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Este texto se publicó originalmente en la serie Batallitas de El Correo en 2015
Casi un siglo después de la partición de Irlanda, el príncipe y futuro rey Carlos de Inglaterra pasó página con Gerry Adams, dirigente de los terroristas del IRA que asesinaron a su tío abuelo Lord Mountbatten
Hay instantes tensos que, a pesar de las crueldades y de las bajezas que esconden, se pierden en la bruma de la historia. Quizá sea uno de ellos la conversación que mantuvieron en 2015 el entonces príncipe Carlos y Gerry Adams, uno de los jefes militares del IRA cuando esa organización asesinó al tío abuelo del primero, Lord Mountbatten de Birmania.
Ambos charlaron durante un cuarto de hora en la Universidad de Galway, en el oeste de Irlanda. Ese otoño cumplieron 67 años, la edad de la jubilación en España. Adams sopló las velas en octubre y Carlos, en noviembre. Apenas tenían 30 años cuando el IRA reventó con 25 kilos de dinamita la lancha ‘Shadow V’ en el condado irlandés de Sligo en agosto de 1979. Los pasajeros salieron proyectados de la embarcación. Murieron Mountbatten, un nieto suyo, lady Brabourne y el timonel, un muchacho de 15 años.
La visita de Carlos a Irlanda era una ocasión como otra cualquiera para, treinta y seis años después, tener un gesto hacia los asesinos. Entonces se ponía en duda que llegara a ser rey, como finalmente ocurrió; más bien parecía una figura amortizada para la Corona británica, propensa a decir lo que pensaba. Se había divorciado de su primera mujer, que murió años después en un accidente de tráfico en París, y se había vuelto a casar con una antigua novia, también divorciada, con la que había sido infiel.
Gerry Adams había cambiado el terrorismo por la política, y en tiempos de crisis eso significaba recurrir a la demagogia en busca de votos, un viaje para el que posiblemente no hacían falta tantas alforjas.
Los dos protagonizaron un momento extraño en Galway, seguido de otra imagen rara de Carlos de pie frente al mar en Sligo. Los periódicos hablaban de reconciliación, palabra fácil de pronunciar, difícil de digerir. Como pasa con tantas miserias de la vida, se trataba de buscar una excusa para pasar página y una taza de café la proporcionó.
Hay que atrasar el calendario un siglo para encontrar otro episodio tan extraño como el encuentro de Carlos con Gerry Adams. Hay que viajar a 1921 y escuchar la conversación entre Winston Churchill, entonces ministro británico de las Colonias, y uno de los líderes del IRA de aquella época, Michael Collins, en la casa londinense del primero.
Ambos participaban en las conversaciones previas al Tratado de Paz angloirlandés, que debía sentar las bases del entendimiento entre el Gobierno británico y los patriotas irlandeses; pero como el acuerdo contemplaba la separación del Ulster del resto de Irlanda acabó siendo la semilla de una guerra civil irlandesa en los años veinte del siglo pasado y del terrorismo a partir de los setenta.
Aquel día se oyó una risotada de Collins en la residencia de Churchill.
Churchill no era conservador en esa época. Estaba con los los liberales, en el Gobierno de Lloyd George. A sus 47 años había conocido Afganistán, la guerra de El Mahdi, en Sudán, y la de los boers en Suráfrica. Había vivido la Primera Guerra Mundial y lo responsabilizaban del desastre militar de Gallipoli.
Collins era el jefe militar de los fenianos, algunos de los cuales habían combatido codo con codo con soldados británicos en las trincheras de Francia. Pero él les había ordenado derramar después mucha sangre británica en Irlanda. En 1921 tenía 31 años, casi la misma edad que Gerry Adams cuando el IRA asesinó a Lord Mountbatten. Hoy se le consideraría un hombre joven.
A los dos los acompañaba Lord Birkenhead, otro ministro del Gobierno de Lloyd George y feroz antiirlandés que, sin embargo, acabó implicándose en el proceso de paz y escribiendo parte del acuerdo final. El grupo esperaba a que en el piso de arriba terminaran de conversar a solas Lloyd George, un abogado galés singular, y el jefe de la delegación irlandesa, el también abogado Arthur Griffith.
