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Soñando en el fin del mundo

Fui periodista y lector… Ahora solo soy lector y aprendiz de viajero. Cuido a mis amigos porque ellos me cuidan a mí. Paseo por el monte, veo partidos de rugby y leo todo lo que cae en mis manos, pero no hago ascos a un viaje ni a una fiesta, en particular si es de rock and roll. Acumulo libros de historia porque sigo creyendo que la realidad es mejor que la ficción y me gustan las estanterías llenas.

Rachel Donelson, esposa de Andrew Jackson. / Dominio público

Este texto se publicó en la serie Batallitas de El Correo en 2015.

Las elecciones plagadas de insultos y golpes bajos no son fruto de internet ni de las redes sociales. Si hubo unos comicios sucios en la historia, fueron los presidenciales de 1828 en Estados Unidos, los primeros que se pueden equiparar a los actuales y que estuvieron marcados por la humillación y muerte de la esposa de uno de los candidatos

Aquellas fueron las primeras elecciones modernas de la historia porque la afluencia de votantes fue masiva y los candidatos se apoyaron en la prensa popular para difundir calumnias por todo el país (el periodismo serio es la excepción y no la regla en los tres siglos de historia de la profesión).

Los contendientes eran el general Andrew Jackson y John Quincy Adams, dos candidatos que se atacaron de forma despiadada sin imaginar que la batalla iba tener un desenlace trágico. Venció el primero, pero antes de tomar posesión como presidente su esposa sufrió un shock al llegar a sus manos un panfleto que desempolvaba denuncias de adulterio y bigamia que se remontaban casi cuarenta años atrás.

Jackson había conseguido ocultárselas durante la campaña electoral, pero ella encontró el libelo en una tienda de Nashville (Tennessee) cuando elegía ropa apropiada para ejercer como primera dama. El texto removía habladurías sobre el pleito que tuvo con su primer esposo, un terrateniente que la había acusado de largarse con Jackson en su juventud y de casarse con él sin haber obtenido aún el divorcio (ella aseguró que había sufrido maltrato).

Abrumada por la humillación, guardó cama y al cabo de varios días sufrió un ataque al corazón. Expiró en vísperas de Nochebuena. Se llamaba Rachel Donelson y tenía 61 años, como su marido.

Jackson responsabilizó a John Quincy Adams de la muerte de su esposa, aunque él también había recurrido a los métodos de su rival y lo había tachado de alcohólico. Pero la historia no recuerda a Jackson por sus bajezas, sino porque fue el político que sentó las bases del Partido Demócrata, el mismo partido que casi dos siglos después nominó a Hillary Clinton y a Kamala Harris para sendas elecciones a la presidencia de EE UU.

Desde la muerte de Rachel, los demócratas han roto barreras sociales y políticas. Suyos fueron el primer presidente católico (John F. Kennedy) y el primero de raza negra (Barack Obama). Quién sabe si también será demócrata la primera mujer que ocupe el Despacho Oval, la estancia donde el presidente demócrata Bill Clinton se encontraba a solas con la becaria Monica Lewinski.

Andrew Jackson. / Dominio público

Los progresos democráticos, logrados de forma lenta y tortuosa, arrancaron en Estados Unidos el año en que unas elecciones más o menos comparables a las actuales le costaron la vida a una mujer.

En los comicios de 1828 votaron 1,1 millones de individuos, más del triple que en los anteriores. Todavía era una base electoral limitada y no incluía a las mujeres y a los negros, pero representó un cambio decisivo que contribuyó a profesionalizar la política y desarrolló los aparatos de propaganda electoral, con sus jefes de campaña, sus carteles y el ‘merchandising’.

El camino venía trazado desde unos años antes. La corrupción había pasado a primer plano, igual que las vidas privadas de los personajes públicos y especialmente las de las mujeres relacionadas con ellos.

A la madre de Andrew Jackson, una inmigrante protestante del Ulster, la tildaron de prostituta británica. A Rachel Donelson le pusieron un detective privado que investigó su pasado y filtró los informes a la prensa. Alrededor de ella se orquestó una polémica sobre el perfil que debía tener una primera dama (a finales del siglo XVIII, la esposa de John Adams, no confundir con John Quincy Adams, tendía la ropa recién lavada en la sala este de la Casa Blanca).

