
Este texto se publicó originalmente en la serie Batallitas de El Correo en 2015
Todo ideario político sostiene que un personaje o un hecho de tal o cual siglo le da la razón. ¿No es mejor imaginar lo que las figuras del pasado opinarían del presente?
Yo tuve un profesor de Historia en Bachilerato que soltaba frases lapidarias en clase para rescatar a los alumnos del sopor de las tardes de primavera. Un día abrió un viejo manual y leyó un fragmento que narraba con dramatismo cómo los barbaros se adueñaron del Imperio Romano en la Antigüedad. No era una sucesión de migraciones a lo largo de varios siglos, sino que todo se resolvía en una noche de invierno.
Feroces guerreros se sumergían hasta la barbilla en las aguas heladas del Rin; las hachas y las espadas brillaban sobre sus cabezas a la luz de la luna… El relato nos dejó a los estudiantes en vilo, porque se avecinaba una degollina de las que hacen época. Cuellos de legionarios indefensos iban a ser rebanados sin piedad por salvajes greñudos; miembros amputados, estremecedores aullidos de dolor, sangre a borbotones…
«¿Qué les parece?», preguntó el docente de improviso. «El autor de este texto -continuó- describe la caída del Imperio Romano como si fuera el desembarco de Normandía, pero sin apoyo aéreo».
Han pasado casi cincuenta años desde que escuché las palabras de aquel brillante profesor, palabras que jamás olvidaré, y sus colegas aún discuten sobre cómo impartir la asignatura de Historia. Ni siquiera sabemos en qué consiste, aunque periodistas, tertulianos y novelistas nos muestran estos días de qué forma se puede utilizar. El Ministerio de Educación observa con desdén y aire de superioridad los manuales escolares editados por las autonomías, sean históricas o no, y no le falta razón, pues esos tochos que ningún muchacho es capaz de digerir a pesar de su despliegue visual parecen dirigidos a justificar querellas del presente y no a describir la complejidad del pasado.
Pero también cabe preguntarse legítimamente en virtud de qué título alguien es propietario del ‘copyright’ de Indíbil y Mandonio, Viriato, Recaredo, Alfonso X el Sabio, Isabel y Fernando, Carlos V, Felipe II, Carlos III…
Cualquier proyecto político puede encontrar un argumento de peso para sus tesis, sólo hay que rebuscar en el siglo apropiado y darle un significado concreto a este o aquel reinado, a esta o aquella revuelta popular. Pero ¿no es mejor invertir ese proceso mental? Apelando a la condición humana, que perdura a lo largo de los siglos, podemos ponernos en el pellejo de las grandes figuras del pasado e imaginar qué opinarían de los estadistas de nuestros días.
«Usamos la historia para entendernos a nosotros mismos y deberíamos usarla para entender a los otros», dice Margaret MacMillan en su libro ‘Usos y abusos de la Historia’ (Ariel, 2010). Esa idea la puso en práctica Nelson Mandela cuando decidió aprender en prisión la lengua y el pasado de los boers a fin de conocer mejor a sus carceleros. Gracias ese esfuerzo pudo negociar un arreglo con ellos.
Así se cerró un trágico expediente que había comenzado casi un siglo antes, cuando el militar y filósofo Jan Smuts y Winston Churchill, entonces un arrogante periodista enamorado de la historia, se combatieron en la guerra angloboer, lo que no impidió que ambos se hicieran amigos al firmar la paz. Unas décadas después el apartheid se adueñó de Suráfrica y luego Mandela lo derrotó leyendo libros sobre sus enemigos.
¿La lectura de la historia cambió a Suráfrica? Es mucho decir, aunque la ciencia enseña que el lenguaje abstracto (el acto de leer) favorece la empatía, ponerse en el lugar del otro, mientras que el lenguaje visual es indicado para las emociones, razón por la cual (y esto es una baladronada) lo empleaban los hombres de las cavernas y la plebe en la Edad Media, por citar dos casos palmarios.
Quizá lo que Suráfrica, Churchill, Smuts y Mandela demuestran es que no hay situación que no pueda empeorar y al mismo tiempo conflicto imposible de encauzar; no hay afrenta que de un modo u otro no encuentre algún tipo de reparación, aunque para lograrlo sea necesario conocer de dónde viene el adversario y adónde quiere ir.
Pero comprender eso requiere cierta disposición de ánimo. «En los países que, por el motivo que sea, carecen de confianza en sí mismos, la enseñanza de la historia puede ser un tema más sensible todavía», avisa Margaret MacMillan. Y añade: «Podemos aprender de la historia, pero también engañarnos a nosotros mismos cuando buscamos selectivamente pruebas en el pasado para justificar lo que ya hemos decidido hacer».
Todos corremos el riesgo de deslizarnos por esa pendiente para apuntalar las propias creencias. Por eso me gusta recordar a mi profesor de Bachillerato y a los bárbaros. Me gustan esos libros olvidados en el sótano de las bibliotecas que relatan los hechos con estilo narrativo y los ordenan cronológicamente. Libros que describen la desmesura de los héroes y villanos, no del todo rigurosos, pero atinados en lo esencial, deliciosamente escritos, y que, como decía Edward Gibbon, llevan un registro minucioso de «los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad». Esas son las aventuras que pueden despertar en los adolescentes el hábito de la lectura, la curiosidad por lo que les rodea y la inclinación a las ideas nobles. «…. la caída del Imperio Romano como si fuera el desembarco de Normandía, pero sin apoyo aéreo». Genial.

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