A Churchill le gustó que este último fuera, como él, un erudito enamorado de la historia europea. Le llamó la atención que hablara poco, siendo irlandés, y que nunca cambiara de opinión. De Michael Collins, impulsivo e irascible, dijo que era un irlandés de palabra.
Flotaban en el ambiente las salvajadas perpetradas por los patriotas fenianos y los ‘black and tans’, paramilitares británicos que respondían a los crímenes de los primeros con más crímenes. Era difícil concebir mayor crueldad por ambos bandos, y los negociadores estaban metidos como en una cápsula, presionados cuando no odiados por sus respectivos correligionarios.
Churchill relata en su libro ‘Pensamientos y aventuras’, escrito en los años treinta del siglo pasado, que Collins estaba de malas pulgas el día que fue a su casa. El tortuoso Eamon de Valera, presidente de la autoproclamada República de Irlanda, le había metido en la delegación encargada de parlamentar en Londres, pero él no se consideraba un político, sino un soldado, aunque inspiraba respeto a todo el movimiento irlandés, incluso a los intransigentes que más tarde lo consideraron un traidor por aceptar la partición de Irlanda. Por si no fuera suficiente, las conversaciones no iban bien, y de todos modos, si acababan fructificando, Collins sabía perfectamente que los suyos lo matarían, como de hecho ocurrió. Así que el jefe del IRA estalló.
-¡Me perseguisteis día y noche! ¡Habéis llegado a poner precio a mi cabeza!, gritó. Churchill respondió: «Espere un minuto. No es usted el único». A continuación dirigió la vista a la pared en la que exhibía, enmarcado, el cartel de la recompensa que los boers ofrecieron por él cuando se escapó de un campo de prisioneros en Suráfrica, una acción en la que, se decía, había exagerado su papel.
Los surafricanos no daban por Churchill más que 25 libras. En cambio, Collins pensaba que el Reino Unido había ofrecido 5.000 por su captura. No debía de ser cierto, pero Churchill lo ignoraba y lo dio por bueno.
«Compare (sus 5.000 libras) con mis 25 libras, muerto o vivo. ¿Que le parecería a usted eso?», preguntó Churchill. Michel Collins leyó el papel y se le escapó una carcajada.
«Toda su irritación desapareció -escribió su anfitrión-. Sostuvimos una conversación amistosa y desde entonces, aunque debo reconocer que íntimamente existió siempre un abismo entre nosotros, jamás en lo que yo recuerdo perdimos la base de una mutua inteligencia».
Collins firmó el tratado de paz consciente de que llevaba implícita su sentencia de muerte, dictada por los extremistas irlandeses opuestos al acuerdo. «Mi muerte prestará a la paz mayores servicios que mi vida», le dijo a Churchill, que quedó impresionado.
PD: Winston Churchill le dijo a Arthur Griffith durante las negociaciones de 1921: «A mí me hubiera gustado derrotarles a ustedes por completo, y concederles después espontáneamente todo lo que ahora les damos (el Estado libre de Irlanda, dentro de la Corona británica, antesala de la independencia)».
Respuesta de Griffith: «Lo comprendo, pero ¿opinarían lo mismo sus compatriotas?».
Después del acuerdo, en 1922, Arthur Griffith murió de un ataque al corazón.
Diez días más tarde, Collins fue asesinado en la guerra civil irlandesa.
En 1922, a Churchill lo operaron de apendicitis y perdió las elecciones. En 1940 fue primer ministro en plena Segunda Guerra Mundial.
En 1945, Eamon de Valera, cumpliendo con la neutralidad de Irlanda con la lógica de matemático profesional, dejó perplejos a todos enviando un telegrama de condolencia a Alemania por la muerte de Hitler.
En 2015, el príncipe Carlos contempló el mar en Sligo. Su segunda esposa le había acompañado a Irlanda.
Gerry Adams intentaba ganar unas elecciones.

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