El avance de la democracia no solo trajo infamias, también polarizó las elecciones. Si en las de 1824 se habían presentado cuatro candidatos, las de 1828 se redujeron a un duelo entre dos: John Quincy Adams, que buscaba la reelección, y Andrew Jackson, el héroe de la guerra de 1812 contra los británicos.

John Quincy Adams. / Dominio público

En 1828, la política había dado un gran salto. Al haberse ensanchado la base electoral, el perfil de los votantes fue más popular y ese cambio, unido a un sistema de elección más directo, redundó en beneficio de Jackson, cuyo discurso era populista y atraía lo mismo a los votantes idealistas que a los trepas.

El clima se había vuelto bronco y competitivo. Andrew Jackson se presentó como un candidato ajeno al sistema, a la ‘casta’ gobernante que había traído la corrupción y que él identificaba con sus malvados adversarios. En aquella década se habían convocado las primeras huelgas, aún coleaba la última crisis económica y la población estaba cargada de deudas (miles de personas habían sido enviadas a la cárcel por ello). La gente corriente desconfiaba de los bancos y de que quisieran pagarles el salario en papel moneda.

Esa masa de votantes se convenció de que Jackson estaba de su parte, y el hombre que obró ese encantamiento fue su número dos, Martin van Buren, un astuto abogado de origen holandés que organizó una poderosa maquinaria para conseguir votos. Viajando de un estado a otro en carruajes llenos de carteles electorales, él mismo llegó a ser gobernador de Nueva York y más adelante presidente de EE UU.

Los colaboradores de Andrew Jackson, bajo la batuta del periodista Amos Kendall, diseñaron una estrategia electoral equiparable a la de un partido actual. Mantuvieron a su líder en un segundo plano por si decía alguna inconveniencia y fueron los primeros que contrataron redactores profesionales para escribir discursos y distribuirlos por los periódicos.

Los escritores y artistas de la época (Nathaniel Hawthorne, James Fenimore Cooper…) dieron su apoyo a Jackson, y sus simpatizantes estrenaron como símbolo distintivo de su candidatura unos bastones de nogal que son el antecedente de los actuales logotipos de los partidos.

El general, apodado el ‘Viejo Nogal’, triunfó con aquellas innovaciones, pero no pudo celebrarlo. Lo primero que tuvo que hacer como nuevo presidente electo fue enterrar a su amada Rachel, víctima colateral de unos comicios infames. A la Casa Blanca llegó como viudo resentido y amargado, cuya tristeza a duras penas se ocultaba bajo la atmósfera triunfal, casi revolucionaria, que reinaba en Washington. Se había abierto un abismo entre él y John Quincy Adams, que boicoteó los actos del relevo presidencial.

La ciudad se inundó de miles de partidarios llegados del sur y de la frontera, gentes modestas y rudas, ataviadas con ropas de cuero y de modales burdos, que celebraban el avance de la democracia, pero fueron recibidas con desdén en la capital. Algunos testigos equipararon a aquella multitud con las turbas de la Revolución Francesa.

En la Casa Blanca se produjo un caos. Los criados tuvieron que sacar el ponche a los jardines al comprobar que los invitados borrachos lo derramaban por el suelo y rompían la cristalería y la porcelana.

Andrew Jackson perdió la paciencia y escapó por una ventana para recluirse en el hotel de Washington donde se había alojado y se negó a asistir a un baile de gala. En la soledad de su aposento se comió una chuleta, el alimento que representaba la prosperidad en aquel tiempo.

Un clérigo predicó en la capital: «Jesús contempló la ciudad y lloró al verla».

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2 respuestas a “Las infames elecciones”

  1. Avatar de dutifullynight291736ad53
    dutifullynight291736ad53

    El anhelo por gobernar conduce a actos infames…. ayer, hoy y siempre.

    Interesante conocer ésta historia y comprobar que la ética y el poder nunca van de la mano…. Ni ayer, ni hoy , ni nunca.

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  2. Avatar de Javier Muñoz Landa

    Gracias, Yoli, por tu apoyo.

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