegar tras naufragar en 1526, cuando no había cumplido 20 años.
Aquella aventura, la expedición de García Jofre de Loaisa a las islas Molucas, le costó la vida a su paisano de Getaria Juan Sebastián Elcano, que había sido el primero en dar la vuelta al mundo en 1522. Urdaneta sobrevivió al viaje de Loaisa, pero quedó atrapado en Indonesia, donde combatió a nativos y a portugueses durante una década.
Por fin pudo regresar a Lisboa en 1536, acompañado de una hija, convirtiéndose en el segundo navegante en circunnavegar el planeta. Dejó a la niña al cuidado de su hermano y más adelante sufrió una crisis religiosa, ordenándose monje agustino. En 1559, cuando vivía en un convento de México, Felipe II le pidió que explorara las islas Filipinas (bautizadas así en honor del monarca) y que buscara un camino directo de regreso a América, sorteando la barrera de los vientos alisios.
Cinco expediciones habían fracasado en ese proyecto, pero Urdaneta, versado en matemáticas, filosofía y latín, parecía a sus 52 años más capacitado que ningún otro navegante para acometerlo.
El agustino eligió como compañero a su primo y amigo López de Legazpi (su fecha de nacimiento se sitúa entre 1503 y 1510), otro hombre singular de la misma generación, que había estudiado para letrado y ejercido de concejal en Zumarraga.
Legazpi había emigrado al virreinato de Nueva España en la década de 1540, ascendiendo en el escalafón hasta ocupar puestos importantes en la casa de la moneda y la alcaldía mayor de ciudad de México. Cuando recibió la llamada para ir a Filipinas tomó una decisión drástica; vendió todas sus propiedades y envió a su familia a la península para no volver a verla nunca más.
Aunque era un burócrata colonial sin nociones de navegación, Legazpi se puso al frente de la expedición porque Urdaneta no podía liderarla debido a su condición de religioso. El viaje, que se empezó a gestar ya en 1559, tardó cinco años en realizarse. Ambos llegaron a la isla de Cebú en 1564 y empezaron a reconocer la región, infestada de piratas chinos y de praos locales (embarcaciones alargadas con velas, dotadas de un balancín lateral para darles estabilidad).
Un año después, Urdaneta abandonó Filipinas y zarpó rumbo a México en busca del atajo que interesaba a Felipe II. Gracias a una «inspiración marinera genial», en palabras de Charles C. Mann, navegó hacia Japón y luego viró al este, dejando que la corriente submarina de Kuro Shivo lo arrastrara hasta California. La travesía duró 130 días, durante los cuales circuló por el carril invisible que después seguiría la famosa Nao de Acapulco, también conocida como Galeón de Manila. El descubrimiento de Urdaneta abrió una decisiva ruta comercial al ahorrar el rodeo por el cabo de Nueva Esperanza que habían dado los portugueses y Elcano.
Pero al principio la nueva vía de navegación sirvió para que México enviara pertrechos y plata a Legazpi, que había creado en Filipinas un ejército de españoles e indígenas para enfrentarse a los piratas y sofocar rebeliones internas. El escribano de Zumarraga parlamentó y guerreó con los sultanes locales y en 1571 fundó Manila sobre los restos de una población de la isla de Luzón. Los españoles querían abrir un puesto comercial en aquellas tierras, pero como el reyezuelo musulmán local se opuso lo mataron, acabando con el asentamiento original.
Legazpi tenía un motivo para obrar con tal determinación: el lugar estaba cerca de las aguas que frecuentaban los mercaderes chinos. Uno de sus enclaves comerciales lo había descubierto un nieto suyo, Juan de Salcedo, de 21 años, durante una misión de reconocimiento formada por barcos españoles y praos. Los marineros locales relataban que al llegar la primavera algunos juncos aparecían en la isla de Mindoro y montaban un ritual para comerciar: tocaban unos tambores y al escuchar la señal aparecían los nativos en la orilla, protegidos por parasoles.
La avanzadilla de Salcedo apareció en uno de esos ceremoniales con la idea de confraternizar, aunque los planes se torcieron. Los chinos tocaron el tambor en son de paz, pero hicieron estallar artefactos pirotécnicos y realizaron movimientos que los españoles no entendieron. A pesar de que estos tenían instrucciones de no atacar, finalmente abrieron fuego sobre los juncos y los abordaron, abatiendo a varios comerciantes. Una de las naves quedó fuera de combate y otra sufrió daños considerables.
Por desgracia, Salcedo no estaba allí para impedir la refriega. Había quedado rezagado en otro barco a causa de una tormenta. Cuando se reunió con sus hombres encontró a los chinos muertos de miedo. Para aplacarlos devolvió lo que les habían robado y propuso regresar todos juntos a la base de Legazpi. Ya se vería si podía repararse el junco que aún podía navegar.
Los chinos volvieron a su tierra con un mensaje que llegó a oídos del emperador. En Filipinas habían aparecido unos individuos procedentes del este que tenían plata. A aquellos extranjeros les interesaban la seda y la porcelana de China, que era de una calidad superior a la que podían conseguir los europeos.
Manila no fue una colonia cualquiera. Legazpi y Urdaneta habían abierto una brecha a través del océano Pacífico en una economía china enclaustrada. Desde la remota Antigüedad, desde los tiempos de los romanos, de las conquistas árabes y de los viajes de Marco Polo sólo se había podido entrar en ella a través del océano Índico y el Mar Rojo o cruzando Asia central. Llegar a la legendaria Catay era el sueño de los monarcas, comerciantes y religiosos de cualquier época.
El accidentado encuentro de Juan de Salcedo en la isla de Mindoro puso fin a una era. Los juncos chinos empezaron a frecuentar Manila a partir de 1572, cargados de mercancías y ávidos de plata. Legazpi murió precisamente ese año, cuando la ciudad estaba a punto de transformarse en el eje comercial entre Asia y América. Urdaneta había fallecido cuatro años antes en su convento mexicano. Los dos cayeron inmerecidamente en el olvido, sobre todo el segundo, a pesar de que habían conseguido lo que no pudieron Cristóbal Colón ni Hernán Cortés. Aparecieron en el momento justo para resolver un viejo problema de la dinastía Ming.
El imperio del Centro tenía la sociedad y la industria más sofisticadas del planeta, netamente superiores a las europeas, pero carecía de una divisa útil. Las monedas de bronce eran problemáticas por su escaso valor y porque cada emperador acuñaba las suyas, invalidando las anteriores. Pero los chinos también desconfiaban del papel moneda, que conocían desde antes del siglo XII y había causado desórdenes políticos. Los gobernantes abusaban de la máquina de imprimir billetes y provocaban la temida inflación. Para que la población aceptara el papel depreciado solía prohibirse periódicamente el dinero metálico, pero la medida provocaba situaciones absurdas y no había más remedio que levantar el veto.
Para salir del círculo vicioso y evitar sobresaltos en la economía, China necesitaba plata, pero en los siglos XVI y XVII escaseaba en Extremo Oriente. En cambio, una marea de ese metal precioso anegaba Latinoamérica. El imperio español extraía entonces el 80% de las reservas mundiales en los yacimientos de México y Perú, un filón por el cual los chinos eran capaces de pujar el doble que cualquiera.
Los expertos calculan que entre la tercera parte y la mitad de la plata americana -que sumó más de 150.000 toneladas en dos siglos- acabó en Extremo Oriente a través del Pacífico, Asia Central o bordeando África. En un punto estratégico de ese circuito planetario estaba Miguel López de Legazpi, mientras que en otro no menos crucial también asomaron los vascos, pues ellos controlaban los yacimientos de la ciudad de Potosí, en el Virreinato de Perú, uno de los mayores productores de plata de la época.
Dueños de dos tercios de las explotaciones locales y acreditados defraudadores -debían entregar a la Corona un quinto de lo que obtenían-, dominaban el cabildo y se habían constituido en un grupo de presión que se oponía por cualquier medio, incluido el asesinato, a quienes intentaran menoscabar su posición. Estaban curtidos a la medida de Potosí, una urbe violenta y turbia donde recalaban individuos dispuestos a enriquecerse y a resolver cualquier disputa por las armas.
No era un destino apropiado para un familia de pacíficos colonos (el primer bebé con un padre y una madre europeos nació en 1598, año en que murió Felipe II). En aquella ciudad, que llegó a tener más habitantes que Londres o París, la brutalidad, la desmesura y la locura estaban a la orden del día. Para acabar de rematarlo, el cuasimonopolio de los vascos sobre la plata les granjeó el odio de los mineros que se habían instalado en campamentos fuera de la ciudad. La tensión degeneró en un enfrentamiento de grandes proporciones, del que da cuenta Charles C. Mann en su libro.
Contra los vascos se creó en Potosí la banda de los ‘vicuñas’, apodo que provenía de los gorros que lucían sus miembros, tejidos con la lana de esos animales. Como en el salvaje Oeste, criminales de una y otra facción se enfrentaban en las calles, mientras los indígenas trabajaban en las minas en condiciones infrahumanas.
Cierto día de 1622, al cabecilla de un banda de matones vascos lo hallaron muerto con las manos y la lengua cortadas. Para vengarse, sus paisanos organizaron una vendetta contra los «moros, marranos y cornudos» que habían mutilado salvajemente a su líder. A todo individuo que encontraban lo retaban en la lengua vasca y si respondía en castellano, lo liquidaban. A continuación fue atacada la residencia de Domingo de Verasátegui, un prominente vasco que se libró de que lo lincharan al refugiarse en la cárcel. Moriría más tarde, pero por causas naturales.
Las tensiones se recrudecieron un año después, cuando una multitud destruyó la casa del corregidor Manrique, la nueva autoridad local, por haberse emparejado con la viuda de Verasátegui. El mandatario, que había matado a su primera esposa, resultó herido por arma de fuego.
Los desórdenes se reanudaron a las pocas semanas, cuando un vasco se cruzó con dos ‘vicuñas’y se llevó la mano al sombrero en un gesto que a los otros les pareció arrogante. Miles de individuos se lanzaron contra la comunidad vasca y hubo que movilizar a la milicia para restablecer la calma.
La guerra entre bandas sólo cesó cuando Manrique, una vez que dejó el puesto de corregidor y se casó con su amante, se mudó a Cuzco, en Perú. Los ‘vicuñas’ abandonaron Potosí y se reciclaron como salteadores de caminos. Al contar esta increíble historia, Charles C. Mann resalta que, por extraño que parezca, la producción de las minas nunca estuvo en peligro.
Los crímenes se sucedían, pero la plata no dejaba de circular hacia China, alimentando el comercio y con él las industrias que lo mantenían. La dinastía Ming se convirtió en una exportadora obsesiva de artículos de lujo para atesorar plata y junto a Manila surgió un barrio, el Parián, más poblado que la propia ciudad, donde miles de chinos ilegales vendían artículos baratísimos y servían comida china.
El Parián fue escenario de matanzas periódicas, pero los inmigrantes siempre se reinstalaban porque eran imprescindibles para el intercambio. Aquella chinatown fue un hervidero que la Corona española y China trataron de controlar por todos los medios, pero siempre se estrellaban contra los comerciantes asiáticos, que ideaban mil y una artimañas y aprovechaban la complicidad de los españoles para sortear los obstáculos y las cuotas impuestas al comercio del Galeón de Manila, que cubría la ruta entre Filipinas y México.
A miles de kilómetros de allí se desarrollaba la tragedia de la globalización. En las minas peruanas de Huancavelica los cuerpos en descomposición de los indios dejaban charquitos de mercurio, el metal pesado con el que se producían los lingotes de plata.
La riqueza obtenida en América a costa del sufrimiento de millones de seres humanos financió tramos de la Gran Muralla china y generó ondas sísmicas en todo el planeta. El imperio español dilapidó la plata que no se escapó a Extremo Oriente en las guerras europeas, que agotaron sus energías y certificaron su decadencia. Cuando el metal precioso se depreció, por exceso de oferta, la economía mundial recibió un golpe que se sintió de Madrid a Pekín. China no pudo afrontar sus gastos militares y quedó a merced de los ataques manchúes.
Legazpi y Urdaneta habían abierto la caja de Pandora y el magnífico libro de Charles C. Mann les rinde el homenaje que merecen.

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